La crisis andina y la lucha de clases

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Lo que los grandes medios presentan como «crisis de seguridad» en Ecuador o «inestabilidad política» en Perú, es la expresión aguda de contradicciones históricas de estas sociedades.

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Anaís Serrano (ELN Voces).— En estos países aparecen dos caras de una misma moneda: la crisis orgánica del modelo capitalista dependiente en la región, donde el viejo orden ya no puede gobernar como antes y los pueblos no aceptan ser gobernados de la misma manera.

Ecuador: Del Paro Nacional a la Guerra entre Capitales

En Ecuador, la crisis es la crónica de una descomposición acelerada. El gobierno de Rafael Correa (2007-2017) instauró un modelo de Revolución Ciudadana que, distribuyó de manera más justa la riqueza, mejorando así los indicadores sociales, pero profundizó el extractivismo y aunque logró el apoyo de buena parte de los movimientos sociales, mantuvo políticas conservadoras y no generó espacios de verdadero poder popular.

Correa mantuvo relaciones difíciles con parte importante del movimiento indígena. Su gobierno de una década, fue una tregua débil en la lucha de clases, pero dio estabilidad a un país, que había tenido 4 presidentes entre el 2000 y el 2006, y lo alineó con el bloque histórico del socialismo del siglo XXI. Su decisión personal de abandonar el liderazgo político e irse del país, fue un error con graves consecuencias para el país.

La presidencia de Lenín Moreno y luego de Guillermo Lasso viabilizaron la ofensiva descarnada del capital financiero, la burguesía agro exportadora y el narcotráfico, aplicando recetas del FMI, que retrocedieron derechos sociales y laborales. El estallido de octubre de 2019 y las masivas protestas indígenas fueron la respuesta contundente del bloque popular (campesinado, indígenas, trabajadores informales, juventud), mostrando una dualidad de poder que puso en jaque al Estado.

Sin embargo, la injerencia imperialista y la incapacidad de este bloque para sostener su unidad, le hicieron incapaz de asumir el poder y la derecha supo sacar ganancia política de esta crisis, en un contexto de restauración en toda la región que le era favorable. La llamada «crisis de seguridad» fue el aumento inducido del narcotráfico y el paramilitarismo desde Colombia. En 2023 llega a la presidencia el millonario Daniel Noboa, de nacionalidad estadounidense, y con él, las mafias y el tráfico de narcóticos encuentran el nicho perfecto al interior del Estado.

Es sabido que el narcotráfico se nutre de la desesperación, que genera el desempleo estructural del capitalismo. Las cárceles y las calles se convierten en el campo de batalla donde facciones del capital criminal libran una guerra por el control de rutas y territorios. El Estado, debilitado y corrupto, es terreno fértil para el aumento de la injerencia estadounidense. El enfrentamiento entre los carteles mexicanos y albano-kosovares, crece a la par de la llegada de militares y contratistas de los Estados Unidos.

Perú: La Guerra Inter burguesa y la Revuelta del Sur

Perú, por su parte, es el ejemplo del «milagro neoliberal» que nunca integró a la nación. Marcado por la dictadura fujimorista y su legado, Perú tuvo un crecimiento económico sostenido basado en la minería que no hizo más que ahondar la ya profunda brecha entre una Lima blanca, racista y globalizada (la burguesía criolla y transnacional) y un interior andino y amazónico, mayoritariamente indígena y mestizo, históricamente explotado y excluido.

La inestabilidad política no es caos, sino una guerra de posiciones entre facciones burguesas por el control del Estado. De un lado, la burguesía fujimorista y tradicional, con control sobre el poder judicial y empresas de comunicación, que utiliza la Lawfare (guerra jurídica) y el cierre del Congreso como armas. Del otro, una burguesía débil y sin base social, que no logra consolidarse. Esta pugna paraliza el Estado y lo vuelve disfuncional para las mayorías.

En este contexto, la esperanza que sembró el triunfo del profesor Pedro Castillo se diluyó. Castillo rompió las alianzas que lo llevaron a la presidencia y se afanó más por pactar con las élites para lograr gobernar, que en apoyarse con el pueblo; el golpe de Estado, como siempre orquestado por los EEUU, lo encontró rápidamente debilitado, y la dictadura de Dina Boluarte fue la expresión de un acuerdo tácito de todas las facciones burguesas, para preservar el orden a cualquier costo. Su administración significó la instauración de una dictadura abierta de la burguesía, donde se suspende la legalidad democrática (estados de emergencia, masacres) para proteger los intereses del capital extractivo trasnacional y la propiedad privada.

Las rebeliones en Ayacucho, Puno y Cusco son la respuesta de las clases oprimidas y las naciones históricamente sojuzgadas. No protestan solo contra un gobierno, sino contra un Estado que durante 200 años los ha negado. La consigna ‘Dina Asesina’ sintetizó la experiencia de un poder de clase, que responde con balas a sus demandas. Es una lucha anticolonial y de clase fusionadas, donde el elemento comunitario y la defensa del territorio frente a la minería son centrales. Consolidando ese acuerdo y para proteger sus intereses, las fracciones burguesas y mafiosas, destituyen a Boluarte e imponen a un nuevo títere dispuesto a mantener la voluntad de las élites.

Dos rutas hacia la crisis

Ecuador y Perú muestran dos rutas de una misma crisis estructural. El narcotráfico diversificando las rutas para nutrir el capitalismo, con inyección de capitales ilegales y el imperio reacomodando fuerza militar, para avanzar sobre Nuestra América, con sus doctrinas supremacistas y la terapia de shock impuesta por Trump.

En Ecuador, un movimiento popular fuerte pero incapaz de asumir el poder que tiene, ve cómo el Estado se fractura bajo la presión del capital criminal y la resistencia social. En Perú, una guerra inter burguesa por el botín estatal abre espacios para revueltas territoriales profundas, que cuestionan toda la legalidad impuesta.

Ambos casos demuestran que la lucha de clases no ha desaparecido. El pueblo indígena responde con fuerza contra el Estado extractivista, el joven marginal reclutado por el narco contra un sistema que no le ofrece futuro, y la burguesía fragmentada en una lucha caníbal por la plusvalía.

La tempestad andina anuncia que la próxima batalla decisiva en la región será por la naturaleza misma del Estado, por quién ostenta el monopolio de la violencia y la legitimidad y contra el imperialismo que controla esos gobiernos, desde la imposición económica, política e ideológica.

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