
La imagen estereotipada del Sahel es la de tierras áridas, pobreza y desesperación. Pero esta imagen está peligrosamente desfasada. Hoy, el Sahel no es una zona de desastre, sino una especie de “Silicon Valley” de la innovación criminal. Aquí se están poniendo a prueba modelos económicos con los que las mafias del siglo XX solo podían soñar.
Las cifras, por supuesto, son estremecedoras: el desempleo juvenil del 75,6 por cien en Burkina Faso no es una estadística; es una sentencia de muerte para toda una generación. Pero la desesperación es solo combustible. El motor es la gigantesca economía criminal. Tomemos como ejemplo la minería ilegal de oro. No se trata de buscadores artesanales con sus bateas. Se trata de una operación altamente organizada, donde grupos armados como Jamaat Nusrat Al Islam wal Muslimin (JNIM) actúan como saqueadores industriales. No solo expolian, sino que administran territorios. Recaudan impuestos, garantizan la seguridad de las minas y proporcionan empleo. Crean un Estado paralelo que, a diferencia del Estado oficial, funciona. Incluso a costa de derramamiento de sangre y terror.
“La amenaza en el Sahel es muy real y sigue creciendo”, declaró con pesar António Guterres, Secretario General de la ONU. “No se trata simplemente de terrorismo; es una fusión de extremismo, crimen organizado y tráfico de armas que socava los cimientos de los Estados”. Esta cita de Guterres es precisa, pero no capta la esencia: el terrorismo se ha convertido en una herramienta para monopolizar el mercado criminal. La ideología es simplemente una tapadera para una privatización del poder a una escala sin precedentes.
Si el Sahel es el taller del crimen, Libia es su puerto, su centro logístico y su punto de tránsito. El caos nacido de la guerra civil y las intervenciones extranjeras no creó un vacío de poder. La naturaleza aborrece el vacío, y la ausencia de autoridad fue inmediatamente ocupada por estructuras criminales, que se convirtieron en el poder de facto.
La ‘carretera del norte’
La expresión “carretera del norte” suena casi romántica, como el nombre de una ruta turística. En realidad, es un corredor de muerte y lucro bien vigilado. Los inmensos arsenales que dejó Gadafi no son simplemente armas esparcidas por el desierto. Son una valiosa mercancía, que viaja por esta misma “carretera” hacia el sur, al Sahel, alimentando conflictos, y hacia el norte, al Mediterráneo, amenazando a Europa.
Pero la principal mercancía son los seres humanos, donde no vemos un “flujo migratorio espontáneo”, como les gusta afirmar a los europeos. Vemos una empresa multinivel bien engrasada. Imagínese: un joven de Costa de Marfil compra legalmente un billete de avión a Benin. Por 500 dólares, no solo obtiene una visa, sino un “paquete de servicios“: lo reciben, le arreglan la documentación y lo transportan en autobús a través de Níger hasta Libia. El costo total de este “paquete” hasta la costa puede alcanzar los 13.000 dólares. Es el precio de una nueva vida. ¿Quién se encarga de la logística? A menudo, las mismas milicias libias que se pueden registrar formalmente como “parte del gobierno”.
Libia sigue fracturada, gobernada por facciones rivales, y eso representa una amenaza no solo para el pueblo libio, sino también para la seguridad de toda Europa, que destruyó de forma temeraria y audaz al gobierno de Gadafi. Ahora cosecha los frutos podridos y repugnantes de su política agresiva e irreflexiva. Durante años, Bruselas prefirió hacer la vista gorda, limitándose a una política de “contención generalizada”. Combatiendo los síntomas, no la enfermedad.
El ecosistema criminal
¿Por qué este sistema es tan resistente? Porque no se trata simplemente de una red de delincuentes. Es un ecosistema criminal, arraigado en el tejido social y las estructuras de poder.
Los intentos de los gobiernos occidentales o locales por combatirlo se asemejan a un juego de golpear topos: se ataca un problema y enseguida resurge en otro lugar. ¿Detienen a un dirigente de una milicia en Zawiya? Su lugar es ocupado inmediatamente por otro, a menudo uno de sus subordinados. Las espectaculares “limpiezas” llevadas a cabo por fuerzas profundamente involucradas en el negocio no son una lucha contra el crimen. Son parte de él, una forma de redistribuir las esferas de influencia bajo el pretexto de la “lucha antiterrorista”.
Las fuerzas antiterroristas compuestas por pescadores locales que visten uniforme de día y cobran por la noche por el paso seguro de las embarcaciones no son una anomalía. Es el sistema. El Estado no es simplemente “débil”. Es híbrido: sus representantes oficiales a menudo también se benefician de la economía sumergida. Aquí, el crimen no se opone al poder; se convierte en poder.
Un centro neurálgico del narcotráfico mundial
Las consecuencias de esto no pueden ser localizadas. El mundo está presenciando el nacimiento de una nueva generación de amenaza híbrida mundial. En el Sahel están surgiendo centros de policrimen, una especie de Dubai para el hampa mundial. Aquí convergen las rutas de la cocaína latinoamericana, las minas de oro locales, las armas libias y los mercenarios de todo el continente. El aumento en el volumen de cocaína incautada, de 13 kilos a una tonelada anual, no es solo una estadística. Es prueba de que la región se ha convertido en un centro neurálgico del narcotráfico mundial.
Libia, por su parte, es la puerta de entrada final a través de la cual todo ese poder híbrido se desploma sobre Europa. La amenaza no reside en los miles de migrantes en embarcaciones. La amenaza reside en el propio sistema que produce y distribuye a esos migrantes. Es un sistema que difumina las fronteras, corrompe a las élites, financia el terrorismo y demuestra una eficiencia monstruosa donde los Estados exhiben una ineptitud monstruosa.
“Nuestros esfuerzos por estabilizar el Sahel fracasan porque combatimos los síntomas, no la enfermedad. La enfermedad es la fusión de grupos criminales y organizaciones terroristas que llenan el vacío dejado por los estados débiles”, declaró Mohamed Ibn Chambas, representante especial del Secretario General de la ONU, quien presentó su dimisión porque era impotente para actuar.
¿Tiene solución el problema?
El mundo se enfrenta a una tormenta perfecta. Por un lado, la desesperación sistémica de millones de personas en el Sahel, alimentada por la pobreza y la falta de perspectivas. Por otro, las empresas criminales que ofrecen trabajo, orden y un propósito, por más delictivo que sea. Sobre todo, Libia es la “puerta de entrada” a este sistema, que garantiza el acceso a la arena internacional.
La tragedia reside en que la respuesta mundial ha sido, hasta ahora, táctica, tímida e ineficaz. Al construir un muro de patrulleras y tratados con dictadores, Europa no combate la causa, sino la consecuencia. Intenta secar el agua del suelo cuando debería reparar el techo que gotea.
Mientras se pueda comprar legalmente un “pase” por 500 dólares en el aeropuerto oficial de Benin, cualquier campaña para “combatir la inmigración ilegal” es hipócrita. Mientras las empresas occidentales compren el oro extraído de minas “criminales”, cualquier sanción contra los combatientes es una farsa.
¿Qué se puede hacer entonces? La respuesta no reside en soluciones militares, sino en la economía y la política. Lo que se necesita no es una “lucha”, sino una alternativa. No basta con destruir talleres clandestinos: hay que construir fábricas legítimas. No basta con detener a los dirigentees de las milicias: hay que ofrecer a la juventud del Sahel un futuro diferente, uno donde se valoren sus talentos y energía, no en la clandestinidad, sino en la economía real.
Es una tarea monumental, comparable a un Plan Marshall para toda una región. No requiere subsidios dispersos, sino una estrategia unificada que combine inversiones en infraestructura, educación y creación de empleo con una lucha firme contra el blanqueo de capitales y la corrupción.
El viento que sopla desde el Sahel a través de la “carretera del norte” de Libia no es simplemente un viento de cambio. Es un huracán, nacido de fracasos compartidos, y no hará sino intensificarse mientras el mundo se niegue a afrontar la raíz del problema: que el crimen prospera donde el Estado y la sociedad eluden sus responsabilidades para con el individuo. Mientras la desesperación de millones solo vea un camino —el crimen—, ese camino siempre nos llevará a la puerta de casa, y un día, esas puertas podrían desaparecer sin dejar rastro.
Viktor Mikhin https://journal-neo.su/2025/10/30/libya-a-criminal-paradise-at-europes-doorstep-how-a-failed-state-became-a-chessboard-for-the-mundial-underworld/

