
Sonia Iruela (Unidad y Lucha).— Nosotras, las mujeres trabajadoras, llevamos siglos sosteniendo el trabajo socialmente necesario. Lo hacemos con las manos cansadas, la cabeza llena de preocupaciones y el cuerpo agotado. Curamos, alimentamos, escuchamos, acompañamos. Cuando todo se derrumba, somos las que seguimos en pie. Pero ese papel que nos asignaron no es fruto del amor ni de la elección: es una imposición que el patriarcado y el capitalismo han envuelto en palabras dulces para que parezca virtud.
Desde pequeñas nos enseñan que cuidar es amar, que el sacrificio es noble y que la entrega es sinónimo de bondad. Se nos educa para pensar en los demás antes que en nosotras mismas, para sentir culpa si priorizamos nuestro descanso o nuestro tiempo. Así se nos convence de que cuidar es un deber natural, una expresión de cariño, cuando en realidad es una forma de control social. Detrás del mito de las “mujeres fuertes” se esconde la expectativa de que carguemos con todo sin protestar.
La idealización del cuidado tiene consecuencias materiales. Mientras millones de mujeres dedican su vida a atender a menores, mayores o personas dependientes sin reconocimiento ni compensación, el Estado se ahorra recursos y las empresas se benefician. Los sectores de limpieza, sanidad y asistencia están llenos de trabajadoras precarizadas que reproducen, en el ámbito laboral, lo que históricamente se les impuso en el hogar. El capitalismo necesita de ese trabajo invisible y gratuito para mantenerse en pie, y el patriarcado lo legitima a través del mito del amor y la entrega.
Nos dicen que las mujeres cuidamos mejor, que tenemos más paciencia, que se nos da de forma “natural”. Mentiras útiles al sistema. Mientras creemos que lo hacemos por amor, se sostiene una estructura económica que depende de nuestra renuncia. Nos llaman “pilares de la familia” o “ángeles del hogar” para ocultar la explotación. Nos premian con palabras, pero nos niegan derechos.
El discurso dominante convierte la abnegación en una forma de heroísmo. Pero no hay heroísmo en la desigualdad, ni dignidad. Cuando una mujer se queda sin tiempo para sí misma, sin posibilidad de formarse o de disfrutar del ocio, no se trata de una elección libre, sino de un mandato social que la empuja a vivir para los demás. Esa renuncia constante erosiona la autonomía y limita la posibilidad de construir una vida propia.
Desde el feminismo de clase, rechazamos esa trampa. No queremos reconocimiento simbólico, queremos derechos reales. Queremos servicios públicos que garanticen la atención a la infancia, a las personas mayores y dependientes, y condiciones laborales dignas para quienes se dedican profesionalmente al cuidado. Exigimos que el cuidado sea una responsabilidad colectiva y no una carga individual, porque sostener la vida es tarea de toda la sociedad.
Socializar los cuidados no significa dejar de cuidar, sino hacerlo desde la igualdad y la justicia. Significa construir un modelo donde nadie quede relegada a la servidumbre emocional o económica. Donde el tiempo de las mujeres tenga el mismo valor que el de los hombres. Donde cuidar no sea sinónimo de pobreza, de soledad o de renuncia.
Cuidar no puede seguir siendo una condena disfrazada de amor. Queremos una sociedad donde el bienestar no dependa del sacrificio de unas pocas, sino de un compromiso común. Una sociedad que ponga la vida en el centro, no el beneficio. Porque solo cuando cuidar deje de ser una obligación femenina podremos hablar, de verdad, de igualdad y de libertad.

