
Juanlu González (biTs rojuverdes).— Europa no ha robado los activos rusos. No ha podido. Y eso, lejos de ser un fracaso táctico, es la revelación más incómoda de todas: detrás del discurso de la “unidad frente a la agresión”, se esconde una operación de prestidigitación política destinada a ocultar una verdad incómoda: Europa no tiene los recursos para sostener indefinidamente su compromiso con Ucrania sin transferir masivamente el coste a sus propias mayorías sociales.
El mecanismo aprobado en diciembre de 2023 —destinar los intereses generados por los 300 000 millones de dólares en reservas rusas congeladas— fue presentado como un acto de ingenio financiero. En la retórica oficial, se trataba de hacer pagar a Moscú por su propia guerra, sin tocar los presupuestos nacionales. Pero esa narrativa colapsa ante el más mínimo examen técnico: los activos no están en efectivo; están inmovilizados en forma de bonos soberanos, muchos de ellos vinculados a operaciones de recompra (repo) con vencimientos inciertos. Euroclear —la entidad privada belga que los custodia— no dispone de liquidez para liquidarlos sin provocar una perturbación sistémica en los mercados de deuda. Y, lo que es aún más grave, carece de capital suficiente para asumir pérdidas en caso de una quiebra técnica. No es un banco central; es una sociedad anónima con accionistas privados. Y esos accionistas —BNP Paribas, Deutsche Bank, Santander— no están dispuestos a capitalizarla con miles de millones para salvar un gesto político.
Pero el problema no es solo técnico. Es político. Y de clase.
Porque mientras los líderes europeos siguen repitiendo que “Rusia debe pagar”, lo que en realidad están haciendo es postergar el momento de la rendición de cuentas. Saben que los 90 000 millones del llamado “préstamo mutualista” no tienen respaldo real. Saben que, en la práctica, si la guerra no termina con una rendición rusa —y todos los informes militares apuntan a lo contrario—, entonces ese pasivo recaerá sobre los presupuestos nacionales. Y saben también que eso significa una cosa: más austeridad, más recortes, más carga fiscal sobre las clases trabajadoras y medias.
Ya está ocurriendo. En Italia, el gobierno ha congelado las pensiones por debajo de la inflación real mientras firma garantías para créditos a Ucrania. En Francia, los hospitales públicos enfrentan déficits crecientes, y los sindicatos denuncian que cada euro destinado a Kiev es un euro menos para la atención primaria. En España, el Ministerio de Defensa aumenta su partida un 22 %, mientras el de Sanidad se reduce en términos reales. Y esto no es casualidad: es política deliberada. Una política que se viste de grandilocuencia y moral universal —“defender la democracia”—, pero que en su ejecución reproduce, sin disimulo, la lógica más antigua del capitalismo avanzado: socializar los costes, privatizar las ganancias y externalizar los riesgos.
La fuga de capital no es una metáfora. Es una tendencia observable, con datos. Según el Banco de Pagos Internacionales, los flujos netos de capital privado hacia fuera de la eurozona alcanzaron en el cuarto trimestre de 2024 su nivel más alto desde 2008. No son fondos públicos los que se van —esos están atados por mandatos políticos—, sino capital institucional privado: fondos de pensiones noruegos, family offices suizos, gestoras asiáticas. ¿Por qué? No por rentabilidad —los rendimientos de la deuda europea han subido—, sino por riesgo jurídico. Porque si hoy se pueden robar los intereses de Rusia sin sentencia alguna, mañana se puede intervenir en cualquier activo bajo el argumento de “seguridad nacional”, “transición verde” o “justicia social”. Y eso, para el capital, es inaceptable. Por eso exige ahora cláusulas de no confiscación retroactiva en todos los nuevos contratos. Una exigencia que, hace tres años, habría parecido paranoica. Hoy, es estándar.
Y aquí está la paradoja más amarga: el ataque a la seguridad jurídica, presentado como defensa del orden liberal, está acelerando precisamente su colapso. Porque la seguridad jurídica no es un lujo ideológico; es la condición material para que el capital circule con previsibilidad. Una vez que se rompe, no se restaura con discursos. La confianza se reconstruye, si acaso, con décadas de coherencia. Europa ha decidido quemar ese capital de confianza en nombre de una apuesta geopolítica de alto riesgo. Y lo ha hecho sin consultar a quienes pagarán las consecuencias.
La división europea no es un “desacuerdo coyuntural”. Hungría y Eslovaquia no votaron en contra por alineación con Moscú, sino por cálculo doméstico: sus ciudadanos no entienden por qué deben apretarse el cinturón para sostener una operación cuyo éxito militar es prácticamente una entelequia. Polonia apoya retóricamente a Ucrania, pero se niega a asumir garantías crediticias directas —porque sabe que no podrá justificarlas ante una población rural en declive. Los Países Bajos cayeron en una crisis de gobierno cuando se puso sobre la mesa un nuevo paquete de ayudas sin contrapartidas claras. Esto no es debilidad. Es realismo. Y el realismo, en política, siempre termina imponiéndose a la retórica.
Rusia lo sabe. Por eso no ha respondido desaforadamente o con desesperación. Ha respondido con paciencia estratégica. Ha acelerado su desconexión del euro, ha diversificado sus reservas hacia oro y yuanes, ha reforzado sus cadenas de suministro con el Sur Global, y ha esperado —con una frialdad que asusta— a que Occidente se delatara a sí mismo. No pretende ni necesita conquistar Bruselas. Le basta con demostrar, día a día, que el sistema que se presenta como universal no es ni estable, ni justo, ni siquiera coherente.
Rusia va despacio, lo que es motivo de sorna entre la clase política occidental. Pero pocos cuentan toda la verdad: mientras continua la guerra, Moscú produce y acumula muchas más armas de las que necesita y usa en la Operación Militar Especial. Simultáneamente, los arsenales de la OTAN desaparecen bajo el fuego de los drones o los misiles rusos. Y lo que es más importante, las redes comerciales alternativas se consolidan, las alianzas multipolares se tejen y los nuevos gasoductos y oleoductos avanzan hacia el este a buen ritmo.
El mayor robo de la historia no fue el que se intentó cometer contra Moscú. Fue el que se está cometiendo, en silencio, contra las clases populares europeas: el robo de nuestro futuro, en nombre de una guerra que no es la nuestra, financiada con dinero que no existe, para sostener un orden que no nos protege.
Y eso, en términos materialistas, no se llama defensa de la democracia. Se llama reproducción ampliada de la dominación. Se llama traslado de costes de clase. Se llama imperialismo financiero en decadencia.
Mientras los generales planean ofensivas sobre el barro o la nieve en el Donbás, los banqueros rehacen sus carteras en Singapur.
Mientras los ministros firman declaraciones en Bruselas, los trabajadores firman bajas médicas sin estar repuestos en hospitales sobrecargados.
Y mientras el mundo mira hacia Ucrania, el verdadero frente de batalla —el que decidirá el destino de millones— sigue librando su guerra en la sombra: la lucha por quién paga el precio de un orden que no funciona… pero que aún exige lealtades absolutas.

