“Transformar el mundo”, ha dicho Karl Marx. “Cambiar la vida”, ha dicho Arthur Rimbaud. “Para nosotros, estos dos lemas son solo uno. Para nosotros, estas dos opciones constituyen una única y misma solución”. Con esta declaración de principios, el escritor y poeta francés André Breton (1896-1966) publicó en octubre de 1924 el “Manifiesto del Surrealismo”. Hace ahora poco más de 100 años. Un movimiento artístico y literario revolucionario que buscaba “liberar la mente humana de las restricciones de la razón, explorando el mundo de los sueños y el inconsciente”, y que empaparía de manera especial al cine producido en las primeras décadas (años 20 y 30) del pasado siglo XX. Y no sólo al séptimo arte o a las artes en general, sino también a la vanguardia comunista de aquellos años. En el fondo, el movimiento surrealista pretendía aportar a la razón que dominaba la realidad social, política y cultural, el componente de la imaginación y los sueños para enriquecerla. En definitiva, despertar, en un desafío al racionalismo y la lógica tradicional, la imaginación adormecida y el potencial creativo de las masas populares. Y, como apunto, el cine fue uno de los mejores medios para vehicular aquella “realidad absoluta: la surrealidad”, como la llamó Sigmond Freud. Un concepto que asimilado diferentemente por quienes debían transformar el mundo y la vida provocó con el tiempo un irremediable desencuentro.