El papel de la mujer en las revoluciones de Octubre en China y Rusia

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La Revolución China, como verda­dera revolución socialista, entendió que no podía hablarse de emancipa­ción sin liberar a la mitad del cielo: las mujeres obreras, doblemente oprimi­das por la explotación de clase y por el peso milenario del patriarcado feudal.

Uno de los primeros actos del nuevo poder fue la abolición de la prostitución. En 1949, China puso fin a una institución de 2700 años. Las prostitutas con licencia —las «Donce­llas de Niebla y Flor»— fueron reco­nocidas como víctimas de la opresión social. El Estado revolucionario no las castigó; las atendió en instituciones especializadas, donde recibían educa­ción, aprendían oficios y, sobre todo, donde se les permitiera conocer los verdaderos significados de la vida y la diferencia entre la vieja y la nueva sociedad.

Aquella medida simbolizaba más que una reforma moral, era el anun­cio de una revolución en las relacio­nes humanas. En el corazón de esa transformación, el 1 de mayo de 1950, se promulgó la Ley del Matrimonio de la República Popular de China, una de las más avanzadas de su tiempo. La ley abolió el sistema feudal de matri­monio e instauró un nuevo sistema democrático, donde el libre albedrío, la equidad y la monogamia fueron pro­clamados como derechos del pueblo.

Esa ley dictaba libertad para con­traer matrimonio o divorciarse, y esta­blecía una protección especial, donde el esposo no podía pedir el divorcio si su esposa estaba embarazada, aunque la mujer sí conservaba ese derecho. Se exigía la monogamia, se prohibía la bigamia, el concubinato y los matri­monios con menores de edad.

Hombres y mujeres fueron decla­rados iguales ante la ley. Las viudas recuperaron la libertad de volver a casarse, si así lo deseaban, y quedó prohibido el intercambio de esposas por bienes.

Además, se reconoció a las muje­res derechos igualitarios de pose­sión y manejo dentro de la propiedad familiar y se incluyó la posibilidad de adoptar un hijo, un gesto profunda­mente simbólico de igualdad social y afectiva.

La revolución socialista no se limi­tó a promulgar leyes, sino que trans­formó la vida cotidiana. Como escri­bió Claude Broyelle en La mitad del cielo. El movimiento de liberación de las mujeres en la China revoluciona­ria: «En sus albores, la clase obrera oprimida volvió su cólera contra las máquinas; más tarde hizo la Comuna. Entre esas dos etapas hay la misma distancia que la que queda por reco­rrer entre la revuelta contra ‘el macho’ y la liberación de las mujeres».

El pensamiento revolucionario chino comprendió que la emancipa­ción femenina no podía lograrse en el marco del capitalismo, sino sólo desde toma del poder de la clase obrera, la que transforma también la vida priva­da y el trabajo doméstico.

El socialismo —como recorda­ba la propia Broyelle —No consiste en remunerar mejor las tareas fas­tidiosas, o en hacer que las tomen a su cargo solo una parte de los traba­jadores, sino en suprimir el carácter fastidioso y absurdo del trabajo. Y en tanto que en tal o cual rama no se ha podido todavía suprimir totalmente, no se le debe concentrar en las manos de un batallón sino todo lo contra­rio, repartido lo más ampliamente posible, de tal suerte que, asumiendo cada uno una pequeña parte, a nadie esclavice.

La Revolución China entendió que, así como el socialismo colectiviza los medios de producción, debía colec­tivizar también el trabajo doméstico, pues éste es el medio para producir fuerza de trabajo. Por eso, desde los primeros años, se organizaron come­dores populares y guarderías, talleres de mantenimiento de ropa y zapatos, y una red de sanidad descentralizada apoyada por los médicos del pueblo.

Se crearon pequeñas fábricas para elaborar objetos de uso cotidiano y, más tarde, industrias para producir zapatos, muebles, utensilios de coci­na, repuestos e incluso maquinaria agrícola.

La sociedad tomó en sus manos la responsabilidad de cuidar a los ancia­nos, enfermos y niños, socializando lo que antes era una carga individual y femenina. Muchos servicios colec­tivos —peluquería, transporte, pre­paración de alimentos o acceso al cine— se ofrecían de manera gratuita, reduciendo la dependencia económi­ca y afectiva dentro del hogar.

El aborto libre y gratuito, con dere­cho a 15 días de reposo remunerado, fue otro paso decisivo en el reconoci­miento del cuerpo y la autonomía de las mujeres trabajadoras.

La desaparición progresiva del trabajo doméstico femenino derivó principalmente de su socialización y mecanización, no de una simple redistribución entre esposos, aunque esta siguiera siendo necesaria. Fue la sociedad entera —no la familia— la que asumió el peso de las tareas que reproducen la vida.

En esa experiencia, la Revolución China señaló el rumbo: la emancipa­ción de la mujer no puede realizarse sin el socialismo, y el socialismo no puede avanzar sin la participación activa y consciente de las mujeres. La revolución social no se detiene en la fábrica ni en el campo; avanza tam­bién en la cocina, en la guardería, en el derecho al placer, a la educación y al trabajo digno.

Setenta y seis años después de aquel 1 de octubre de 1949, la histo­ria sigue iluminando el camino. Las conquistas de las mujeres chinas bajo el socialismo muestran que no hay verdadera liberación sin destruir las raíces materiales de la opresión y la explotación, sin colectivizar la vida y sin levantar las banderas rojas de la clase obrera, que son la misma ban­dera de todas las mujeres explotadas y oprimidas.

Gloria eterna a la Revolución China.

Rusia

En 1920, la camarada Inessa Armand escribió una frase que toda­vía vibra con fuerza en el pulso de la historia:

«Con la Revolución de Octubre, tras el paso del poder a manos de los Sóviets, la liberación completa de las obreras mediante la supresión de las viejas formas de la familia y la econo­mía doméstica, no solo se ha vuelto posible, sino que es una de las condi­ciones necesarias de la instauración del socialismo».

No era una proclama abstracta. Era la constatación viva de un cam­bio real, nacido de la Revolución de Octubre de 1917, cuando por segun­da vez en la historia la clase obrera tomó el poder y lo puso en manos de los Sóviets —los consejos de trabaja­dores, campesinos y soldados—. En ese acto, no solo se abrió una nueva era para los explotados, sino también para las explotadas, las mujeres que por siglos habían sido relegadas a la repugnante esclavitud doméstica.

Antes de 1917, las mujeres rusas estaban sometidas a las mismas cade­nas que oprimían a millones en todo el mundo: sin derechos políticos, sin acceso pleno a la educación, sin independencia económica, confina­das al hogar como si la maternidad y el silencio fueran su destino natural. Pero la Revolución de Octubre des­moronó esas estructuras.

Desde su puesto como Comisaria del Pueblo para la Asistencia Públi­ca, la camarada Alexandra Kollontai (1872–1952) llevó adelante una de las transformaciones sociales más pro­fundas de la historia moderna. Bajo su impulso, las mujeres conquistaron:

Creación de jardines de infancia y comedores colectivos, liberando a las mujeres del trabajo doméstico

para que pudieran participar ple­namente en la vida social y política.

2. Reducción de la jornada laboral para madres lactantes a 4 días por semana, con pausas reglamentadas para amamantar.

3. Derecho a percibir salario incluso cuando ayudaban a otras mujeres en el parto o en tareas colectivas.

4. El derecho al divorcio, liberando las vidas y los cuerpos de millones de mujeres de matrimonios forza­dos o violentos.

5. Acceso a la educación universal y gratuita, abriendo las puertas del saber a quienes habían sido excluidas.

6. Salario igual al de los hombres, estableciendo por segunda vez la igualdad económica como princi­pio (La Unión de Mujeres para la Defensa de París, ya le había exigi­do lo mismo durante la Comuna de París, primer gobierno obrero del mundo).

7. 16 semanas de permiso de materni­dad con pleno salario.

8. Derecho al aborto libre y gratuito, sin criminalización ni estigma.

9. El derecho al voto y a ser candidatas.

Estos avances, inéditos incluso un siglo después en muchas naciones, no surgieron de peticiones aisladas ni de una lucha puramente de género: nacieron de la revolución socialista, del poder conquistado por las masas trabajadoras organizadas.

Nombres como Nadezhda Krúpskaya (1869–1939), pedagoga bolchevique, o Konkórdia Samóilova (1876–1921), fundadora del Pravda en 1912 y miembro del consejo edi­torial de Rabotnitsa en 1914, fueron parte de esa generación que entendió que la emancipación de la mujer solo podía realizarse junto con la emanci­pación del trabajo.

Las mujeres revolucionarias no fueron figuras secundarias ni símbo­los decorativos, sino que asumieron cargos políticos, organizaron sindi­catos, editaron periódicos, impulsa­ron leyes y estuvieron en las fábricas, en los Soviets y en las calles. Rosa Luxemburgo (1871–1919) y Clara Zet­kin (1857–1933), desde Alemania, compartieron esa convicción pro­funda de que la causa de la mujer no puede separarse de la causa del socialismo.

La Revolución de Octubre demos­tró que la verdadera libertad feme­nina no podía lograrse solo a través de reformas legales o luchas simbóli­cas. Kollontai lo explicó con claridad mientras existiera la propiedad pri­vada y la división de clases, la mujer seguiría atada a las mismas cadenas invisibles de la dependencia econó­mica y la doble explotación.

Hoy, más de un siglo después, cuando el feminismo burgués apa­renta dar una lucha radical, pero se postra domesticado por las institu­ciones estatales del sistema que dice combatir, la lección de 1917 resuena con fuerza renovada, la emancipa­ción real de las mujeres se conquista con la destrucción total de las con­diciones sociales que garantizan su doble explotación.

La Revolución de Octubre sigue recordándonos que la liberación de la mujer solo puede sostenerse sobre los cimientos de una sociedad sin explotadores ni explotados.

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