

Julio Martínez Molina (Granma).— Además de agente de transformación, el séptimo arte es, esencialmente, un espejo de la sociedad, el cual archiva para su presente, como también para la posteridad, los modos de vida, expresiones culturales, circunstancias económicas, valores, miedos, odios o querencias de esos pobladores de diversos entornos sociales históricos, que define y estudia a través de sus personajes.
Y esto funciona así lo mismo en el corto de 1896 Salida de la fábrica de Lumiére (primera obra de la historia del cine proyectada comercialmente para un público, la cual solo en 60 segundos permite un acercamiento a la sociedad francesa del momento), que en Europa’51, filme estrenado en 1952 por Roberto Rossellini que el rumano Radu Jude de algún modo reverencia en Kontinental’25.
A diferencia de la Ingrid Bergman de la cinta de Rossellini, aquí la protagonista no pierde a su hijo, pero a ambas las emparenta la necesidad de interceder en su radio de acción social, en tanto actor que siente determinada constricción ante un orden de cosas.
En el caso de la película rumana –exhibida en el Panorama Contemporáneo Internacional–, su personaje central pasa un tercio de metraje condoliéndose o culpándose de la suerte de un mendigo que se suicida al notificársele el acto de desalojo por ella presidido.
Desde el mismo comienzo de Kontinental’25, ese cáustico, sagaz y agudísimo cineasta que es Radu Jude (No esperes demasiado del fin del mundo) muestra las señaladas diferencias clasistas y de distribución de la riqueza evidentes en el tejido social de la Rumania capitalista, de las cuales el indigente representa un ejemplo, y además una muestra de cómo la agresiva política inmobiliaria en curso allí solo es pensada en función de los adinerados.
El pobre hombre se escondía en el sótano de un edificio de apartamentos adquirido por una empresa alemana, para construir el hotel de lujo Kontinental’25. Tenía escrita su sentencia en la frente.
Jude escruta a la nación no solo a través de esa imagen reposada sobre las viviendas, frías calles, el opresivo frenesí constructivo de un redituable negocio, o el ridículo parque temático jurásico frecuentado por el vagabundo y también visitado por la funcionaria (el sitio resume la influencia cultural estadounidense allí), sino fundamentalmente a través del diálogo de ella con tres personajes.
Dicho ping pong dialogístico, a veces escorado del lado de dicha mujer, permite un acercamiento a los males morales de la nación en el nuevo siglo: mediocridad ética, falta de certezas, relativismo moral, nacionalismo y desprecio hacia otros pueblos, entre otros.
Las censuras expuestas aquí a la Hungría de Viktor Orbán son peccata minuta, si se comparan con la rusofobia social o el odio cerval al comunismo –condicionados por el discurso oficial de la dirigencia europea en su conjunto y la rumana muy en particular– impregnados a parlamentos o secuencias tan claras en su tesis, pero a la vez tan polisémicas, como la del minuto 63, en el Monumento a la Resistencia Anticomunista de la ciudad de Cluj.
Sin editorializar, en su comedia negra política, Jude nos dibuja a un país sin sosiego ni reposo mental, cuyos políticos siguen apostando por las casi siempre para ellos rentables cartas del miedo, el racismo y la exacerbación de rencillas externas y también étnicas.
Si duro es el diagrama de Kontinental’25, angustioso resulta el de Homebound –programada en el mismo segmento del 46 Festival–, cinta india de 2025, escrita/dirigida por Neeraj Ghaywan, a partir del artículo del The New York Times «Una amistad, una pandemia y una muerte junto a la carretera», de Basharat Peer.
Con desbalances, algo melifluo y sobreexplicado, no por ello deja de ser este filme un doloroso examen de las desigualdades y divisiones sociales, el sistema de castas, los prejuicios de clase y las expectativas incumplidas en el país más poblado del universo.





