El inconsciente colectivo suele dictarnos normas automáticas que pasan desapercibidas en el trasiego vital cotidiano. Lo puro, comestible o aceptable moralmente se contrapone, según algunos estudios antropológicos, a lo sucio, inacabado o fuera de lugar.
Sucede así desde tiempos inmemoriales. La imagen del mundo rico recibiendo o atendiendo a los inmigrantes y refugiados es reveladora de lo que decimos: antes de tocarlos o entrar en contacto directo con ellos es necesario ponerse unos guantes de látex para prevenir contaminaciones peligrosas para la integridad corporal y mental de nuestro ético humanitarismo.
Un hecho tan nimio va más allá de una cautela sanitaria responsable, convirtiéndose en una metáfora de la segregación social, política e ideológica efectiva en nuestras sociedades capitalistas.
Lo extranjero sigue teniendo sólidas connotaciones negativas que operan como prejuicios invisibles en nuestras conductas diarias. Todo lo que está en transición hacia un ser ideal o desde un ideal en caída libre y en el extrarradio de lo políticamente correcto cabe dentro de esta categoría amplia de barbarie ideológica: los refugiados e inmigrantes, pero igualmente los pobres o marginados, los rebeldes y los críticos con el orden establecido.
Todos los citados muestran taras o ambigüedades de ente en proceso de degradación o formación; personas insatisfechas, no personas de imposible asimilación a la mayoría silenciosa y pasiva. Ese es su campo semántico de actuación, su nicho ideológico carcelario, las áreas irracionales de la realidad donde germinan los mitos y los tabús sociales más presentes en el discurso o narración hegemónicos.
La impureza reside en la singularidad de alguien que se resiste a ser lo que debe ser o es víctima colateral de los conflictos emanados de las contradicciones capitalistas. En cualquier caso, un algo distinto y fuera de contexto.
La gestión de esa impureza excluyente se hace desde la ambigüedad calculada del discurso dominante, justificando la dicotomía limpio/sucio con narraciones de la realidad ambivalentes: hay que ayudar a las víctimas a la vez que hemos de tener cuidado con su contacto, nunca se sabe de qué pueden ser portadores en su diferencia cualitativa.
Ese relato político hunde sus raíces en la clásica división de derecha e izquierda. La derecha representa lo tradicional, lo que siempre ha sido así, los valores de consenso tácito o consuetudinario, lo puro y acabado, mientras que la izquierda es, por definición, lo que está por venir, el cambio, la transformación, la utopía más o menos revolucionaria, la lucha de contrarios y el horizonte a medio plazo, la incertidumbre del vacío existencial.
La izquierda, por tanto, nunca es como tal, siempre se encuentra en transición. La derecha, casi huelga señalarlo, es la guarida del presente, una imagen fija y parada de la realidad, es lo que es, una tautología con sentido propio y significados concretos, procesos o ciclos ligados a la repetición constante de actividades humanas naturalizadas ideológicamente: trabajar, reproducirse, esperar la llegada de la muerte.
El barro de la incertidumbre, del movimiento permanente y de la acción experimental forma la múltiple esencia constitutiva de las gentes situadas a la izquierda, una argamasa sucia y de perfiles poco definidos. A su derecha, la resistencia numantina del calor doméstico de los significados fuertes que dan cohesión a las multitudes: la familia, el barrio como símbolo de la aldea primigenia, la letanía de sucesos o acontecimientos previsibles que otorgan seguridad idílica a sus benefactores y, por ende, la unión contra lo extranjero e impuro.
El problema crucial de la izquierda transformadora estriba en que sus programas están carentes de significado porque detrás no hay un sujeto político cohesionado y consciente que dé sentido intencional a sus propuestas. Dicho de otra manera, sus significantes, por ejemplo socialismo o comunismo, igualdad, solidaridad o justicia están exentos de significados claros y precisos. Suenan bien, pero en su nombre, según el relato interesado de las elites, se provocan guerras, se atizan conflictos sociales y se desestabiliza el orden puro y tradicional de nuestras sociedades de la presunta opulencia.
Detrás de las derechas hay intenciones de sujetos reconocibles: yo, lo autóctono, nosotros, los designios inescrutable de dios en último extremo. El bien moral supremo reside en la asunción inamovible de statu quo y en la supervaloración nacionalista de la historia común y el propio esfuerzo individual. Todo tiene sentido y una finalidad concreta porque hay sujetos que así lo quieren. Cierto es que este ambiente colectivo no es más que una falsa conciencia de la compleja realidad, pero muy efectiva ideológica y políticamente.
La pureza es sinónimo de estabilidad. La inquietud de la izquierda que se rebela contra la injusticia es vista e interpretada a menudo con recelos y reticencias más que manifiestos. Lo nuevo o por nacer es una incógnita terrible que causa miedo escénico, emociones paradójicas.
Existen muchos guantes de látex para manipular los miedos colectivos y personales. Sin embargo, casi todos participan de una metáfora universal contra lo desconocido e impuro, lo que todavía no es en nuestras conciencias unilaterales y autorreferentes.
El día que recibamos sin guantes a los otros, ese día algo grande habrá sucedido en el inconsciente colectivo. Es día luminoso habrá ganado la izquierda, la rebeldía, la razón consciente. Entonces, los intocables no serán más que un vestigio histórico en la memoria de todos, un mito sin capacidad de influencia en el terreno social.