La insoportable banalidad del mal

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Estamos ante una certeza de terribles consecuencias: el criminal no nace, se hace por factores muy diversos. El oficinista que cumple en silencio sus cometidos profesionales o la maestra vocacional entregada a su quehacer cotidiano pueden ser gestores por activa o por pasiva de actos nefandos de lesa humanidad.

Sí, el mal está en todas partes. En Tordesillas durante el Toro de la Vega y en España entera, salvo excepciones muy localizadas, en las corridas de toros, los encierros y otras manifestaciones culturales que ponen a los cornúpetas en el centro de las festividades tradicionales.

Hacer sangre, matar con alevosía, disfrutar con ello. La tradición es un arma de doble filo que sirve, casi siempre, al poder establecido. La razón quiebra cuando tocamos la fibra emocional de un nosotros enraizado profundamente en las costumbres seculares.

No hay argumento ponderado que pueda con la fuerza irresistible de las tradiciones populares. En ellas, por inversión de roles sociales, el pueblo grita, el pueblo mata, el pueblo se divierte, el pueblo es un yo colectivo dueño de su destino, el pueblo es protagonista de un evento con resonancias sociales: lo que dura el dar muerte al Toro de la Vega o el tiempo de una corrida de toros o de un partido de fútbol cualquiera.

Mientras la multitud grita desaforada o se da al sadismo del sacrificio taurino, los problemas, la realidad en suma, se disuelven como un azucarillo en una mar inmensa. El poder ama las tradiciones ancestrales porque así dirige las emociones y sus energías vitales hacia un vertedero metafórico donde se trasforman a conveniencia en sumisión y capacidad nula de rebeldía social y política.

Son tan suyas las tradiciones que el pueblo muerde si alguien osa quitarles ese chute de falsa conciencia que tanto bien hace a sus maltrechas y vacías existencias. Nadie se atreve a terminar de una vez por todas con tanto arte de pacotilla, cultura de baja estofa y tradición de corte cavernario y casposo.

Todo reside en las expectativas de voto. Y las tradiciones, bien administradas, son una cosecha inestimable de sufragios cautivos de la irracionalidad absoluta. La hipocresía de PP y PSOE se nutre de la misma cantera: la tradición asumida sin aristas como manifestación genuina del pueblo llano. Y al pueblo, por supuesto, hay que regalarle lo quiere. El círculo vicioso es diabólico. Y de una banalidad tan insufrible como el mal ético o moral. Populismo barato.

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