Cuatro millones de residentes en España se sienten solos, aunque únicamente 300.000 se encuentran realmente aislados del mundo que los rodea. Son las conclusiones de un estudio realizado por ASEP, Análisis Sociológicos, Económicos y Políticos.
La mitad de la población española dice haberse carcomido por la soledad alguna vez en el último año, siendo las mujeres solteras y desempleadas los objetivos favoritos de la señora soledad. Soledad, nunca mejor reflejado, es nombre de mujer.
Una de cada tres personas en estado de soledad no hace nada para combatir la misma. Por el contrario, de los cuatro millones de solitarios empedernidos casi el 75 por ciento intenta burlarla o esquivarla a través de la televisión, la radio, la lectura o visitando páginas de internet.
Más de un 40 por ciento usa el teléfono, los mensajes de texto o el correo electrónico como vías de escape para huir de ella y otro tanto sale a la calle a airearse y dar una vuelta. Casi dos de cada diez practican deporte o van de compras para mitigar los síntomas más apremiantes de la soledad.
Hasta aquí la gélida prosa estadística. La sociedades que habitamos están plagadas de soledades en compañía, tal vez fruto de un individualismo feroz y de una competencia al límite de lo imposible por alcanzar el éxito a cualquier precio y en cualquier esfera de la vida, profesional o privada. Además, la soledad suele ir de la mano de la melancolía, la tristeza, las neurosis y la depresión. La soledad, valga la paradoja, nunca viaja sola.
¿Poesía, estética, pose, fantasía?
El prestigio estético de la soledad es indudable. Escritores y artistas en general han hablado de ella con frenesí, como una musa, que a pesar del presunto dolor que causa, resulta una compañía sin parangón posible. Junto a la muerte, el amor y la libertad debe ser el concepto más utilizado y querido en la poesía. Con el aliento de la soledad, las metáforas se desbordan. Iniciemos ahora una caminata breve por los vericuetos de la soledad lírica en boca de conocidos autores escogidos a vuelapluma.
Para Rosalía de Castro la soledad tiene valores ambiguos, casi contradictorios, “un manso río, una vereda estrecha”. Soledad pues que trae calma pero achica los espacios vitales, asemejándose a algo que fluye y puede ahogar al mismo tiempo.
Mario Benedetti se desata en versos de hondura negra: “desierto sin oasis, nave desarbolada, tristeza que gotea”. Parece un destino, una imagen en movimiento circular, una especie de muro inasequible que supura flechas que se clavan en la persona en soledad.
Hermann Hesse se toma tiempo y reflexiona con el escalpelo de la precisión existencial. “Vida y soledad se confunden”, sentencia el escritor alemán. Esto es, son cosas diferentes pero es muy difícil saber los límites de cada una. Hesse huye de definiciones rotundas, abogando por analogías que solo en apariencia arrojan luz sobre el misterio de la soledad. Si soledad se solapa con vida, ¿qué es la vida entonces? Terrible pregunta sin respuesta convincente. En todos arraiga la soledad como un enigma inefable.
El desasosiego singular e intransferible de Fernando Pessoa incide en lo antedicho. La soledad no es más, ni menos, que “un sonido abstracto, insondable”. Nada por aquí, nada por allá, como la música, un significante sin significado. La soledad, pues, no alberga sentido alguno: es lo que es, una tautología que se siente, un siendo que fluye, viene y se va, una sustancia sin accidente. Las dudas sobre la soledad aumentan exponencialmente. Estamos a bordo de la incertidumbre absoluta.
Charles Baudelaire se rinde ante la soledad y no intenta explicarse qué es. Su sensualidad exquisita le transporta a una loa sin retorno: “a la muy bella, a la muy buena, a la amadísima” exclama fuera de sí y con furia arrebatada. Su cópula con la soledad es un canto irracional, una emoción que traspasa todo su ser hasta convertirse en la propia piel del encendido poeta francés.
El dramaturgo del Siglo de Oro Lope de Vega, que ya se atrevió en ofrecer una definición del amor, trata la soledad como un fenómeno psicológico que puede atraparse por las consecuencias o heridas que dibuja en el portador de ese mal oscuro, o bien según algunos poetas, tan intangible y evasivo a simple vista. Soledad es “creer sospechas y negar verdades”. La soledad modifica, en palabras de Lope, la percepción racional del individuo que la soporta. Un anticipo, quizá, de la psicoterapia freudiana.
Ahora abrazamos a Luis Cernuda. Para él soledad es “transparente pasión, mi soledad de siempre”, o sea una desenfreno prístino y diáfano, una ventana por donde saborear a placer la vida, una vieja amistad que va y viene y en todo momento es bien recibida. Soledad positiva, fuego interior, especie que aviva las ganas de comerse el mundo.
Juan Ramón Jiménez se pone levemente serio y matemático. La soledad es una suma cero ideal. Apostilla el autor de Platero y yo, que “en la soledad no se encuentra más que lo que la soledad se lleva”. Da la sensación de ser una fórmula magistral críptica, hermosa y sencilla a la vez sobre un problema de gran enjundia. El Nobel onubense nos oculta lo esencial, ¿qué vuela con la soledad desde nuestros adentros?
También da que pensar aunque nos deje en la supina ignorancia Rainer María Rilke: “ama tu soledad y soporta el sufrimiento que te cause”. No hay que escaparse de la soledad, hay que quererla incondicionalmente, hay que dejarse hacer por ella con resignación y emoción total. El sentido de Rilke resulta religioso en extremo. Se alcanza el bien por el sufrir callado. Mas parece soledad solo accesible a iluminados o místicos o ascetas; soledad de otro mundo, aunque si reflexionamos con cierto detenimiento es soledad muy similar a la del tiempo actual, con una diferencia cualitativa: la de Rilke es soledad aceptada voluntariamente, la nuestra viene impuesta por el exigente y egoísta modo de vida en que nos hallamos inmersos como una cárcel de máxima seguridad rodeada de deseos y guiños hacia el placer inmediato. Amar sin condiciones ni preguntas, victoria y derrota son palabras intercambiables. Rilke en estado puro.
Séneca y su ironía suprema es la siguiente parada. “No hay soledad en que alguno no viva por pasatiempo”. ¿Curiosidad, aventura, prestigio, estética superficial, pose? Séneca sugiere que la soledad bien podría ser una escapada turística, como aquellos que practican especialidades deportivas de riesgo por el mero hecho de soltar adrenalina a mansalva. Merece la pena la incursión en Séneca para ponderar y discriminar la soledad bastarda de la verdadera. Al menos, la duda razonable nos permitirá separar el grano de la paja. Que también en cuestión de soledades no todo producto que se vende tiene marca reconocida.
Después del humor, otra opinión de esas que nos dejan atónitos y boquiabiertos. De Jorge Guillén: “la soledad no es tan triste: ser es también no haber sido”. Filosófica sentencia que puede traducirse libremente en que somos lo que somos y lo que no somos, esto es, deseos no cumplidos, frustraciones, sueños irrealizables, ensoñaciones en vigilia… Guilén baja de su pedestal áureo a la soledad, la hace humana, demasiado humana tal vez, formando parte de la cotidianeidad absoluta. Un paso que no merece tanta literatura excelsa y aguerrida. Vista así, la soledad se queda desnuda, huérfana de adjetivos grandilocuentes. Es… un utensilio más de la cocina existencial de cada persona.
Vicente Aleixandre es más analítico y sociológico. La soledad puede no ser o ser un efecto que abortadas las causas que lo originan sería humo, un recuerdo de tiempos peores. Así asegura que “la soledad destella en el mundo sin amor”. En un mundo en armonía, perfecto, redondo, con amor la soledad no alcanzaría ni el escalón de la nada. La soledad no sería más que potencia sin posibilidad de ser jamás. Suena a idealismo. Sin embargo, tal vez ponga el dedo en la llaga de las sociedades consumistas contemporáneas. Donde él pone amor, sustituyámoslo por empatía social, justicia, igualdad o solidaridad, ¿se entiende mejor de esta manera?
Y terminamos este repaso somero por la soledad poética con la original voz de Emily Dickinson: “podría estar más sola sin mi soledad”, una sutileza y requiebro semántico que otorga el rol de sujeto con personalidad propia a la escurridiza soledad. ¡Una soledad más allá de la soledad! ¿Soy yo el alter ego de mi soledad? ¿Quién lleva la voz cantante? ¿Quién posee a quién? ¿Qué es esa tercera soledad que no es soledad ni tiene nombre?
Entre tanto interrogante sin respuesta cierta surge la figura romántica por excelencia de Gustavo Adolfo Bécquer. Parafraseando sus famosos versos, diríamos: ¿Qué es soledad? ¿Y tú me lo preguntas? Soledad… eres tú. Yo soy mi misma soledad. No hay soledad sino soledades: cuatro millones en España.