Volver implica la memoria. En tres sentidos: para recordar, para saber lo que somos y para tomar impulso.
Vivir en la esperanza de mañana o en la ignorancia vaporosa del ahora mismo o en la ilusión del deseo permanente son formas de huir de la realidad que nos concierne.
El futuro no existe; solo lo vivido construye la sustancia o humus del presente, de lo que estamos siendo. Por ello, siempre intentamos recurrir al calor de la memoria, con el fin de situarnos en el espacio y el tiempo tanto individual como colectivo.
Sin pasado que rememora seríamos mera supervivencia, pura animalidad biológica, una suerte de viaje casi irracional entre lo innato y la intuición.
Vivir es esencialmente recordar, tomar conciencia de que estamos siendo en movimiento ininterrumpido porque hemos sido antes, hace un momento o un suspiro, dos meses o treinta años atrás. Vivimos porque realizamos y tenemos historia.
Escuchar nuestra conciencia no es más que hablar con los ecos o improntas de lo que hemos venido siendo. Cuando somos plenamente conscientes de la memoria propia, en ese instante comienza la vida autónoma, independiente y racional, biografía que alberga relatos contradictorios para así reconocernos como seres con total singularidad y suficiencia mental y física.
Hoy, volver es un imposible porque se ha roto u obstruido el nexo que une la memoria a la realidad vital. A la memoria llegan ahora señales y signos dispares que rellenan su espacio con experiencias falsas o ajenas que no conforman una verdadera historia de lo que somos.
La memoria, que es la despensa de la razón vital, del sujeto que sabe de sí mismo, se ha convertido en un instrumento de alienación esencial en nuestras sociedades actuales del espectáculo posmoderno, incesante cambio de decorado donde resulta muy difícil relacionarse auténticamente con el otro.
Habitamos un campo minado de incertidumbres y zozobras, territorio viscoso de itinerarios que se cruzan entre sí pero no advirtiendo sus recíprocas presencias, con gestos automáticos y socialmente improductivos. Lo importante es participar de ese trasiego aunque no nos aporte nada relevante en nuestras relaciones personales, mundanas y políticas.
El alimento de la memoria, en el siglo XXI, se ha reducido a la asunción de experiencias inconexas, una suma heterogénea de vivencias individuales que no pueden cristalizar en devenir histórico. Esa experiencia de segundo orden se refiere a técnicas aprendidas por imitación, hábitos de consumo, costumbres inveteradas e ideología invisible que se cuela de rondón sin previa digestión de sus causas o motivos.
La memoria histórica es otra cosa: una verdad serena siempre en discusión y enfrentada a la realidad que nos dice qué somos de un modo coherente y participativo. Ahora estamos anclados en un campo donde la memoria está ausente: nos somos nadie, nada somos, lo más objetos multiusos sin historia ni pasado. El sujeto, por tanto, ha pasado a mejor vida. Recibimos la realidad tal cual sin capacidad crítica para transformarla y darle un sentido humano comunitario e individual.
Esa ruptura de la que antes hablábamos está inscrita en la misma teoría de la evolución. Aunque el proceso pueda tener mucho de aleatorio, cada paso se asentaba en la memoria. Desde ella, aun con errores y aciertos de adaptación no previstos, nos encaramamos a un lugar que convinimos en llamar cultura. Conseguimos tener conciencia de nosotros mismos de una manera integral, reconociéndonos en el espejo de la historia como seres humanos enraizados con el ambiente social y la propia naturaleza diversa e interconectada.
La sacrosanta libertad y la mítica igualdad que hoy se preconiza a mansalva ya no es una meta a conquistar. La legalidad vigente se ha encargado de ofrecernos una doctrina inscrita en las normas que nos permite asumir lo ideal como realización acabada de las nobles aspiraciones antiguas. Esa cima legitimada por el relato oficial en el subconsciente colectivo nos asegura que ya no existe la historia: todo es cultura redonda, paraíso presente y definitivo.
Para asumir estas tesis finalistas ha sido necesario despojarnos de lo idiosincráticamente humano: el trabajo, labor que añadía valor a la vida social y personal, haciéndonos de forma dialéctica con el producto de nuestras manos y nuestras mentes. El mundo actual no trabaja, solo consume mercancías, ingenios y obras que parecen salir de la nada absoluta, esto es, que no son el resultado de la inteligencia y la creatividad de la Humanidad en su conjunto.
Estas réplicas sin autor conocido dejan un hueco mayúsculo en la memoria, a la que se ha inundado de conceptos explicativos parciales como ciudadano, consumidor y ente libérrimo e invulnerable. Las tres categorías se han convertido en monstruos que dictan lo que somos aunque no seamos ni por asomo responsables de su nacimiento y proyección ideológica en el universo único de la globalización económica.
La historia humana ha costado inmenso trabajo llevarla a cabo, mientras que la situación actual sobrevenida parece fruto de la espontaneidad y de fuerzas inescrutables. El ser humano ha segregado su historia en factores que no se escuchan unos a otros. Todo parece igual a sí mismo y de idéntica importancia.
El sujeto-objeto resultante de esta desagregación del pasado en multitud de relatos y experiencias aisladas es el desierto actual de saber lo que somos: trabajadores o capitalistas, sometidos a la realidad o progenitores de la ideología dominante.
Esa igualdad ficticia provoca una libertad fuera de la historia, camuflando en la persona deseante su verdadera conciencia de sí, a la vez que tapona el diálogo con sus semejantes y las contradicciones de clase que siguen perpetuando el sistema capital-trabajo en el que nos hallamos inmersos.
Olvidarse de la memoria y mirar el futuro con frenesí es ponerse en el extrarradio de la realidad. Allí nos quiere el sistema: fuera de toda duda razonable, en las afueras del interés colectivo, fuera de sí mismo, en las antípodas del pensamiento crítico, transformándonos en títeres de un no-lugar que avanza sin destino conocido.
Este modelo de vida social precisa de un vaciamiento constante de la memoria. El futuro permanente que nos venden por doquier es un espacio amorfo donde nadie sabe lo que es, solo desea ser, ser sin sustancia, existencia condenada a elegir entre emociones que jamás podrán cristalizar en memoria colectiva consciente.
En definitiva, nada somos porque nos falta la memoria para dar fe de dónde venimos. Sin denominación de origen no hay trayectoria posible: todo es un caos ingobernable, una sucesión de explosiones súbitas sin causas ni sentido histórico alguno.
No se trata, por supuesto, de volver a los sucedáneos nacionalistas, ni a las esencias étnicas, ni a los credos religiosos. Todo ello forma parte de la reacción de control contra la memoria histórica.
Lo que aquí se plantea como tarea urgente es redefinir la memoria como un territorio o espacio hecho de trabajo colectivo consciente y no de sensaciones pasajeras individuales, de voluntad política de poder por encima del voluntarismo estético, moral o ético de querer.
Recuperar la memoria sin prejuicios ni dogmas debería ser el impulso real de una izquierda transformadora. En ausencia de una memoria desmitificada, el sujeto-masa continuará rehén de las garras de la derecha, al albur del acontecimiento puntual y la coyuntura y de los vaivenes de los mercados, mirándose el ombligo en un ejercicio narcisista estéril de llegar a ser en medio de un futuro permanente de bucles existenciales o círculos viciosos absurdos: llegar a ser para llegar a ser hasta el infinito.
Volver: empresa ciertamente de gigantes y héroes anónimos. Eso sí, solos dentro de la mismisidad, será imposible alcanzar el puerto de una memoria plagada ahora de mercancías banales y fetiches ideológicos de quita y pon.