En una reciente visita al cementerio de Santa Ifigenia, en Santiago de Cuba, me detuve varios segundos –tal si fueran horas– frente a aquella piedra-símbolo, encargada de proteger en su corazón, las cenizas o más bien la esencia de Fidel Castro, el Comandante en Jefe de todos los cubanos…
Elson Concepción Pérez
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En una reciente visita al cementerio de Santa Ifigenia, en Santiago de Cuba, me detuve varios segundos –tal si fueran horas– frente a aquella piedra-símbolo, encargada de proteger en su corazón, las cenizas o más bien la esencia de Fidel Castro, el Comandante en Jefe de todos los cubanos.
Unos meses antes, en Birán, su tierra natal, junto a un grupo de estudiantes de periodismo, pude traer a la memoria esos años de infancia en aquel lindo paraje que trascendieron las tierras orientales para, ya joven, desde las aulas de la Escuela de Derecho en la Universidad de La Habana, aglutinar a quienes lo acompañaron en su andar de revolucionario capaz de concebir, llevar adelante y hacer triunfar la Revolución en la Patria, por más de un siglo mancillada por tiranos internos e imperios externos.
Ahora, cuando el 13 de agosto cumple 91 años de vida, vienen a mi mente recuerdos anteriores a estas dos visitas llenas de simbología. Nunca había podido ni querido imaginar que un hombre tan grande y tan necesario pudiera dejar de acompañarnos físicamente. Y es que uno se aferra a no creer que la vida es solo un espacio de tiempo, que comienza y acaba y lo que queda es lo que cada ser humano pudo sembrar en su tránsito por ella.
Fidel sembró mucho. Valor, ejemplo, honestidad, transparencia, firmeza. Y sobre todo, creyó en los seres humanos y dedicó su vida a luchar por un mundo mejor, equitativo y solidario.
Por razones de trabajo como periodista, pude reportar encuentros suyos con macheteros millonarios.
El paso del ciclón Flora por las bajas tierras entre Bayamo, Holguín y Las Tunas, había provocado muchas personas muertas y arrasado con viviendas, escuelas, poblados.
Unos años más tarde fui testigo de alguna de sus frecuentes visitas a esa región oriental en la que se levantó el mayor plan hidráulico de la Isla, con presas y canales, de manera que el necesario líquido pudiera ser represado y luego llevado a los campos agrícolas, a los bateyes de centrales azucareros y granjas, sin que se corriera el peligro de que las grandes avalanchas de agua volvieran, como en el Flora, a acabar con la vida de muchas personas.
Recuerdo a Fidel en una tarde habanera cuando se presentó en una de las nuevas escuelas construidas en la entonces provincia La Habana y allí, junto a alumnos y profesores, intercambió sobre los uniformes escolares, el largo en el caso de las sayas de las niñas y otros detalles. Él lo indagaba todo pero fue el criterio colectivo el que primó para decidir el diseño del uniforme.
Su sonrisa pícara cuando aquellos muchachos hacían alguna observación a los atuendos escolares que portarían, lo mostraba feliz y a la vez cómplice de aquella tierna imaginación de los niños cuando ajustaban sus blusas o camisas, o estiraban la saya o el pantalón para llegar al largo correcto.
A Fidel lo recordamos todos en sus múltiples visitas al Contingente Blas Roca, donde chequeaba personalmente los avances de las obras viales y otras encomendadas por él a aquella fuerza constructora de vanguardia.
Lo imagino ahora, desde el interior de la roca que lo protege, observar todos los sitios de Cuba, los municipios más intrincados, el llano y las montañas, las ciudades y los barrios, que tantas veces visitó para tomar con sus propias manos el pulso de las construcciones de los consultorios del médico y la enfermera de la familia, los policlínicos, los hospitales, los centros científicos, embrión de los grandes laboratorios de investigación y producción de medicamentos únicos salvadores de vida o que contribuyen a la calidad de la misma.
El Fidel de Cuba inauguró escuelas, tecnológicos, universidades, escuela de cine y otras tantas. Y no solo pensó en los jóvenes cubanos que se formarían en ellas, sino en ese extraordinario proyecto llamado solidaridad, que permitió que decenas de miles de jóvenes de todo el planeta, de las capas más pobres de la sociedad, vinieran a Cuba y se formaran aquí como médicos, profesores, técnicos, ingenieros y en otras disciplinas.
También concibió enviar profesores y especialistas cubanos, principalmente en las ramas de la salud y la educación, a los más apartados parajes de la geografía africana o latinoamericana y allí salvar vidas y curar enfermedades o enseñar a leer y escribir con el novedoso método Yo si puedo, del que emergieron de la oscuridad del analfabetismo y les llegó la luz de la enseñanza.
Algo tan extraordinario como la Operación Milagro, ideada por Fidel es hoy reconocida en el mundo como uno de los aportes más humanos para que millones de personas invidentes o débiles visuales, pudieran recobrar su vista y ver la vida por primera vez o recuperar esa imagen que habían perdido.
Fidel, para Cuba y los cubanos, para América Latina y los latinoamericanos y caribeños, para los africanos y otras poblaciones de todo el mundo, es el imprescindible.
Su ejemplo, desde el interior de aquella roca que lo anida en la necrópolis santiaguera, tenemos que hacerlo presente cada día, no como recuerdo de una u otra fecha, sino como constancia de que está entre nosotros, que mira cada acción que hacemos, nos evalúa y nos insta a continuar y perfeccionar la obra grande que él empezó y llevó a su consolidación.