MONTEVIDEO (Sputnik) — La primera tipificación internacional del delito de desaparición forzada se hizo en América en 1994, en buena medida por la repercusión que alcanzaron las denuncias de las decenas de miles de desaparecidos por la dictadura militar argentina (1976-1983).
«Los argentinos somos derechos y humanos», decía el eslogan que la dictadura imprimió en decenas de miles de calcomanías pegadas en vidrieras y ventanillas de automóviles, ómnibus y trenes en 1978, cuando el régimen organizaba el Mundial de Fútbol para mostrar al mundo que eran falsas las denuncias de represión, torturas, asesinatos y desapariciones.
Diana Cariboni
Por entonces, la lucha por esclarecer la verdad se concentraba en tres lugares: la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos, el Movimiento Ecuménico de los Derechos Humanos y la Liga Argentina por los Derechos del Hombre.
De las tres, solo la Liga tenía una larga historia de defensa de presos políticos, reclamos de amnistías e injusticias diversas desde su fundación, en 1937.
La Liga estaba integrada por personas de todo el espectro político argentino, desde peronistas y militantes de la Unión Cívica Radical, hasta socialistas, comunistas, trotskistas e independientes.
En su sede, un apartamento de un antiguo edificio ubicado en la esquina de Corrientes y Callao, situado unos pisos más arriba de la confitería La Ópera, se hicieron las primeras reuniones de los familiares de detenidos-desaparecidos y se organizaron las primeras marchas de los jueves por la Plaza de Mayo.
Allí fui a militar siendo una adolescente, invitada por un amigo.
Era el año 1978 y mientras todos hinchábamos para que Argentina ganara el Mundial de Fútbol, la represión arreciaba.
Me pusieron a escribir cartas, que se hacían por cientos, para ayudar a las familias a preguntar por sus seres queridos.
Las cartas tenían formatos fijos e iban dirigidas al presidente, a la Junta Militar, a los comandantes en jefe, a los jefes de los cuarteles y de los organismos policiales, a los juzgados, al arzobispado, a los gobernadores, a los alcaldes.
Se rogaba saber el paradero de estudiantes, trabajadores, profesionales, soldados conscriptos, intelectuales, militantes políticos, guerrilleros, monjas, sacerdotes, madres, padres, esposas, hijos de otros desaparecidos o detenidos.
En la Liga se redactaban también solicitudes de hábeas corpus, comunicados y boletines, que se imprimían en mimeógrafo y que reproducían denuncias, historias de vida de presos políticos, algunas de sus cartas que nos traían los familiares, poemas y hasta dibujos.
Otra actividad frecuente era acompañar y prestar apoyo a las personas que buscaban a sus parientes, sobre todo a las que venían del interior del país y debían pasar varios días haciendo trámites en la capital.
Como los recursos escaseaban, a menudo había que llevar a algún familiar venido de lejos a cenar y a dormir a casa.
Aunque se sabía que había represión, torturas y muerte, era difícil aquilatar la dimensión de lo que pasaba.
A veces un compañero faltaba a varias reuniones y cundía la alarma; una detención podía significar terminar en una comisaría o ser «chupado» (secuestrado) y llevado a alguno de los muchos centros de detención ilegal.
A partir de ese momento la víctima podía ser liberada, permanecer meses bajo tortura, ser «trasladada» (asesinada) o «puesta a disposición del Poder Ejecutivo Nacional», lo cual significaba recuperar la existencia legal como preso político.
El año 1979 fue el más duro; tras una insistente campaña de denuncias internacionales, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) anunció que visitaría el país.
La Liga y la Asamblea Permanente produjeron un documento histórico, el folleto «¿Dónde están 5.581 desaparecidos?» y en respuesta las autoridades coparon la imprenta, incautaron miles de copias y realizaron dos allanamientos sucesivos, con diferencia de días, a las sedes de las dos instituciones en agosto de 1979.
Cada allanamiento daba pie a una clausura temporal, y la puerta de la sede de la Liga quedaba sellada con bandas adhesivas; a veces también había un agente policial en la puerta o en la entrada del edificio.
Por entonces, claro, no había celulares y no se confiaba en los teléfonos para correr la voz, así que las instrucciones eran claras: tomar el elevador hasta un piso más arriba, mirar por las rejas del viejo ascensor hacia la puerta del apartamento y, si todo parecía normal, bajar un piso por la escalera; si había señales de alarma, esperar unos minutos, volver a bajar por el ascensor hasta la calle y salir de allí tranquilamente.
Las autoridades sabían que los activistas y las familias preparaban frenéticamente las denuncias para presentar a la CIDH y buscaban hacerse con los documentos.
El 31 de agosto el régimen aprobó una ley por la cual se presumía que los desaparecidos estaban muertos.
En una conferencia de prensa ese mismo año, el general Jorge Rafael Videla, epítome del dictador y presidente de la primera Junta Militar, pronunció su famosa definición sobre los desaparecidos.
«Es una incógnita el desaparecido, si el hombre apareciera, bueno, tendrá un tratamiento X, y si la desaparición se convirtiera en certeza de su fallecimiento, tiene un tratamiento Z; pero mientras sea desaparecido no puede tener ningún tratamiento especial, es una incógnita, es un desaparecido, no tiene entidad, no está, ni muerto ni vivo, es un desaparecido», dijo ante la pregunta de un periodista.
Y remató Videla: «Frente a eso, frente a lo cual no podemos hacer nada, atendemos sí a la consecuencia palpitante, viva, de esa desaparición, que es el familiar, y a ese sí tratamos de cubrirlo, en la medida de lo posible; no tenemos más que eso».
La CIDH llegó el 6 de septiembre de 1979, y su visita se extendió hasta el día 20; el organismo sostuvo entrevistas con la Liga, la Asamblea Permanente, las Madres de Plaza de Mayo, la Asociación de Familiares de Detenidos-Desaparecidos y todas las organizaciones de derechos humanos relevantes, viajó a las ciudades de La Plata, Córdoba y Rosario e invitó a todo quien quisiera a realizar denuncias entre el 7 y el 15 de ese mes.
La misión de la CIDH visitó también cárceles, cuarteles y la Escuela de Mecánica de la Armada, el más notorio campo de concentración argentino, en pleno centro de la capital, que había sido convenientemente desmantelado y reformado para que los comisionados no encontraran las celdas ni las salas de torturas.
En su informe final, publicado al año siguiente, la CIDH detalló que en esos días recibió 5.580 denuncias, de las cuales 4.153 eran nuevas, es decir no incluidas en las más de 3.000 que habían preparado y entregado las organizaciones de derechos humanos.
Un documento de inteligencia militar del año 1978 hablaba de 22.000 computados entre muertos y desaparecidos desde 1975, un año antes del golpe.
Con el tiempo, se supo que la tragedia de la desaparición abarcó a unas 30.000 personas.
En los últimos años hubo quienes pusieron en duda esa cifra, incluidos funcionarios del Gobierno del actual presidente, Mauricio Macri, alegando que era una exageración.
Pero todavía hoy, 41 años después de concluida la dictadura, la prensa argentina publica casi a diario avisos de familias que siguen buscando.