Pablo Nariño.— El Estado colombiano ha hecho de la violencia un instrumento de acumulación de capital y el principal soporte para ello ha sido la Doctrina de Seguridad Nacional (DSN), que desde la segunda mitad del siglo XX ha sido adecuada, ejecutada y actualizada con asesoramiento de Estados Unidos.
Que entre los objetivos de enseñanza en los cursos del ejército esté el de deshumanizar a sus participantes, expresa la aplicación de la DSN y evidencia una de sus facetas, y que las Águilas Negras, estén “compuestas por funcionarios armados del Estado”, confirma que al igual que en el pasado el M.A.S, la Triple A, o Los Magníficos; Las Águilas Negras, hacen parte de la estrategia paramilitar y de operaciones encubiertas de los organismos de seguridad del Estado.
Bajo la excusa de preservar la patria, mantener el “orden interno” y la integridad del Estado en Colombia se ha propendido por convertir a las Fuerzas Armadas en un sector autónomo dentro del Estado, a partir de “ocupaciones” parciales de éste, mientras se involucra a la población en el “esfuerzo” de la guerra contrainsurgente.
En 1992 el entonces ministro de Defensa Rafael Pardo Rueda, hacía un llamado al sector privado a establecer “estructuras de seguridad” y recomendaba: “Los jefes militares y policiales de cada región tendrán que estar pendientes para regular el funcionamiento de estas organizaciones y ajustarlas a las leyes vigentes”.
¿Y quién es el enemigo en el marco de la Doctrina de Seguridad Nacional? Partidos políticos de oposición, organizaciones campesinas, indígenas, estudiantiles, sindicales, de DDHH, etc., contra estos sectores es que históricamente se ha dirigido la acción represiva del Estado, a través de la fuerza pública y los paramilitares.
Existen manuales militares donde se divide en dos componentes a las fuerzas subversivas: “población civil insurgente y grupo armado”, por eso los paros, huelgas, marchas, reuniones y movilizaciones han sido asumidos en Colombia como acciones políticas de la “población civil insurgente”, y prohibidas de facto, mientras la eliminación física de los activistas se ejecuta como actos de patriotismo.
Hay que agregar que para esta doctrina también “los indiferentes e indecisos forman parte del adversario, al que prestan apoyo por el solo hecho de dejarlo prosperar”, advertía en un escrito el exministro de Defensa, Fernando Landazábal Reyes.
Después del 11 de septiembre del 2001, el Estado colombiano adecuó la DSN a las condiciones de la globalización; el “nuevo enemigo narcoterrorista”, debía ser neutralizado con guerras de carácter multinacional bajo la conducción estratégica de Estados Unidos, tal y como sucedió con la alianza política y militar en el Plan Colombia, y la articulación interna de Ejército, Policía y Sistema Judicial.
Con el fin de recobrar el buen nombre de las instituciones militares en esta nueva etapa, se continuó con la separación de tareas entre militares y organismos paramilitares, Estados Unidos no estableció relaciones directas con instituciones militares, sino a través del régimen político, lo que facilitó que los planes bélicos fueran presentados como propuestas sociales en las que las fuerzas militares se someten a decisiones políticas, mientras que a Estados Unidos les permitió evadir su responsabilidad en la violación a los derechos humanos tras su aplicación.
Fue en ese contexto que la estrategia de “seguridad democrática” proporcionó facultades de policía judicial a los militares, en casos donde “no hay autoridad judicial ordinaria, como zonas remotas o de combate”, lo que incrementó los casos de ejecuciones extrajudiciales directamente atribuibles a la fuerza pública.
Simultáneamente se aplicaron políticas que involucraron a la población civil, como las redes de informantes o las “zonas de rehabilitación y distención”, lo que demostró la vitalidad del decreto 3398 de 1965, propio de la DSN donde se autoriza al gobierno nacional a utilizar a la población civil “en actividades con las cuales contribuyan al restablecimiento de la normalidad”.
Hoy el escenario parece estar casi dispuesto; un nuevo Plan Colombia, con la misma comparsa de lucha contra las drogas y el terrorismo. La imposición en pleno desarrollo de una “Supercorte”, que supone la unificación de los seis tribunales existentes, incluyendo la JEP; pero que lo que persigue es fabricar una “Infracorte”, y no unificar sino anexionar los tribunales al ejecutivo. Todo ello para interrumpir el enorme flujo de investigaciones contra los ejecutores de la DSN y recuperar nuevamente el control del aparato judicial.
Ligado a lo anterior, el subterfugio de la “paz con legalidad”, en línea con los fundamentos de la Doctrina de Seguridad Nacional, no pasa por la justicia social, sino por la seguridad ciudadana, y esgrime una pretendida disposición del Estado a concederle a la guerrilla espacios en el sistema político si se retracta de su proyecto revolucionario.
Para el Estado colombiano la DSN, y la amenaza del enemigo interno, (oposición política), cobran hoy más actualidad que nunca, porque como lo afirmara en la década del 80 Orlando Zafra Galvis coronel relacionado con la estructuración de la “Triple A”, “la guerrilla es apenas un apéndice de la subversión, y tiene una importancia menor de la que generalmente se le atribuye”.
El ascenso de Nicacio Martínez investigado por más de 283 ejecuciones extrajudiciales en La Guajira y Cesar entre 2004 – 2006, el ultraje al pueblo colombiano con la designación del ministro de Defensa Guillermo Botero para asumir funciones presidenciales, y el desafío por parte del gobierno y de su partido a los organismos internacionales, no denotan un simple desdén por los sangrientos efectos de la siempre renovada Doctrina de Seguridad Nacional, sino que son notificaciones que revelan la disposición política a la continuidad de su aplicación, y al perfeccionamiento de sus métodos.
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