«¿Hay alguien ahí? ¡Somos amigos. Venimos de una iglesia a ayudarlos!», chilla en castellano María Ochoa, nacida en Texas. Unos minutos más tarde volverá a intentarlo. De nuevo, solo le responde el silencio del desierto. Atravesar Sonora para llegar a Estados Unidos implica caminar decenas de kilómetros. Este no es el desierto de las películas.
No es ese territorio de arena naranja, atardeceres rojos y cactus como espantapájaros por el que cabalgaban los vaqueros. Sonora es tierra árida. Paisaje pedregoso y colinas en las que crecen árboles y arbustos que aguantan la sequía. Una zona de temperaturas drásticas, de frío extremo al caer la noche y calor asfixiante durante el día. Los migrantes necesitan cruzarla arropados por la oscuridad y esquivando las torres de vigilancia de la Patrulla Fronteriza.
Es domingo y recorremos parte de la ruta con tres voluntarios de Tucson. Pertenecen a una organización que se hace llamar los Samaritanos, que cuenta con medio centenar de activistas. Todos los días, en pequeños grupos, organizan viajes a pie y en coches todoterreno por las rutas de los migrantes en Arizona. Llevan comida y agua que depositan en las zonas de paso y analizan los restos de comida u objetos personales hallados en su recorrido, incluso la fecha de caducidad de las botellas, para averiguar cuándo pasaron por allí y qué caminos son los más transitados. Buscan estudiar los trayectos donde más necesaria resulta su ayuda.
Durante el camino recorrido en la mañana del domingo, los voluntarios encuentran entre el secarral del desierto restos de ropa, botellas y bidones de plástico negro para cargar agua. Su color oscuro no es casual: estas garrafas permiten no deslumbrar los prismáticos de la Patrulla Fronteriza y pueden encontrarse en determinadas tiendas de México regentadas por coyotes –hombres a sueldo de los traficantes de personas que cobran a los migrantes por ayudarlos a atravesar el desierto–.
Desde hace ya casi 20 años, cuando fue creada los Samaritanos, varias organizaciones de voluntarios como esta patrullan los primeros kilómetros de desierto en tierra estadounidense. Durante los primeros años, si se encontraban con un migrante herido o débil lo trasladaban en coche al hospital. Dejaron de hacerlo cuando la presión sobre su labor aumentó y corrían el riesgo de ser detenidos. Hasta hace cinco años, era común encontrarse con los migrantes en su camino a EEUU. Ahora, también debido al incremento de la atención sobre ellos, es poco frecuente toparse con quienes tratan de sortear la frontera.
Los migrantes con quienes se chocan suelen haber tenido algún problema que les ha empujado a quedarse atrás de sus compañeros de viaje. También aquellos que se han quedado atrás en una estampida del grupo con el que caminaba, despertada tras ser detectados por una patrulla o alguna de las torres de vigilancia ubicadas en la zona.
«No sé si mis compatriotas saben lo que sucede aquí»
«¿Sabe qué? Este es un área de avistamiento de aves. Yo no sé si mis compatriotas, si la gente de Arizona que viene a ver pájaros, conoce de verdad lo que sucede aquí», dice Rick Saling, tras su frondoso bigote gris, pensando en voz alta. Saling nació en Seattle y cuenta que ha sido activista por los derechos humanos desde los años sesenta. Cuando se jubiló tras haber hecho carrera en Microsoft decidió mudarse a Tucson para ayudar.
María y Rick lamentan la persecución contra su labor, después de que varios voluntarios de otras organizaciones hayan sido investigados acusados de colaborar en el tráfico de personas por dar asistencia humanitaria a los migrantes. «Pero no se trata de eso, esto es una emergencia y lo que hacemos es ayuda humanitaria. Y esa ayuda no puede ser nunca un crimen», responde la activista. Recorren esta zona del desierto, la conocida como ‘sector de Tucson’, debido a su proximidad a la frontera más importante, que acumula más de 2.000 muertes de migrantes. El año pasado se localizaron 123 cuerpos sin vida. En los primeros cinco meses de 2019 han aparecido 79 cadáveres. Los restos de aquellos que intentaron cruzar y no lo lograron.
Como sucede con las ONG que trabajan por salvar vidas en el Mediterráneo, en los últimos años se ha incrementado el acoso hacia las organizaciones que apoyan a los migrantes en el desierto de Arizona. Durante el verano de 2017, cuatro voluntarias de No More Deaths, una organización similar a los Samaritanos, fueron arrestadas por haber entrado sin permiso en una reserva natural, según justificaron. En marzo, las estadounidenses fueron condenadas a 15 meses de libertad condicional y 250 dólares de multa por dejar agua y comida en esta zona protegida para evitar la muerte por deshidratación de las personas que la atravesaban.
La persecución de la ayuda, en aumento
El año pasado, Scott Warren, un profesor de geografía de Tucson voluntario de la misma ONG, fue detenido por dar cobijo y ayudar a dos migrantes centroamericanos. Warren fue acusado de conspiración para transportar y alojar migrantes, el mismo cargo por el que son juzgadas las mafias que se lucran del tráfico de personas. El fiscal pedía 20 años de cárcel, pero el pasado mes de junio el juzgado no logró alcanzar un veredicto unánime. Posteriormente, la Fiscalía ha retirado esta acusación, pero mantiene una más leve por «complicidad» cuya vista está prevista para noviembre.
El caso de Warren es crucial en este punto de la frontera. Su desenlace marcará un precedente que podrá condicionar el trabajo de los voluntarios. «Nosotros seguimos con nuestra misión. Aunque hay algunas milicias, algunos grupos organizados que recorren la misma zona que nosotros para vigilar que nadie cruce, a nosotros no nos molestan», cuenta Ochoa. No obstante, la activista explica que la tensión ha subido debido a la campaña del presidente Donald Trump contra los migrantes centroamericanos tras el aumento del flujo migratorio.
Estamos a cuatro kilómetros de la frontera, de esa valla color ocre y barrotes cuadrados de una docena de metros de altura que separa los dos países y divide el mismo desierto como un costurón de hierro. Nos cruzamos con varias patrullas de los agentes fronterizos. Su relación con los Samaritanos es cordial. No interfieren ni se oponen a la colocación de bidones de agua en diversos puntos del trayecto.
Los migrantes caminan entre 20 y 70 kilómetros de desierto. La distancia depende de el punto por donde traten de atravesar la frontera, así como por el lugar donde serán recogidos en coche para ser trasladados a casas seguras en Phoenix, el punto y final de los servicios contratados con los coyotes. De ahí que el cruce suela hacerse en grupos, la mayoría de hombres solos. Las familias con niños suelen optar a entrar a EEUU a través de Texas.
Los coyotes –traficantes– reciben cerca 5.000 dólares de media por cada viaje, aunque el precio va al alza desde que Donald Trump ocupa la Casa Blanca, aseguran las ONG. A ello se suma el impuesto revolucionario de 700 u 800 dólares extra para el cartel de la droga que controle la zona, según las estimaciones de los trabajadores del albergue San Juan Bosco, en Nogales. Las mujeres deberán abonar en muchas ocasiones, además, otros 1.000 dólares para asegurarse no ser asaltadas y violadas durante el viaje.
Los voluntarios, en su búsqueda de personas en riesgo, rastrean con aún más atención los cauces secos de los arroyos. A su paso por este punto, localizan numerosos restos. Botellas de agua negras y varas mochilas. En ellas pueden leerse varios nombres inscritos: Jonatan, Óscar, Erecia, David… Se desconoce qué ocurrió.
Estos puntos conforman los conductos más transitados por los migrantes debido a dos razones: hay sombra y desde el exterior apenas se ven; a simple vista aparentan ser terrenos llanos. «A veces sientes que hay alguien escondido. Por eso chillamos quiénes somos, para que no se asusten y salgan si necesitan ayuda», explica Saling. Hoy nadie responde.