La evolución de la ideología climática (2)
Juan Manuel Olarieta.— El “siglo de las luces” puso los cimientos para acabar, uno a uno, con el cúmulo de concepciones climáticas dominantes hasta la fecha, de manera que a mediados del XIX el castillo de naipes había caído por completo.
Con la invención del termómetro, a partir de siglo XVII la temperatura empezó a gozar de mediciones cuantitativas en puntos muy diversos, como las cuevas, donde los rayos del Sol no penetran y las diferencias de temperatura oscilan mucho menos. Sin embargo, se produce otro hallazgo significativo: con la profundidad el frío no aumenta sino que se transforma en su contrario: calor. De ahí y del volcanismo se deducía que la Tierra atesoraba su propio calor interno, geotérmico, independiente del Sol. A partir de un determinado punto de la vertical, cada 32 metros la temperatura aumenta un grado, escribió Fourier (1).
Naturalmente esas estimaciones se referían a la litosfera, la parte sólida de la Tierra; en los océanos con la profundidad la temperatura desciende. Sin embargo, el océano siempre quedó fuera del círculo de interés y de las mediciones porque era irrelevante desde el punto de vista económico. Cuando se habla de temperatura se supone que se refiere a una medición en tierra firme y durante siglos no se conoció otra que esa.
En su origen el planeta era una bola de fuego que, como cualquier otro astro, estaba sometido a las leyes inexorables del enfriamiento progresivo, una tesis a la que Buffon le dio la vuelta: a partir del enfriamiento cuantitativo de la Tierra era posible medir su edad. Hasta el siglo XVIII se había calculado que dios creó la Tierra unos 4.000 años antes, según establecían los primeros relatos bíblicos. Buffon demostró que “la palabra de dios” era equivocada y que había que empezar a superar las mediciones del tiempo en años, décadas y siglos. Nacieron los “eones” o grandes eras geológicas de millones de años marcadas -entre otros factores- por el clima.
Por más que hoy sepamos que los cálculos de Buffon tenían errores muy groseros, cambiaron por completo la comprensión de la humanidad y de la ciencia acerca del tiempo, hasta el punto de que el científico francés jamás tuvo la oportunidad de exponer públicamente sus concepciones porque la Universidad de La Sorbona se sometió al canon cristiano y le censuró. Como escribió Engels, “la tradición es una fuerza no sólo en la Iglesia católica, sino también en las ciencias naturales” (2). Cuando hace diez años se destaparon los correos internos de la unidad climática de la Universidad East Anglia se volvió a comprobar que la represión y la manipulación forman parte integrante de la ciencia y la divulgación científica.
A pesar de la censura, Buffon llevó a cabo varios experimentos basados en el enfriamiento de la corteza terrestre que, afortunadamente, consignó meticulosamente en sus manuscritos, que se han conservado hasta la actualidad, una labor continuada luego por otros científicos, como Lord Kelvin, que siguieron realizando cálculos sobre la edad de la Tierra partiendo de la base de su enfriamiento progresivo.
Para concebir el clima hay que pensar geológicamente en eones, no en años. También hay que medir y desde Buffon el aspecto cuantitativo del clima fue adquiriendo una importancia creciente. Al mimo tiempo, el desarrollo de las fuerzas productivas perfeccionó los instrumentos de medida, hasta llegar a los satélites actuales. Hay más mediciones, pero también mediciones distintas cualitativamente. Se toman medidas de temperaturas en lugares muy distintos unos de otros, desde tierra firme hasta los océanos y la atmósfera, a diferentes altitudes, etc.
En su sentido científico, climático, la medición de una temperatura no es un “hecho” como se supone vulgarmente, sino una estimación, un promedio, que se puede calcular estadísticamente de maneras diferentes. Tiene una naturaleza cuantitativa y cualitativa a la vez.
Casi al mismo tiempo que escribe Buffon, a finales del siglo XVIII se lleva a cabo en Suiza uno de los descubrimientos más importantes de la ciencia. En el fondo de los valles alpinos, los geógrafos observan cantos rodados que habían sido arrastrados por unos glaciares que, con el transcurso del tiempo, retrocedieron. En aquella época Louis Agassiz le dio su forma más acabada al descubrimiento de que algunas de las grandes eras geológicas del pasado habían sido mucho más frías que las actuales.
La temperatura del planeta no había sido siempre más elevada que en la actualidad, sino al revés y, lo que es más importante: la historia del planeta se podía describir como una sucesión de épocas de frío y calor en el que las primeras, las épocas glaciares, eran dominantes, más largas y más intensas que las otras, llamadas interglaciares. Por fin se descubrió que la época actual era interglaciar y, por lo tanto, más cálida que su precedente.
A pesar de su importancia, el descubrimiento de las glaciaciones no logró acabar con la tendencia dominante en la ciencia, que siguió siendo la de un enfriamiento gradual y progresivo, entre otras razones porque, a diferencia de lo que suelen explicar en las universidades, la ciencia es un cúmulo complejo y contradictorio de conocimientos y, en el caso del clima, prevaleció una disciplina emergente, la termodinámica, que mantuvo el canon tradicional que había imperado desde la Antigüedad. Desde mediados del siglo XIX la ciencia se convierte en un “reino de taifas”: destroza el mundo real en pedazos y no es capaz de recomponerlo de nuevo. Cuando los químicos y los físicos suplantan a los geógrafos y los geólogos, la climatología se transforma en una auténtica pesadilla. El laboratorio sustituye a la naturaleza.
Como cualquier otro fenómeno periódico, las glaciaciones introdujeron la contradicción dialéctica, fenómenos de la naturaleza que abren el camino a sus contrarios, que son la esencia misma de las percepciones inmediatas que la humanidad tiene acerca de un clima, que es esencialmente oscilante. Las temperaturas nunca se modifican de manera lineal, ni en cantidad ni en signo. No sólo suben y bajan sino que se transforman en su contrario de la noche al día y con las estaciones del año. También se modifican con los hemisferios: cuando en el norte es invierno en el sur es verano.
Otros fenómenos, como la corriente del Pacífico “El Niño” (y su contrario “La Niña”), también siguen, un ciclo temporal, que en inglés denominan como ENSO (“Southern Oscillation” u Oscilación Meridional), lo que confirma los postulados fundamentales con los que Vernadsky concebía los ecosistemas (3). No se trata de fenómenos lineales en los que cada momento es un poco más frío o un poco más caliente que el anterior. En las largas eras climáticas, “la excepción confirma la regla”. Hay fases cálidas en épocas de glaciaciones y fases frías en épocas interglaciares.
Los fenómenos cíclicos, como la temperatura, indican la intervención de numerosos factores que, además, son complejos y contradictorios, es decir, que no operan simultáneamente en la misma dirección y que son capaces de provocar efectos contrapuestos de calor y frío.
(1) Fourier, Mémoire sur les temperatures du globe terrestre et des espaces planetaires, Mémoires de l’Académie des Sciences de l’Institut de France, 1828, pg.571
(2) Engels, Dialéctica de la naturaleza, Madrid, pg.32
(3) La ecología soviética de Vernadsky, http://civilizacionsocialista.blogspot.com/2009/12/la-ecologia-sovietica-de-vernadsky.html