La evolución de la ideología climática (4)
Juan Manuel Olarieta.— Hacia mediados del siglo XIX la ciencia ya disponía de algunos de los elementos fundamentales para elaborar una teoría embrionaria sobre el clima, aunque sólo ha llegado a desarrollar piezas inconexas de ella, de las que se pueden poner dos ejemplos que se corresponden con otros tantos nombres que, por derecho propio, figuran entre los más grandes de la ciencia de aquel siglo.
El francés Joseph Fourier es uno de ellos y pertenece a la primera mitad del siglo. Además de su obra maestra, la “Teoría analítica del calor”, publicada en 1822, el científico napoleónico prestó mucha atención al clima terrestre en otras obras. De no ser por las limitaciones científicas de su tiempo, se le podría considerar incluso como el fundador de la climatología y hay quien, como el IPCC, le considera como el descubridor del “efecto invernadero”.
No obstante, Fourier no demuestra nada, ni lleva a cabo ningún experimento, ni descubre nada nuevo. Trata de explicar fenómenos ya conocidos anteriormente, especialmente el de Saussure, sobre el que apunta lo siguiente: “El calor del Sol, que llega en forma de luz, posee la propiedad de penetrar las sustancias sólidas o líquidas diáfanas, y la pierde casi enteramente cuando se convierte, por su comunicación a los cuerpos terrestres, en calor radiante oscuro”. Esta distinción entre calor luminoso y calor oscuro, añade Fourier, “explica la elevación de temperatura causada por los cuerpos transparentes” (1).
En dicho pasaje no existe nada de lo que hoy el IPCC y algunos historiadores de la ciencia tratan de dar a entender:
1. Fourier no se refiere sólo a la atmósfera, sino también a la hidrosfera y al hielo polar
2. Lo que trata de explicar es el motivo por el cual el calor no se dispersa hacia el espacio exterior sino que se acumula en la superficie terrestre, es decir, el gradiente vertical de temperatura de Saussure así como la relativa uniformidad de la temperatura de la que, naturalmente, no conoce su evolución en el tiempo, aunque supone que se enfría progresivamente
3. El científico francés considera a la atmósfera como un todo y no diferencia entre unos u otros componentes de ella, una tarea que llevó a cabo Tyndall en 1861: no todos los gases de la atmósfera absorben y emiten calor en la misma medida, considerando que el vapor de agua era el más influyente (2)
4. Fourier no tiene una noción clara de lo que es el “calor oscuro” y su interés se centra casi exclusivamente en su absorción por la atmósfera, descuidando la emisión
5. Pero lo más importante es que Fourier suponía -erróneamente- que el calor era un fluido y sabía que era una opinión controvertida. Hay varias hipótesis al respecto, añade, ante lo cual reacciona como la mayor parte de los científicos: no sabemos lo que es el calor pero podemos describir cómo se disipa (3).
Con la climatología de Fourier se cumple el principio de que para falsificar la ciencia hay que falsificar también su historia. El francés está siendo instrumentalizado para inculcar que la hipótesis del “efecto invernadero” no es reciente, lo cual es falso.
El segundo científico que expresa las paradojas de la ideología climática es el sueco Svante Arrhenius, al que le atribuyen una de esas leyes contundentes de la física cuya formulación no deja lugar a dudas: si las emisiones de CO2 a la atmósfera crecen geométricamente, la temperatura crecerá aritméticamente. En un artículo de 1896 el sueco Arrhenius ilustró gráficamente esa ley por la analogía con un invernadero (4).
Por lo tanto, desde Fourier, en el transcurso de casi un siglo el planteamiento climático había cambiado. Ya no se trataba de explicar la retención del calor en la superficie de la Tierra sino el cambio en su temperatura.
El interés de Arrhenius por el cambio de temperatura forma parte de la defensa de su tesis sobre la panespermia: la vida en la Tierra no tiene un origen temporal sino que preexiste desde siempre en todo el universo y seguirá existiendo indefinidamente. Ahora bien, en 1863 el físico alemán Clausius le había dado un vuelo absurdo al segundo principio de la termodinámica, según el cual la equiparación de temperaturas conducía a la “muerte térmica del universo”, de donde deriva todo el conjunto actual de elucubraciones acerca de la entropía, la irreversibilidad, la teoría del caos y otros.
Acertadamente Arrhenius criticó a Clausius apoyándose en las glaciaciones, que mostraban la posibilidad de que los procesos térmicos fueran reversibles. Es más, Arrhenius pensaba que la Tierra se enfriaba y, en consecencia, para retardar el fantasma de una futura glaciación y la “muerte térmica del universo”, había que invertir un fenómeno natural para hacerlo reversible artificialmente. Siguiendo a Tyndall, Arrhenius consideró que el CO2 atmosférico era la clave para ello, no obstante su carácter residual.
Así comenzó la subcultura carbónica. Según Arrhenius si el CO2 explica la retención de calor en la superficie de la Tierra, el aumento de su concentración en la atmósfera aumentará también la temperatura. Más CO2 retiene más calor. La manera de retrasar la futura glaciación es emitir más CO2. Se trataba de algo diferente, un problema práctico: cómo frenar la futura caída de las temperaturas. Con el científico sueco estaba naciendo la “ingeniería climática”, que ponía el acento en la capacidad humana para alterar el clima de la Tierra de manera artificial. Es una doctrina al alcance de la mano. La humanidad puede alcanzar la troposfera, pero no la superficie solar. Es más fácil alterar la atmósfera que los rayos procedentes del Sol.
La “ingeniería climática” es algo más bien propio de las cábalas de la ciencia ficción que de la ciencia propiamente dicha, pero en la misma medida en que algunos científicos se fueron convenciendo de que podían modificar el clima, la ideología del enfriamiento se convirtió en una pesadilla, similar a la actual del calentamiento. El químico alemán Walter Nernst propuso quemar carbón, pero no para incrementar la temperatura de una vivienda sino la de toda la atmósfera. En 1938 el ingeniero inglés Guy Stewart Callendar insistió en lo mismo porque el incremento de CO2 en la atmósfera era beneficioso para retrasar la siguiente glaciación.
Las tesis de Callendar no eran en nada diferentes de las de Arrhenius, aunque su propagación fue notablemente mayor y durante años el aumento de las temperaturas como consecuencia de las emisiones crecientes de CO2 se conoció como “Efecto Callendar”.
Al aludir a los crecimientos geométricos y aritméticos, Arrhenius añade otro problema nuevo de medición: la sensibilidad climática. ¿Cuánto CO2 habría que enviar a la atmósfera para aumentar un grado la temperatura? Para ello antes habría que calcular la cantidad de CO2 que hay en la atmósfera. Aunque el científico sueco introduce varias cifras, no mide nada, ni tampoco demuestra nada; ni siquiera lo intenta porque, siguiendo de nuevo a Tyndall, todos sus experimentos los lleva a cabo con el vapor de agua de la atmósfera.
Los científicos empezaron a interesarse por la capacidad de los diferentes gases atmosféricos para absorber los rayos infrarrojos y surge así el diluvio de mediciones que meten a la climatología en una ratonera: el laboratorio. Tyndall había inventado un espectrómetro diferencial capaz de detectar la absorción de rayos infrarrojos por pequeñas cantidades de gas encerradas en un tubo de ensayo.
Por un lado, no todos los gases atmosféricos absorbían la radiación infrarroja; por el otro, el vapor de agua, la humedad del aire, era capaz de bloquearla por sí misma. El CO2 no absorbía ninguna longitud de onda que no fuera también absorbida por el vapor de agua. Su concentración en la atmósfera es tan pequeño comparado con el del vapor de agua, que su efecto es irrelevante. Es el “efecto de saturación”, el mismo que tendría en un salón de tiro las capas sucesivas de rejillas interpuestas entre la bala y el blanco. A medida que se incrementa el número de rejillas o su densidad, es más difícil que una bala alcance su blanco, hasta que llega un punto en que se hace imposible. A partir de ahí es inútil interponer más rejillas.
Para demostrar el “efecto de saturación”, en 1900 Knut Angström y su colaborador Herr J. Koch hicieron un experimento enviando radiación infrarroja a través de un tubo de 30 centímetros de largo lleno con una determinada concentración de CO2. Luego redujeron la concentración en un tercio y la cantidad de radiación absorbida apenas cambió. En contra de la hipótesis de Arrhenius, a partir de un determinado punto, la emisión adicional de más CO2 no absorbía más radiación y, por lo tanto, no calentaba la atmósfera.
Tras el experimento, la revista que expresaba el punto de vista de los meteorólogos estadounidenses, Monthly Weather Review, advirtió expresamente de que la hipótesis de Arrhenius era falsa (5).
La temperatura de Marte parece confirmar el “efecto de saturación”. La atmósfera del planeta rojo se compone casi en su totalidad de CO2. La cantidad de CO2 en Marte es 50 veces mayor que en la Tierra, a pesar de lo cual la temperatura en la superficie oscila entre -90 grados centígrados y -30 grados.
La validez del experimento sobre el “efecto de saturación” permaneció 50 años, hasta que la Guerra Fría llevó a los aviones de espionaje a las capas altas de la atmósfera. De la mano de los militares, los científicos volvieron a romper otra vez la unidad de la atmósfera, descubriendo que no sólo se componía de gases diferentes sino que no era la misma arriba que abajo. En los estratos más elevados hay menos vapor de agua que en los inferiores.
La atmósfera no es un invernadero; tampoco hay en ella ningún invernadero ni nada parecido. A efectos climáticos, la atmósfera se compone de varios subsistemas y estratos que interaccionan entre sí de manera continua, lo mismo que con una masa sólida (continentes) y otra líquida (océanos).
Gracias también a los militares, en los años cuarenta se desarrolló la espectrofotometría de infrarrojos, que le permitió al canadiense Gilbert Norman Plass descubrir en 1956 que el vapor de agua y el CO2 no superponen sus efectos porque el vapor agua no puede absorber todo el espectro de radiación infrarroja (6). Las balas de determinado calibre no pueden ser frenadas por las rejillas del vapor de agua, pero sí por las del CO2. El “efecto de saturación” no existe; el CO2 es un “gas de efecto invernadero”. Aunque en la atmósfera haya estratos muy secos, el CO2 suple la escasez de vapor de agua y, por lo tanto, aumenta la capacidad de absorción de la radiación infrarroja.
Plass obtuvo sus conclusiones con la ayuda de un ordenador, lo que anunciaba la llegada de una nueva era para la ciencia que había comenzado en 1945, una mezca explosiva de militarismo, laboratorios y ordenadores que sirve para explicar el calentamiento de la Tierra, mientras guarda silencio sobre el enfriamiento de Marte.
(1) Fourier, Mémoire, cit., pg.573.
(2) John Tyndall, On the absorption and radiation of beat by gases and vapour, and on the physical connection of radiation, absorption and conduction, Philosophical Magazine, 1861, 22:167-194, pgs.273 y stes., http://web.gps.caltech.edu/~vijay/Papers/Spectroscopy/tyndall-1861.pdf
(3) Fourier, Théorie, cit., pg.18
(4) Svante Arrhenius, On the Influence of Carbonic Acid in the Air upon the Temperature of the Ground, Philosophical Magazine and Journal of Science, vol.41, 1896, pgs. 237-276.
http://www.trunity.net/files/108501_108600/108531/arrhenius1896_greenhouse-effect.pdf
(5) Monthly Weather Review, Knut Ansgström On Atmospheric Absorption, ftp://ftp.library.noaa.gov/docs.lib/htdocs/rescue/mwr/029/mwr-029-06-0268a.pdf
(6) Gilbert N. Plass, The Carbon Dioxide Theory of Climate Change, Tellus, 1956, vol. 8, núm. 2 pgs. 140 y stes.