Rolando Pérez Betancourt.— ¿Un oeste realizado por un francés y rodado casi todo en Almería, cuna de aquellos Spaghetti Western que después de ser denigrados tocaron el cielo gracias a Sergio Leone y compañía?
Los amantes del viejo género, los defensores a ultranza de que el mejor western se realizó en los años 50 del pasado siglo, comenzarán a dudar, incluso tratándose de un director como Jacques Audiard, exponente de una de las carreras más renovadoras y cautivantes del último cine francés, y europeo por extensión.
Además, ¿no se dice desde hace rato que el western ha muerto?
Se dice, pero no es cierto, y bastaría con citar filmes como La balada de Buster Scruggs, de los hermanos Coen, Los odiosos ocho, de Tarantino, El renacido, del mexicano González Iñárritu y unos cuantos más.
A diferencia de años atrás, en que el western se dividía de una manera ortodoxa en etapas, estilos, nacionalidades y tonos en cuanto a asumir el género, hoy día esa argamasa se ha compactado en un abrazo aglutinador que incluso le da cabida a las inspiraciones más disímiles, incluyendo el horror y la ciencia ficción. Todo vale, siempre y cuando no se tire por la borda el adn que permita apreciar la identificación genética del género.
En Los hermanos Sisters (2018), Jacques Audiard (Un profeta, De óxido y de huesos) se muda al oeste norteamericano (aunque filme en España), pero no deja atrás lo que ha sido una constante en su cine: los desajustes sociales en medio de un mundo donde la marginalidad asoma la cabeza al menor pretexto.
El filme, construido a partir de una novela de Patrick de Witt, se ubica en el año 1850, tiempos en que la fiebre del oro hace sacar primero los revólveres y después preguntar. Como en cualquier western de la vieja escuela, civilización contra barbarie vuelve a ser el medidor preponderante, tanto en lo social como en lo humano. Ambos hermanos son asesinos a sueldo, pero mientras el menor, Charlie (Joaquin Phoenix), mata por ver correr la sangre, Eli (John C. Reilly en magnífica actuación) espera que algún día, una vez disipado el humo de la pólvora, pueda retirarse a vivir la más normal de las vidas.
Iguales, pero también diferentes, y en la construcción dramática de esos personajes oscuros tiene el filme una de sus mayores virtudes. Audiard vuelve ir a los extremos en esta historia que comienza con cierta incertidumbre, como si tuviera perdido el rumbo, pero que no tarda en definirse entre soplos provenientes del Spaghetti Western, finamente reelaborados, y el oeste tradicional, al que el francés –no podía ser de otro modo– le imprime atmósferas sórdidas muy suyas con giros nada complacientes.
Ya se sabe que es un director que no busca resolver los conflictos con los finales clásicos, y a veces felices, que algunos quisieran, lo cual no lo convierte precisamente en un pesimista. El buen oeste que ahora elabora, y a muchos gustará, es una prueba de que el género le abrió las puertas.