Las manifestaciones populares en Líbano han puesto a Hezbollah ante un callejón sin salida.

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Líbano es un país singular fabricado por el imperialismo a su imagen y semejanza. En el reparto de mundo que siguió a la Primera Guerra y a la caída del Imperio Otomano, los imperialistas franceses crearon un nuevo país desgajado del resto del mundo árabe y, en particular, de Siria, formado por tres grupos confesionales principales: cristianos, sunistas y chiítas.

Además, entregaron la dirección económica del país a los cristianos, encargados de ser su correa de transmisión sobre el terreno, lanzando la campaña de que Líbano era “la Suiza de Oriente Medio”, un país fuera de las noticias porque nunca pasaba nada.

Lo cierto es todo lo contrario: Líbano es la caja de resonancia de Oriente Medio.

La historia de Oriente Medio en la última posguerra se puede dividir en dos mitades aproximadamente, cuya delimitación está marcada por la revolución iraní de 1979, que en Líbano coincide con la guerra civil. Desde el punto de vista económico, la primera de las etapas se caracteriza por la decadencia de la burguesía cristiana, paralela a la decadencia del imperialismo francés en Oriente Medio.

Mientras, la burguesa sunita, estrechamente asociada al petróleo del Golfo Pérsico (jaliji) y a los capitales generados a partir de ese maná, asciende capitaneada por las familias Hariri y Miqati que, por sí mismas, acumulan el 15 por ciento de la riqueza privada de Líbano.

Cuando la riqueza cambia de religión, a la pobreza le ocurre lo mismo, de tal modo que los antiguos feudos chiítas ya no son los más depauperados de Líbano. Los barrios cristianos y sunitas de Trípoli empiezan a aparecer en las estadísticas de la miseria cada vez con mayor frecuencia. La hermandad que los libaneses nunca alcanzaron por medio de plegarias, lo ha logrado el hambre, el auténtico cemento de las sociedades capitalistas.

Lo mismo ha ocurrido con los chiítas que, sin dejar de ser la población más pobre de Líbano, han experimentado un proceso de polarización social. De la mano del Presidente del Parlamento libanés y dirigente del partido Amal, Nabih Berri, se creó el “holding chiíta” que explota las remesas de capitales procedentes de la diáspora confesional en África, América, Australia y el Golfo Pérsico.

Aparentemente ningún protagonista quiere cambiar el reparto del poder político en Líbano: la Presidencia de la República para un cristiano, el Primer Ministro para los sunitas y la Presidencia del Parlamento para los chiítas. Sin embargo, los cargos en las patronales bancarias, industriales y comerciales han cambiado significativamente y en ellas lo que destaca es la presencia cada vez mayor de chiítas, que antes ni siquiera existía.

Aquí a los burgueses chiítas los calificaríamos de “indianos”, emigrantes de origen muy humilde que se han enriquecido en el extranjero, que controlan una parte del comercio exterior y reinvierten en el interior de Líbano.

El propietario del Middle East and African Bank, Kassem Hejeij, es un ejemplo de nuevo capitalista chií, hoy sometido a las sanciones de Estados Unidos por ayudar a Hezbollah a gestionar sus operaciones financieras en el mundo.

El esplendor económico chiíta es paralelo al político de Hezbollah. La capacidad de resistencia militar de Hezbollah es impensable sin un poderoso apoyo económico y, a la inversa, el holding chiíta también sería inconcebible sin el ascenso de Hezbollah. Son las reglas más elementales del capitalismo monopolista de Estado.

Por más que siga teniendo un carácter confesional, hace tiempo que Hezbollah dejó de ser el “partido de dios” para convertirse en un movimiento nacional. Su diputado Ali Fayyad señaló hace años que “Hezbolá ya no es un partido pequeño, es una sociedad entera. Es el partido de los pobres, sí, pero al mismo tiempo hay muchos empresarios en el partido, tenemos muchos ricos, algunos de los cuales pertenecen a la élite”.

Esta evolución explica la oposición de Hezbollah a las recientes movilizaciones populares en Líbano. Por un lado es cierto, como denunció Hassan Nasrallah, que el levantamiento tenía muchas de las características de las “primaveras árabes” y que, tras su salida de Siria, los imperialistas pretendían desestabilizar Líbano e Irak. Pero también es igualmente correcto, y lo admitió el propio Nasrallah, que las protestas populares eran fundadas y que debían ser atendidas por el gobierno.

En las manifestaciones de Líbano, como en las demás que se han venido produciendo en todo el mundo a lo largo del mes de octubre, se ha puesto de manifiesto el abismo entre los de abajo y los de arriba, es decir, el mundo real y el mundo oficial, los partidos políticos parlamentarios y las instituciones públicas. En una situción compleja, como la de Líbano, todas las confesiones religiosas han protestado unidas por la miseria contra todos los partidos confesionales, incluido Hezbollah. Lo que une a la población no es ya su religión sino sus condiciones materiales de vida y trabajo.

El dato más singular que se puede retener es que en ciertos barrios los militantes de Hezbollah que siguieron las órdenes de la dirección acabaron enfrentados con los manifestantes y que entre ellos había chiítas e incluso otros militantes de Hezbollah.

Las clases sociales están por encima de dios y, naturalmente, también del partido de dios.

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