Contagio y clases sociales: lo que los manuales de medicina no cuentan sobre el carbunco.

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El carbunco fue una de las primeras infecciones estudiadas a finales del siglo XIX por los fundadores de doctrina microbiana: Pasteur y Koch.

Como la mayor parte de las enfermedades calificadas como “contagiosas”, por no decir todas, el carbunco era una plaga para la clase obrera y para los pobres y marginados en general.

El éxito de la microbiología emergente radicó en el encubrimiento de los problemas sociales como problemas médicos. Según Pasteur y Koch las causas de las plagas que asolaban a los obreros en aquella época no tenían su origen en las insalubres condiciones de trabajo y de vida sino en los microbios.

En la ideología burguesa ninguna enfermedad conoce de clases sociales ni de diferencias de clase, y menos las contagiosas. El concepto de “accidente de trabajo” y el de “enfermedad laboral” no han sido un descubrimiento científico, ni de los médicos, sino una conquista de la clase obrera que, en sí misma, es una denuncia de la explotación capitalista.

El capitalismo no era responsable de la enfermedad y la muerte de los trabajadores y por eso los microscopios de Pasteur y Koch no apuntaban a la explotación sino a una bacteria, el Bacillus anthracis. Naturalmente, una vez conocida la causa, con el progreso científico, la enfermedad tenía cura dentro del propio capitalismo.

La mejor demostración de la condición de clase del carbunco es que Pasteur y Koch no estudiaron la enfermedad porque les preocuparan los trabajadores sino porque les preocupaban los ganaderos. El carbunco destruía las cabañas ganaderas y por eso los veterinarios la conocían mejor que los médicos.

El carbunco se contrae por el contacto directo de los trabajadores (curtidores, peleteros, colchoneros, pastores, traperos, esquiladores o cardadores de lana) con ciertos animales o sus restos. No es una enfermedad infecciosa que se propaga por las poblaciones humanas, sino propia exclusivamente de los trabajadores de determinados sectores económicos.

Tampoco es una enfermedad grave si se contrae por vía cutánea, que representa casi la totalidad de los casos.

En contacto con el aire el Bacillus anthracis forma esporas que se depositan en los pastos, donde son capaces de resistir largo tiempo hasta que son ingeridas por el ganado, desde donde se transmiten a los seres humanos.

Como cualquier otra teoría científica, la microbiología afirma que si se conoce la causa, se le puede poner remedio a la enfermedad y, lo que es aún mejor: prevenirla. Para cualquier enfermedad infecciosa se puede encontrar el microbio que la origina y, por lo tanto, su remedio correspondiente. Incluso el argumento se puede volver del revés: si los remedios médicos lograron erradicar la enfermedad es porque habían combatido eficazmente el microbio que la provocaba.

Sin embargo, el carbunco no es una enfermedad que haya remitido por ningún antibiótico ni vacuna, sino por la modificación de los sistemas de producción fabriles, la sustitución de la lana como materia prima textil por los productos sintéticos, la fabricación de colchones de muelle o el retroceso de la economía pastoril y ganadera.

Antes de Koch y Pasteur, en Inglaterra la enfermedad de los trabajadores textiles por carbunco promovió en 1880 la promulgación de las normas Bradford para la manipulación de las balas de lana, que exigían tomar precauciones y modificar las condiciones de manipulación de la materia prima (1).

En los centros de trabajo donde las normas Bradford se implantaron, los casos de carbunco entre los obreros desaparecieron. Si la desaparición no fue completa, se debió a que hubo capitalistas que no las aplicaron, normalmente porque encarecían o complicaban los procesos productivos en los talleres.

En 1921 la Oficina Internacional del Trabajo celebró en Ginebra una reunión sobre el carbunco, de donde surgieron medidas que seguían teniendo relación con las condiciones de trabajo más que con remedios de tipo médico.

Las expectativas creadas por Pasteur ante la Academia de Ciencias de París sobre el descubrimiento de una vacuna para prevenir el carbunco resultaron absolutamente falsas.

Pasteur, que fue uno de los primeros mercachifles de la medicina, organizó un carnaval público en 1881 con un desproporcionado despliegue mediático que ha pasado a la historia, en la que se omite sistemáticamente el fraude que cometió. El relato anovelado del acontecimiento ha quedado como el “experimentum crucis” de la vacunación y se agota en sí mismo, en su propia ficción. Tomó 50 corderos, vacunando a la mitad de ellos y utilizó al resto de testigos. Luego les inoculó a todos el bacilo, falleciendo exactamente aquellos que no habían sido vacunados. La prensa alabó el milagro que habían contemplado sus ojos atónitos y ahí parece haber acabado la historia, la experiencia y la misma ciencia…

Se trata una narración triunfalista, dice Collier (2), ensalzada hasta la caricatura, característica de los genios que con sus maravillosos experimentos lo dejaron todo atado y bien atado de una vez y para siempre; la ciencia y la medicina triunfaron sobre la enfermedad, porque se trataba justamente de eso, de una enfermedad microbiana carente de otras connotaciones.

El propio éxito publicitario de la vacuna, que recorrió el mundo entero, provocó que a Pasteur le llovieran peticiones de la pócima milagrosa por parte de los ganaderos cuya cabaña diezmaba el carbunco.

Es la parte de la historia que falta por contar: la conversión del experimento crucial en una cruz de experimento. Lo cierto es que nunca se llegó a fabricar una vacuna estabilizada, por lo que cuantas veces se inoculó en todo el mundo, provocó dos consecuencias contradictorias: o bien la atenuación del bacilo era tan grande que no causaba ninguna reacción inmunitaria, o bien en otras era tan pequeña que provocaba la enfermedad que debía prevenir.

Según Paul de Kruif, a medida que se distribuía la vacuna, las quejas de los ganaderos se fueron amontonando sobre la mesa de Pasteur: “Las ovejas morían de carbunco; pero no de la enfermedad natural adquirida en los campos contaminados, sino de carbunco producido por las mismas vacunas que debían salvarlas. De otros lugares llegaban también noticias alarmantes: las vacunas que habían costado tanto dinero, no surtían efecto; ganaderos que después de vacunar rebaños enteros se habían acostado dando gracias a Dios por la existencia de Pasteur, una mañana encontraban los campos cubiertos de ovejas muertas; ovejas que debiendo quedar inmunizadas, habían muerto víctima de las esporas de carbunco escondidas en los pastizales. Pasteur empezó a odiar las cartas; hubiera querido taparse los oídos para no percibir los comentarios irónicos que por por todas partes surgían y, por último, sucedió lo peor que podía suceder: aquel alemán molesto, Koch, publicó un informe científico, frío y terriblemente exacto, en que dejó comprobado que la vacuna anticarbuncosa no tenía ningún valor práctico” (3).

Con la vacuna del carbunco se cumple aquello de que “es peor el remedio que la enfermedad”. Resultaba tan peligrosa que algunos países restringieron su utilización sólo para el ganado. Aunque posteriormente fue mejorada (4), la vacuna siempre fue un fracaso, si bien “en este terreno la verdad no es siempre lo más importante”, escribe Kruif. Gracias a que, incluso en materia de salud, la verdad no es lo más importante, la vacunación contra el carbunco se impuso por decreto en varios países y Pasteur guardó silencio porque el volumen de negocio crecía de manera espectacular.

Entonces la vacuna dejó de ser una cuestión veterinaria para transformarse en política. Como consecuencia del peligro, algunos veterinarios se opusieron a la vacunación de los animales. En España muchos profesores de veterinaria criticaron la vacunación, entre ellos Juan Ramón y Vidal y Braulio García Carrión porque, aseguraba este último que “no había carbunco en España” y que “era muy malo traer virus que pudieran producir la afección” (5).

En 1886 otro catedrático, Santiago de la Villa, llegó a afirmar que con el tiempo la teoría microbiana de la enfermedad sería juzgada “como la más grande vergüenza del último tercio del siglo XIX”. Al año siguiente escribió que las enfermedades amainarían con una higiene rigurosa. Los descubrimientos de Pasteur no sólo eran “innecesarios” sino también “perjudiciales” porque difundían las enfermedades: “¡Jamás, jamás nos haremos solidarios de semejante desatino, siquiera este desatino fuese defendido por todos los reputados sabios del mundo!” (6).

Ya ven que la oposición a las vacunas no ha nacido ahora; es tan antigua como las vacunas y la han defendido tanto médicos como veterinarios.

Para acabar: un siglo después nadie se acordaría de la historia del carbunco de no ser por el atentado de las Torres Gemelas en Nueva York el 11 de setiembre de 2001. La paranoia del derribo fue acompañada del envío de esporas de Bacillus anthracis por correo y, según cuentan, varias personas fallecieron a causa de ello.

(1) P.W.J.Bartrip: The Home Office and the dangerous trades. Regulating occupational disease in victorian and edwardian britain, Nueva York, 2002, pgs.233 y stes.; Chris Holmes: Spores, plagues and history. The story of anthrax, Durban, Texas, 2003, pgs.92 y stes.
(2) Sarah Elizabeth Collier: The conquest of woolsorters’ disease (industrial anthrax) that never happened, 2007 (http://www.lib.ncsu.edu/resolver/1840.16/2391). Cfr. M. Bucchi: The public science of Louis Pasteur. The experiment on anthrax vaccine in the popular press of the time, en History and Philosophy of the Life Sciences, vol.19, 1997, pgs. 181 y stes.
(3) Paul de Kruif: Cazadores de microbios, Porrúa, México, 2010, pg.161.
(4) Nicolas Stamatin en 1931 y Max Sterne en 1937 mejoraron la vacuna contra el carbunco que, en cualquier caso, siguió siendo peligrosa y el porcentaje de éxito escaso. En seres humanos A.Sclavo creó otra vacuna con suero procedente de mulos a los que se les inoculó el bacilo, pero los resultados siguieron siendo dudosos, a pesar de lo cual fue adoptado como protocolo médico, hasta que a partir de 1945 se generalizó el empleo de antibióticos (P.C.Turnbull: Anthrax vaccines: past, present and future, en Vaccine, vol.9, 1991, pgs.533 y stes.; E.Shlyakhov, J.Blancou y E.Rubinstein: Les vaccins contre la fièvre charbonneuse des animaux, de Louis Pasteur à nos jours, en Revue de Science et Technologie, vol.15, 1996, pgs.853 y stes.). El ejército de Estados Unidos dispone de una vacuna contra el carbunco registrada desde 1967, pero el estudio científico sobre el que se apoya nunca se ha publicado.
(5) ¿Qué ha hecho la Liga?, en Gaceta Médico-Veterinaria, 28 de enero de 1887.
(6) Microbiazo, en La Veterinaria Española, núm. 1040, 10 de setiembre de 1886; ¡Microbiazo! ¡Microbiazos!, en La Veterinaria Española, núm. 1063, 30 de abril de 1887.

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