La agresión de la OTAN contra Serbia en 1999 es probablemente el peor crimen de esa organización. Iniciada por iniciativa de Estados Unidos con el apoyo entusiasta de Francia, Alemania y Gran Bretaña, la intervención dio lugar a 78 días de bombardeos que mataron a miles de civiles y a muy pocos militares.
Invariablemente, el portavoz de la OTAN, Jamie Shea, concluía su parte de guerra con una cínica referencia a que “también hubo daños colaterales”. La expresión ha pasado a los anales de las frases hechas.
El ejército serbio fue expulsado de su propio territorio, la provincia de Kosovo. Predominantemente poblada por albaneses, rebautizada por las necesidades de la causa, vivió durante casi diez años con un estatuto de “autonomía” bajo la tutela del Pentágono, que construyó allí una de sus mayores bases en el mundo.
En 2008 Kosovo proclamó su “independencia” y se produjo la limpieza étnica: miles de serbios fueron obligados a huir de su propio país. Posteriormente se convirtió en la punta de lanza del terror salafista en Europa.
La agresión estuvo precedida de una formidable campaña de intoxicación, un preludio de la que se ha iniciado con la pandemia. El concepto de “armas de destrucción masiva” aún no se había inventado, pero se escenificaron hábilmente masacres imaginarias, con expresiones como “genocidio” o “limpieza étnica”.
El punto culminante de la campaña fue la invención de un vasto plan para la deportación de los kosovares, revelado por el alemán Joschka Fisher, un ecologista metido a ministro de Asuntos Exteriores. El plan, llamado “Herradura”, era falso, pero justificaba la intervención imperialista. En abril de 2019 Le Monde Diplomatique lo calificó como “la mayor mentira de finales del siglo XX”.
Pero entonces aún no había cazadores de bulos. Se inventaron después para que los bulos no acabaran nunca.
La OTAN inauguró una nueva era de “intervenciones humanitarias” que ahora, diez años después de la “Primavera Árabe”, los imperialistas celebran alborozados. Es una lástima que otro asunto humanitario, el destino de los prisioneros serbios, civiles y militares, no haya aparecido nunca.
Tras la sombra de UÇK apareció muy pronto el rumor del tráfico de órganos y de su máximo dirigente por Hashim Thaçi. Pero quienes denunciaron el crimen eran serbios, por lo que merecieron ninguna credibilidad. Interrogado sobre el asunto, Bernard Kouchner, nombrado en 1999 representante especial de la ONU en Kosovo, estalló en risa delante de las cámaras de televisión. La escena aún se puede ver en las redes sociales. Es una de las grandes vergüenzas de Europa.
El periodista Pierre Péan y el diplomático Dick Marty, del Consejo de Europa, recogieron el testigo de Serbia, que no deja lugar a dudas sobre el tráfico de órganos.
Las acusaciones contra Thaçi no impidieron que en 2016 se convirtiera en presidente de Kosovo, bajo la tutela americana. Pero “Roma no paga a traidores” y la tutela se fue de la misma manera que llegó. El trabajo estaba hecho y Washington dejó a su pupilo en la estacada.
El Tribunal Especial de La Haya ordenó la detención de Thaçi y otros tres cabecillas de UÇK, que no sólo responderán por el delito de tráfico de órganos, sino también por los de tortura, persecución, detención arbitraria, trato cruel y desaparición forzada.
Thaçi tuvo que dimitir y ahora duerme en la prisión de La Haya. Es una pena que no le acompañen tipejos como Javier Solana, Bernard Kouchner y otros: los auténticos padrinos de un Estado mafioso.