«En el desarrollo de las fuerzas productivas, se llega a una fase en la que surgen fuerzas productivas y medios de intercambio que, bajo las relaciones existentes, sólo pueden ser fuente de males, que no son ya tales fuerzas de producción, sino más bien fuerzas de destrucción –maquinaria y dinero–». (Karl Marx; El capital, Tomo III, 1894)
¿Podemos concluir que la tecnología y el progreso son sinónimos de «deshumanización»? La respuesta corta es un rotundo no. Las condiciones sociales cambian, por tanto, actualmente no puede ser más «humano» comer solo vegetales o leer libros sólo en formato papel, que manejar un iPhone o pilotar una nave espacial, esto no debería ser difícil de comprender en principio, aunque para cierta gente sea una polémica a discutir. El problema no puede ser nunca el desarrollo de las fuerzas productivas, que precisamente el capitalismo hereda y desarrolla a partir de los mejores conocimientos y esfuerzos de la humanidad, sino las relaciones de producción que rigen el entramado económico y social, la distribución de los productos ligados a ella; todo lo demás es palabrería en manos de un ignorante o de un cínico.
O si se quiere, explicado desde otro punto de vista, la deshumanización del sujeto en el capitalismo no es a causa de los avances tecnológicos –como muchos hippies y ácratas mantienen–, sino de un uso privativo y especulativo de dichos avances –solo hay que verlo en campos como la industria farmacéutica o alimentaria–. Recapitulando, el nudo gordiano está entonces, damas y caballeros, en la propiedad privada de los medios de producción que existe en este sistema, el mismo que mercantiliza sin escrúpulos la salud o los alimentos, algo que, bajo las leyes del capitalismo, como la ley del valor, es del todo normal y solo puede conducir al atolladero que conocemos: ricos y pobres, privilegiados de esas innovaciones y parias que jamás llegarán a disfrutar de esos avances.
En «Late Motiv», el programa nocturno del Andreu Buenafuente, tenemos un buen ejemplo de estas peligrosas nociones. Para quien no lo conozca, este es el programa idóneo para todo ser de «izquierdas» que, aunque sumamente aburguesado, quiere hacer parecer que no es parte del problema y sentirse moralmente superior a la «patética derecha». Pero resulta que a veces, y sin ser nada consciente, este «hombre de izquierdas» actúa como el más rancio conservador. En este programa se tuvo como invitado al excéntrico «humorista», escritor y crítico televisivo Bob Pop, quien realizaba una «demoledora crítica» al consumismo capitalista, echándole la culpa, cómo no, al trabajador medio, a lo que en España se le denomina popularmente como el «currito»:
«Bob Pop: Tengo la teoría de que hay ricos porque los pobres somos unos vagos. (…) Hay ricos porque nos da pereza hacer la revolución comunista, porque nos da pereza. Porque hemos hecho una cosa terrible, hemos pasado de comprar en el mercado a ir al supermercado. Nosotros tenemos la culpa de la concentración actual de la riqueza. Si lo piensas antes íbamos al mercado y comprábamos cada cosa en un puesto diferente con lo cual ayudábamos a que señores distintos de ese mercado con sus puestos tuviera una vivienda digna, pero no se forraban, no tenían un monopolio. ¿Ahora qué pasa? Ahora vamos al supermercado y compramos todo en un solo sitio… y claro se forran, por nuestra culpa. (…) Lo que pasa es que estamos muy cansadas, porque el capitalismo actual es la tormenta perfecta, nos han empujado a la precariedad, a las horas extras sin cobrarlas, horarios imposibles y nos han quitado la posibilidad de tener una vida donde poder ir al mercado tranquilamente y elegir en cada puesto cosas diferentes. (…) Les hemos hecho millonarios con nuestras miserias y encima se lo tenemos que agradecer porque es más cómodo. (…) Todo esto es culpa de los pobres que hemos sido muy vagos, pero, ¿qué hacemos? ¿Boicoteamos a los ricos? ¿Dejamos de comprar low cost en días festivos, dejamos de consumir? No podemos, Andreu, porque parte de ese dinero de nuestro consumo sirve para que los ricos se forren y parte de su fortuna vaya a fundaciones benéficas, nosotros también tenemos el bien consumiendo, dotan de bienes a la sanidad pública, dan donaciones al tercer mundo. Porque los ricos pagar impuestos lo menos que puedan, pero caridad hacen un rato (…) ¿Tú sabes qué tienen los ricos que no tenemos nosotros? Conciencia de clase». (Spanish Revolution; ¿Tú sabes lo que tienen los ricos que no tenemos nosotros?, 4 de julio de 2021)
Antes que nada, que personajes públicos millonarios como Bob o Buenafuente se engloben dentro de la categoría «pobres» durante uno de sus espectáculos es un insulto a la inteligencia de todos sus espectadores, dado que muy posiblemente con el número de ceros en su cuenta bancaria podrían comprarse cada uno una isla en el Caribe para ellos solos. En realidad, este cinismo es solo la constatación del intelectual del mundo de la farándula que quiere sentirse «parte del pueblo», aunque estén a años luz de cómo viven y piensan millones de personas en su país. Estos tristes personajes representan muy bien lo que es la «izquierda» intelectual totalmente domesticada, la cual lanza el mensaje de que la culpa la tiene el ciudadano medio por ir a un supermercado en vez de a un humilde mercado, como sucedía antaño. Pero todo esto es mentira, empezando porque está mal enfocado; denota, en el mejor de los casos, una falta de conocimientos históricos y una idealización neorromántica del pequeño propietario; y, en el peor de los casos, una demagogia astutamente diseñada para manipular a las clases medias occidentales a base de «nostalgia». ¿Es de extrañar? Este sentimiento ha sido el predilecto de los neorrománticos, aquellos «espíritus libres» que enmascaran su indignación irracional y conservadora bajo el halo de «pasión» y «lucha por la vuelta a las buenas costumbres».
A la mayoría de trabajadores de hace años o siglos, fuesen obreros, sirvientas, mineros, enfermeras, etc., cuyas jornadas laborales eran de entre ocho, diez, doce o incluso más horas, nunca le ha sobrado tiempo como para hacerse un tour por todas las tiendas y elegir los productos con el precio y nutrientes que desearía. Muy por el contrario, el grueso de trabajadores se las tuvo que arreglar para compatibilizar la vida personal y profesional, por lo que sus compras eran programadas para poder atender el trabajo, los estudios, la casa, la comida y los hijos. Esto significa que muchas veces se realizaban grandes compras semanales o mensuales para no tener que volver, se acudía al lugar que resultaba más cercano o en el que se encontraban las ofertas que más se ajustaban al presupuesto. En la mayoría de familias antiguas era la ama de casa o las hijas las que dedicaban el tiempo pertinente para satisfacer esta necesidad básica porque se presuponía que la adquisición de alimentos, ropa, accesorios para la casa y en general todo lo que suponía el día a día estaban entre sus labores asignadas, mientras que el marido y en menor medida los hijos se desentendían en lo fundamental de estas tareas, al menos en lo referente al ir a adquirir las mercancías relacionadas con el alimento. Afortunadamente, con el progresivo fin de estos rígidos roles de género, hoy encontramos parejas de todo tipo donde ambos miembros pueden o deben trabajar –de forma parcial o total– para mantener una casa, y donde lo más probable es que tampoco deseen perder demasiado tiempo, sino que prioricen la practicidad para optimizar su tiempo y también porque los nuevos medios de transporte y diversos servicios así lo permiten. De ahí que, entre otros fenómenos, para muchas familias hispanas la «dieta mediterránea» haya ido sustituyéndose paulatinamente por una «dieta estadounidense», donde los productos prefabricados, altos en grasas y azúcares, son lo común y normalizado –en parte también por la paupérrima educación nutricional de la escuela–. Y es aquí donde el capitalismo –«el menos malo de los sistemas», según los liberales–, hace gala de su maravillosa lógica interna, pues si entramos a cualquier supermercado, que es santo y seña de nuestra época, uno bien podrá ver que la fruta, vegetales y todo tipo de productos recomendables para la salud valen el doble o el triple de caros que la bollería industrial o los refrescos. ¿Y qué consecuencias tiene esto? Que inevitablemente, tanto por el patrón cultural como por la rentabilidad económica, sea lo menos sano aquello que es preferido por la mayoría de familias, especialmente entre los jóvenes, fáciles de manipular con sabores de muy buena palatabilidad.
Según Bob Pop «conciencia de clase» es que el proletario compre en su tienda de confianza para intentar frenar que en la crisis los peces grandes se coman a los pequeños. ¡Genial fantasía! Y es que si este ensueño utópico pudiera darse –que no puede, por fuerza lógica– y hubiera un boicot general de los asalariados más humildes a Amazon, Microsoft, Coca-Cola, Zara… nos surge una duda, ¿no supondría eso tener que despedir tarde o temprano a sus «hermanos proletarios» que trabajan allí? Y si con el tiempo se logra la «prosperidad» del pequeño tendero del barrio, ¿no abriría éste, tarde o temprano, una segunda empresa ahora que tiene mucha más demanda y empezaría a utilizar cada vez más mano de obra? Como vemos, el nacimiento y la conformación del monopolio está en la misma esencia de este absurdo «pensamiento progre» de dejarse el dinero en los pequeños establecimientos. Esta idea de «sociedad compensada» es el «reino de la piruleta», el eufemismo estrella del reformismo que profesa todo pequeño propietario o cualquier obrero de mentalidad aburguesada, en ambos casos, seres de miras muy cortas que no tienen ni remota idea de cómo funciona el entramado económico de su alrededor, por eso recurren a lo que escuchan o leen en la respetada «opinión pública». No se dan cuenta de las contradicciones en las que incurren al abrir la boca sin conocimiento de causa. Su idea no es superar el capitalismo sino darle una «cara conocida» y un «trato personalizado». Este es una equivocación muy común entre quienes no saben distinguir qué es un progreso beneficioso y cuál es negativo, puesto que esto en la sociedad de clases este siempre es relativo y condicionado.
No hay que olvidar que los pequeños negocios también son partícipes de la acumulación de capitales, y no tanto en cuanto a su competencia y monopolización –o a venderse a monopolios comerciales en cuanto el pequeño negocio marche lo suficientemente bien o mal–, sino también en tanto a los productos que venden. Las grandes empresas tienen el monopsonio –monopolio de la compra– de los productos agrícolas, industriales, etc. Lo que venden las pequeñas tiendas son productos de las grandes empresas: la heladería del barrio vende marcas como Kalise, Magnum, etc., el «todo a cien» de la calle de al lado vende juguetes producidos por grandes fábricas con trabajo semiesclavo en Taiwán, etc. La acumulación de capitales es, así, independiente de dónde compren los trabajadores y el «pueblo llano»: es un proceso que se opera entre bambalinas, y quienes padecen situaciones de hambre o miseria y se orientan por unos precios menores originados en un contexto de mayor productividad, asociada a grandes empresas, no tienen la culpa de esto, pese a que algunos quieran echarles la culpa.
«Encontramos también una concentración del capital allí donde un capitalista se apodera, desde un punto de vista económico, de empresas independientes desde el punto de vista técnico. (…) Algo parecido ocurre con el pequeño comercio y los «restaurants» de todas clases, cuyos propietarios nominales se transforman cada vez más en agentes y en asalariados efectivos de algún gran capitalista. Los dueños de los «restaurants» dependen cada vez más de los grandes fabricantes de cerveza. (…) Además, los fumaderos y los «restaurants» se convierten cada vez más en propiedad directa de las cervecerías. Los dueños de estos establecimientos no son más que arrendatarios instalados por los cerveceros». (Karl Kautsky; La doctrina socialista, 1909)
Recomendaríamos echar un vistazo al artículo de Ernesto H. Vidal «La trampa del capitalismo verde» (2007), donde exceptuando su cándida fe en reformas dentro del marco capitalista, podemos hacernos una idea de quiénes son los culpables reales de la debacle medioambiental. También se comenta una cosa interesante de cómo los programas «verdes» de las grandes empresas se financian con impuestos a modo de bonificaciones; causan el problema y lo paga el pueblo trabajador.
Dicho lo cual, hoy las famosas tiendas de «ultramarinos» son una reliquia o ya no son regentadas por gente conocida, por lo que al ciudadano medio le suele ser bastante indiferente el destino de ese negocio; además estos negocios se ven obligados a subir los precios para compensar la pérdida de público hacia las grandes superficies, con lo que la gente apurada económicamente no está dispuesta a pagar más, ¿y quién puede culparles? Por esto la propuesta de Bob Pop de volver a comprar en el «tendero de toda la vida» para «evitar la acumulación de la riqueza» es algo tan estúpido como intentar hacer que el Sol se deje de ponerse por el Oeste; es como querer hacer sentir mal por el cambio climático a quien no compra alimentación ecológica o un coche eléctrico; lo suyo en todo caso sería empezar por apuntar directamente a los gobiernos y empresas que son los que tienen el poder real de decidir sobre la mayoría de las emisiones de gases o sobre el «transporte alternativo» público. Lo mismo para este caso del «consumismo», pero es que hay otro aspecto a considerar: el pequeño negocio no es siquiera, objetivamente hablando, el futuro al que debemos aspirar, pues es la gran plataforma, el espacio que centraliza el punto de circulación de la producción básica, la tendencia general que el nuevo sistema debe heredar del capitalismo y poner al servicio de los trabajadores. No la parcela/tienda del pequeño propietario, no la posibilidad de enriquecimiento personal a costa del capital privativo –aunque sea embrionario–, sino la gran plataforma centralizada del comunismo desde donde los organismos competentes del sistema puedan facilitar la adquisición de determinada producción social básica –de consumo personal–; la misma desde la cual las ganancias pasen directamente a las arcas del pueblo que se reinvierten en determinados fines sociales –educación, sanidad, investigación, etcétera–.
¿Qué diferencia un bien personal de un medio de producción? Precisamente si se emplea para producir otros bienes. De este modo, el consumo de estos bienes puede ser privado, de cada cual, mientras que su producción puede ser colectiva. No existe ninguna delgada línea que separe ambas esferas, incluso si reconocemos que el modo de producción determina el modo en que se distribuye y consume la producción misma. Esto último, empero, no complica el asunto más que a los ojos de un filósofo que busca cualquier excusa para justificar la perennidad inexistente de la propiedad privada sobre los medios de producción, que al nacer y llegar a existir parte asimismo del hecho de que antes de esto no existió y de que, por tanto, no tiene por qué existir en el futuro. Todo nace y muere; se encuentra en constante cambio, olvida el que acusa al marxismo de metafísico o utópico cada vez que puede.
«A pesar de las enseñanzas de la ciencia positiva y de las corrientes avasalladoras del pensamiento moderno, no habéis podido desechar de vuestros cerebros la herrumbre de las concepciones estáticas de la naturaleza y la humanidad. ¡Buena idea de progreso la vuestra, que sólo concebís el cambio en lo accesorio, en lo puramente formal o exterior, sin acertar a comprender que la evolución alcance en la naturaleza o a los caracteres fundamentales de tipo orgánico, y en la humanidad al fondo mismo de las relaciones sociales! Conviene, por el contrario, que os vayáis acostumbrando a la idea de que el sistema actual de producción y de cambio no es permanente, sino transitorio; que así como no es el primer término de la evolución económica, no es tampoco el último; que si nació ayer con la revolución burguesa, morirá mañana con la revolución proletaria. Esto es lo que en primer término debe de saber todo obrero, puesto que es el fundamento de seguras esperanzas de redención: que su condición de proletario no es eterna; que el salario no es un hecho natural, necesario para la existencia de la sociedad, ni siquiera un hecho normal, sino un estado de las relaciones económicas accidental, transitorio, traído por el desarrollo histórico, que el mismo ha de sepultar, y no tarde, en el panteón de las instituciones odiosas. Y esto es lo que no acertamos a comprender cómo se oculta a vuestro talento y a vuestra cultura; pues si acaso prescindierais a sabiendas de esta verdad, si la tendencia natural del desarrollo económico apareciera a vuestra vista con la claridad y evidencia que a la nuestra, no habría crimen tan abominable como el de esforzaros en retardar una evolución salvadora, poniendo vuestro empeño en prolongar un estado social que la ciencia y la justicia condenan al mismo tiempo». (Jaime Vera López; Informe ante la comisión de reformas sociales, 1884)
En resumidas cuentas, los medios de producción son las máquinas, tierras, herramientas… todos aquellos instrumentos necesarios para producir bienes y servicios. El proletariado, al estar privado de los medios de producción, tarde o temprano se ve obligado a interactuar con ellos en la producción social, pero no tiene poder de decisión sobre el producto final en el que interviene, pues ni él ni sus homólogos que crean la riqueza con el trabajo deciden qué tipo de mercancías producen ni cómo se distribuyen, sino que, simplemente, el proletariado vende su «fuerza de trabajo», es decir, sus habilidades, para trabajar en un producto elegido por el capitalista a cambio de un salario que le permita subsistir, fin. La mayoría de las veces, el trabajador ni siquiera está faenando en el oficio que desea desarrollar sus capacidades. Entonces, que sean «medios de producción privados» depende de si son usados para explotar a otros seres, si inducen a una enajenación del trabajador hacia el producto que obra.
La producción colectiva abre la puerta a nuevas formas de consumo de los bienes en común, pero esto no convierte a los bienes de consumo en medios de producción de por sí, igual que una naranja puede ser consumida como bien de consumo o empleada como materia prima para la fabricación de zumo de naranja, lo cual no depende de que la haya adquirido un individuo para sí y sea propiedad suya sino de si, reiteramos, se emplea para la producción. No es tan difícil de comprender.
En un régimen que surgiese dentro del periodo social que pretende ir del capitalismo al comunismo, los «medios individuales de consumo», como podría ser una barra de pan, aunque sean producidos socialmente bajo «formas de propiedad colectivas», no significa que sean de «toda la comunidad» y, en consecuencia, se deban repartir entre todos los que de una u otra forma han intervenido en su producción –imaginen repartir un chusco de pan entre todos los panaderos que se involucran en su creación, menuda sandez–. Eso es un «igualitarismo» que Marx y Engels siempre despreciaron. Cuando el trabajador de esta nueva sociedad compre una barra de pan con el salario fruto de su trabajo, esta será completamente suya para hacer con ella lo que guste. Y esto es perfectamente lógico ya que como los medios de producción ahora son de la sociedad, también son de su propiedad; ¿en que se traduce esto? Que, por tanto, tiene derecho a exigir, en consonancia con los cambios en la esfera de distribución de la nueva comunidad, que él y los suyos puedan tener asegurados una buena alimentación, en este caso, que pueda acceder al pan sin problemas. Pero en esto ya interviene el aspecto político, por lo que lo dejaremos para otra ocasión, aunque esté en íntima relación.
Otra cosa muy diferente es que hablemos de la «etapa superior del comunismo», donde estén dadas las condiciones para la abolición del dinero o se vaya difuminado la antigua división entre trabajo intelectual y manual. Para entonces existirá un «manantial de riquezas» suficientes para satisfacer todas las necesidades de la población y podremos establecer la conocida máxima del comunismo: «¡De cada cual, según sus capacidades, a cada cuál según sus necesidades!», como explicó Marx en su obra: «Crítica al programa de Gotha» (1875). Aquí, un trabajador sí podrá obtener más del «fondo social común» apelando a condiciones particulares como el número de hijos». (Equipo de Bitácora; Cuando la izquierda condena la tecnología y el progreso es igual o más reaccionaria que la derecha, 2021)