Baldomero Espartero; Karl Marx, 1854

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«Una de las peculiaridades de las revoluciones consiste en que precisamente cuando el pueblo parece estar a punto de dar un gran salto y de abrir una nueva era, se deja arrastrar por las ilusiones del pasado y deja todo el poder e influencia, que tan costosamente ha conseguido, en manos de hombres que representan, o se supone que representan, el movimiento popular de una época pasada. Espartero es uno de esos hombres tradicionales a los que el pueblo está acostumbrado a llevar a hombros en momentos de crisis social y de los que después, al igual que del perverso viejo que rodeaba obstinadamente con sus piernas el cuello de Simbad el Marino, es difícil librarse.

 

Preguntad a un español de la llamada escuela progresista cuál es el valor político de Espartero y os responderá enseguida que «Espartero representa la unidad del gran partido liberal, Espartero es popular debido a que ha salido del pueblo; su popularidad opera exclusivamente en favor de la causa de los progresistas». Es cierto que Espartero es hijo de un artesano y que se ha encaramado hasta convertirse en regente de España; lo es también que, tras ingresar en el ejército como soldado raso, lo abandonó como mariscal de campo. Pero si él es el símbolo de la unidad del gran partido liberal, sólo puede serlo de aquel punto indiferente de unidad en el que los extremos se neutralizan. Por lo que hace a la popularidad de los progresistas, no exageramos si decimos que la perdieron en el momento en que la transfirieron de la masa del partido a este individuo singular.

No necesitamos más prueba del carácter ambiguo y excepcional de la grandeza de Espartero que el simple hecho de que, hasta ahora, nadie ha sido capaz de justificarla. Mientras sus amigos se refugian en generalidades alegóricas, sus enemigos, aludiendo a un rasgo extraño de su vida privada, declaran que es un jugador afortunado. De manera que ambos, amigos y enemigos, tienen iguales dificultades para descubrir alguna relación lógica entre el hombre tal cual es y su fama y renombre.

Los méritos militares de Espartero son tan discutidos como indiscutibles son sus defectos políticos. En una gruesa biografía, escrita por el señor Flórez, insiste mucho en sus hazañas militares y su actuación de general, exhibidas en las provincias de Charcas, La Paz, Arequipa, Potosí y Cochabamba, donde luchó a las órdenes del general Morillo, encargado entonces de someter los estados suramericanos a la autoridad de la corona española. Pero la impresión general que producen sus proezas guerreras en tierras suramericanas sobre la excitable mente de sus paisanos queda suficientemente caracterizada con su designación como jefe del ayacuchismo y al de sus partidarios como ayacuchos, aludiendo a la desgraciada batalla de Ayacucho, en la que España perdió definitivamente Perú y Suramérica. En todo caso, es un héroe muy fuera de lo común, un héroe cuyo bautismo histórico data de una derrota, en vez de una victoria. En los siete años de guerra contra los carlistas, nunca se distinguió por uno de esos golpes de audacia por los que Narváez, su rival, fue pronto conocido como un soldado de nervios de acero. Poseía, sin duda, el don de sacar el mayor provecho posible de pequeños triunfos, pero fue pura suerte que Maroto le entregara las últimas fuerzas del Pretendiente, mientras que el levantamiento de Cabrera en 1840 no fue más que un póstumo intento de galvanizar los huesos sin vida del carlismo. El mismo señor Marliani, uno de los admiradores de Espartero e historiador de la España moderna, no puede menos de confesar que esa guerra de siete años no es comparable más que con las riñas sostenidas en el siglo X entre los pequeños señores de las Galias, en las que el éxito no era resultado de una victoria. Por otra fatalidad, resulta que, de todas las proezas peninsulares de Espartero, la que causó una impresión más viva en la memoria pública fue, si no exactamente una derrota, sí al menos una acción singularmente extraña en un héroe de la libertad: Espartero se hizo célebre como bombardeador de ciudades, de Barcelona y Sevilla. Si, como dice un escritor, los españoles quisieran pintar a Espartero como Marte, veríamos a este dios en forma de ariete.

Cuando Cristina se vio obligada, en 1840, a dejar su regencia y huir de España, Espartero, oponiéndose a los deseo de un amplio sector de los progresistas, asumió la suprema autoridad dentro de los límites del gobierno parlamentario. Se rodeó de una especie de camarilla y adoptó las formas de un dictador militar, sin sobrepasar realmente la mediocridad de un rey constitucional. Se inclinó más hacia los moderados que hacia los progresistas, los cuales, salvo algunos casos, quedaron excluidos de los cargos públicos. Sin reconciliarse con sus enemigos, se distanció gradualmente de sus amigos. Falto de valor para romper las cadenas del régimen parlamentario, no supo cómo aceptarlo, ni cómo manejarlo o transformarlo en instrumento de acción. Durante sus tres años de dictadura, el espíritu revolucionario se fue quebrando gradualmente a fuerza de innumerables compromisos, al tiempo que se toleraba que las disensiones internas del partido progresista crecieran hasta el punto de permitir a los moderados reconquistar, mediante un coup de main, el poder exclusivo. De esta forma, Espartero quedó tan despojado de autoridad, que su propio embajador en París conspiraba contra él con Cristina y Narváez, y tan pobre de recursos, que no encontró medio de defenderse de sus miserables intrigas o de las mezquinas trapacerías de Luis Felipe. Comprendía tan poco su propia situación, que se resistió de forma desconsiderada a la opinión pública cuando ésta no buscaba más que un pretexto para despedazarlo.

En mayo de 1843, desvanecida ya desde hacía tiempo su popularidad, mantuvo a Linage, Zurbano y demás miembros de su camarilla militar, cuya destitución se exigía a voces. Destituyó el gabinete López, que gozaba de una amplia mayoría en la cámara de diputados, y rechazó obstinadamente una amnistía para los moderados exiliados, una amnistía que entonces reclamaba todo el mundo: el parlamento, el pueblo y el mismo ejército. Esta demanda expresaba simplemente el descontento público con su administración. Entonces, súbitamente, un huracán de pronunciamientos contra el «tirano Espartero» sacudió la Península de un extremo al otro, un movimiento que sólo es comparable, por la rapidez de su expansión, con el que se desarrolla ahora. Moderados y progresistas se unieron con el objetivo de deshacerse del regente. La crisis le cogió totalmente desprevenido. La hora fatal le encontró falto de preparación.

Narváez, acompañado de O’Donnell, Concha, y Pezuela, desembarcó con un puñado de hombres en Valencia. Por parte de éstos, todo era rapidez y acción, audacia calculada, decisión enérgica. Por parte de Espartero, todo era vacilación impotente, retraso mortal, indecisión apática, debilidad indolente. Mientras Narváez levantaba el asedio de Teruel y marchaba a Aragón, Espartero se retiraba de Madrid y consumía semanas enteras en una injustificable inactividad en Albacete. Cuando Narváez había conseguido la adhesión de los cuerpos de ejército de Scoanc y Zurbano en Torrejón y marchaba hacia Madrid, Espartero se unió, por fin, con Van Halen para el inútil y odioso bombardeo de Sevilla. Huyó luego de plaza en plaza, abandonado por sus tropas a cada paso de su retirada, hasta que, finalmente, alcanzó la costa. Cuando embarcó en Cádiz, esta ciudad, la última en la que conservaba partidarios, despidió a su héroe pronunciándose también contra él. Un inglés residente en España durante la catástrofe, ofrece una descripción gráfica de la caída de la grandeza de Espartero: «No fue el estallido tremendo de un momento, después de una reñida batalla, sino una pequeña y gradual retirada, tras no emprender una sola batalla, desde Madrid a Ciudad Real, desde Ciudad Real a Albacete, desde Albacete a Córdoba, desde Córdoba a Sevilla, desde Sevilla a Puerto de Santa María y desde aquí al ancho océano. Cayó de la idolatría al entusiasmo, del entusiasmo a la fidelidad, de la fidelidad al respeto, del respeto a la indiferencia, de la indiferencia al desprecio, del desprecio al odio y del odio al mar».

¿Cómo ha podido Espartero, una vez más, convertirse en salvador del país y en «espada de la revolución», como se le llama?. Este fenómeno sería totalmente incomprensible de no estar por medio los diez años de reacción sufridos por España durante la brutal dictadura de Narváez y el opresivo yugo de los favoritos de la reina que sucedieron a Narváez. Largos y violentos períodos de reacción propician de forma prodigiosa el resurgimiento de hombres caídos por sus abortos revolucionarios. Cuanto mayor es la capacidad imaginativa de un pueblo −¿y dónde es mayor que en el sur de Europa?− tanto más irresistible es su tendencia a oponer a la encarnación individual del despotismo las encarnaciones individuales de la revolución. Como el pueblo no puede improvisar de repente tales encarnaciones, desentierra a los muertos de movimientos anteriores. ¿No estuvo a punto el propio Narváez de hacerse popular a costa de Sartorius? El Espartero que hizo su entrada triunfal en Madrid el 29 de julio no era un hombre real. Era un fantasma, un nombre, un recuerdo.

Es de justicia recordar que Espartero nunca declaró ser otra cosa que monárquico constitucional, y si hubiese podido existir alguna duda al respecto, habría tenido que desaparecer ante el entusiasta recibimiento que obtuvo, durante su exilio, del palacio de Windsor y de las clases gobernantes de Inglaterra. Cuando llegó a Londres, toda la aristocracia se congregó en su residencia, con el duque de Wellington y Palmerston a la cabeza. Aberdeen, en su calidad de ministro de Asuntos Exteriores, le envió una invitación para ser presentado a la reina. El alcalde y los concejales de la ciudad le agasajaron con homenajes gastronómicos en la Residencia del alcalde de Londres. Y cuando se supo que el Cincinato español pasaba sus ratos de ocio cultivando el jardín, no quedó sociedad botánica, hortícola o agrícola que no se apresurara a obsequiarle con su respectivo título de socio. Fue ni más ni menos que el león de la metrópoli. A fines de 1847, una amnistía reclamaba a los españoles exiliados y el decreto de la reina Isabel le nombraba senador. Sin embargo, no se le permitió marchar de Inglaterra sin que la reina Victoria le hubiese invitado a su mesa, a él y a la duquesa, haciéndoles, además, el honor extraordinario de alojarlos por una noche en el Palacio de Windsor. Es cierto, pensamos nosotros, que esta aureola proyectada en torno a su persona iba ligada de alguna forma al supuesto de que Espartero había sido y seguía siendo el representante de los intereses británicos en España. No es menos cierto que las demostraciones en favor de Espartero tenían como el aspecto de demostraciones contra Luis Felipe.

Vuelto a España, Espartero recibió diputación tras diputación y felicitación tras felicitación; la ciudad de Barcelona envió un emisario especial para disculparse de lo mal que ella se había portado en 1843. Pero ¿hay alguien que haya oído mencionar el nombre de Espartero durante el fatal período que va de enero de 1846 hasta los últimos sucesos? ¿Alzó alguna vez su voz durante aquel silencio de muerte de una España degradada? ¿Se recuerda un solo gesto de patriótica resistencia de parte suya? Se retiró tranquilamente a su finca de Logroño, a cultivar sus coles y sus flores, en espera de su hora. Ni siquiera fue a la revolución hasta que la revolución fue a por él. Hizo más que Mahoma: esperó a que la montaña acudiera a él, y la montaña acudió. Hay que mencionar, sin embargo, una excepción. Cuando estalló la revolución de febrero, seguida del terremoto general en Europa, hizo que el señor Príncipe y otros amigos publicaran un pequeño panfleto titulado Espartero, su pasado, su presente, su porvenir, para recordar a España que todavía albergaba al hombre del pasado, del presente y del futuro. Al desplomarse pronto el movimiento revolucionario en Francia, el hombre del pasado del presente y del futuro se hundió, una vez más, en el olvido. Espartero nació en Granátula, en la Mancha, y, al igual que su célebre paisano, tiene también su idea fija, la constitución, y también su Dulcinea del Toboso, la reina Isabel. El 8 de enero de 1848, a su regreso a Madrid, tras el exilio inglés, fue recibido por la reina, de la que se despidió con las siguientes palabras: «Liámeme V. M. cuando necesite un brazo que la defienda, o un corazón que la ame». Su Majestad lo ha llamado ahora y el caballero andante aparece calmando las olas revolucionarias, serenando a las masas con una calma engañosa, permitiendo que Cristina, San Luis y los demás se escondan en Palacio, proclamando en voz alta su fe inquebrantable en las palabras de la inocente Isabel.

Es sabido que esta reina, muy digna de fe ella, cuyos rasgos se dice que asumen de año en año un parecido más sorprendente con los de Fernando VII, de infeliz memoria, fue declarada mayor de edad el 15 de noviembre de 1843. Iba a cumplir entonces, el 21 de noviembre del mismo año, 13 abriles tan sólo. Olózaga, al que López había nombrado tutor de la reina por tres meses, formó un gabinete detestable para la camarilla y para las Cortes, recién elegidas bajo la impresión del primer triunfo de Narváez. Olózaga quería disolver las Cortes y obtuvo un real decreto, firmado por la reina, que le otorgaba poderes para hacerlo, pero dejando en blanco la fecha de su promulgación. El día 28 por la tarde Olózaga recibió el decreto de manos de la reina. La tarde del 29 tuvo otra entrevista con ella. Pero apenas había dejado a la reina, cuando vino a su casa un subsecretario de Estado y le indicó que estaba despedido, exigiéndole devolviese el decreto que había obligado a la reina a firmar. Olózaga, abogado de profesión, era un hombre demasiado listo para caer en la trampa de esta guisa. No devolvió el documento hasta el día siguiente, tras haberlo mostrado a cien diputados, por lo menos, como prueba de que la firma de la reina estaba escrita en su letra habitual y corriente. El 13 de diciembre González Bravo, nombrado presidente del gabinete, convocó a los presidentes de las cámaras, a los notables principales de Madrid, a Narváez, al marqués de Santa Cruz y a otros para una reunión con la reina, la cual haría una declaración explicándoles lo que había pasado entre ella y Olózaga la tarde del 28 de noviembre. La inocente reinecita los condujo al salón en el que había recibido a Olózaga y escenificó, para informarles, un pequeño drama con ademanes muy vivos, pero más bien exagerados. Así había atrancado la puerta Olózaga, así la había cogido del vestido, así la había obligado a sentarse, así le había guiado la mano, así la había obligado a firmar el decreto; en una palabra, así había violado su dignidad real. Durante la escena, González Bravo tomó nota de tales declaraciones, mientras las personas asistentes contemplaban el decreto en cuestión, que parecía firmado por una mano manchada de tinta y temblorosa. Así, pues, partiendo de la solemne declaración de la reina, Olózaga debía ser condenado por el crimen de laesa majestas a ser despedazado por cuatro caballos o, en el mejor de los casos, al destierro perpetuo a las islas Filipinas. Pero, como ya hemos visto, Olózaga había tomado sus medidas de precaución. Siguió después un debate en las Cortes durante 17 días, produciendo mayor sensación todavía que la provocada por el famoso proceso de la reina Carolina en Inglaterra. La defensa de Olózaga en las Cortes contenía, entre otras cosas, este pasaje: «Si nos dicen que hay que creer sin discusión la palabra de la reina, respondo: ¡no! O bien hay acusación o no la hay. Si la hay, esa palabra es un testimonio como otro cualquiera, y a ese testimonio yo opongo el mío». En la balanza de las Cortes, la palabra del tutor tuvo más peso que la de la reina. Posteriormente, Olózaga huyó a Portugal para eludir a los asesinos enviados contra él. Éste fue el primer entrechat20 de Isabel en el escenario político de España y la primera prueba de su honestidad. Y ésta es la misma reinecita en cuyas palabras exhorta ahora Espartero a la gente a confiar y a la que, tras once años de escuela de escándalo, ofrece él, «espada de la revolución», el «brazo que la defienda» y el «corazón que la ame». Nuestros lectores pueden juzgar si la revolución española tendrá o no tendrá un resultado provechoso». (Karl Marx; Espartero, 1854)

 

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