Holocausto

Leslie Díaz Monserrat (Granma).— A lo lejos, parece un punto pequeño. No debe sobrepasar el metro de estatura. Lleva un abrigo gordo, un gorro, y se nota que camina con torpeza. La abuela trae todo el cansancio del mundo en los hombros y lo toma de la mano. Imagino la angustia de viajar en tren hacia un futuro incierto, apilados los unos sobre los otros, como si se tratara de un hato de reses camino al matadero.

El mundo les ha fallado. A esas horas debería estar en su casa, rodeado de juguetes, con una risa de las que alumbra el rostro. Pero pocas oportunidades tuvieron en su paso efímero por la vida. De ellos, solo quedó una foto, en blanco y negro, como recordatorio de uno de los momentos más atroces de la historia de la humanidad. O mejor dicho, de la historia, a secas, porque hay poco de humano cuando se palpa la barbarie.

¿Cuál sería su último pensamiento? La inocencia de los niños es tan pura, que mi hija de tres años cree, totalmente, que le nacen alas si se come toda la comida. Quizá, él nunca tuvo certeza de su fatídico destino. Quizá, caminó por esa tierra seca alimentado por su fantasía, movido por el candor, cegado por la ingenuidad, esa especie de elixir para hacer menos duro lo insoportable.

Su abuela casi no puede desplazarse. Tiene la espalda doblada por los años. Lleva un pañuelo en la cabeza y la acompañan dos pequeños más. Sus nietos, ataviados con ropas que parecen raídas, la siguen. No se alcanza a ver el rostro, pero la cabeza de uno de ellos, inclinada hacia delante, denota la pena profunda.

Los imagino desnudos en el ropero. Las ansias por darse su primer baño después de una travesía larga e incómoda. Imagino sus ojos abiertos, la desesperación, la necesidad de respirar, las manos puestas en la garganta, la angustia, el horror, la muerte.

Hasta 2 500 personas podían morir, al unísono, en cada cámara. Como si se tratara de una tanda de pastelitos. Como si 5 000 ojos abiertos ante el espanto no fueran una escena tan brutal como para cortar de un tajo la respiración, la fe en el lado bueno de la gente.

Entonces los cuerpos, inertes, como pedazos de carne, se amontonaban en una pila grotesca, diabólica, indescriptible, y el fuego los devoraba, con hambre insaciable, para devolver al cielo un humo blanco, como si se tratara de sus almas.

Seguro sufrió y mucho. De ellos solo queda una foto, en blanco y negro y debajo una sucinta explicación: «una abuela y sus nietos marchan sin saberlo hacia la cámara de gas durante la llegada de los judíos húngaros al campo de Auschwitz, entre mayo y junio de 1944».

Ochenta años después, otras fotos estremecen. Una imagen, a todo color, muestra a un padre que busca, junto a sus hijos, un lugar seguro fuera de Gaza. Las 25 000 muertes, en poco más de cien días de iniciado el conflicto con Israel –¡qué ironía!–, los llevan a buscar una forma de escapar de una Franja golpeada por la guerra.

También ellos caminan a un futuro incierto. También el mundo les ha fallado. También esos pequeños deberían tener una sonrisa en el rostro y dormir un mediodía sin estremecerse por las bombas. Mientras los sionistas justifican la escalada de violencia, los judíos justos han dicho: «No en nuestro nombre».

Cada año, el 27 de enero, día en que las tropas soviéticas trajeron la esperanza y la libertad al campo de concentración de Auschwitz-Birkenau, se recuerda la memoria de las víctimas del holocausto. La historia, llena de asombrosos paralelismos, ofrece profundas enseñanzas. La humanidad debe cumplir su promesa. Palestina sufre. No podemos permitir la barbarie nunca más.