Roberto Díaz Martorell (Juventud Rebelde).— La situación actual en Medio Oriente, marcada por la escalada de bombardeos y conflictos provocados por Israel con la complicidad de EE. UU., ahora extendidos más allá de Palestina, plantea un sombrío panorama tanto para la región como para el planeta en su conjunto. Los enfrentamientos, que parecen perpetuarse sin un fin a la vista, no solo afectan a los países involucrados (agresores y agredidos), sino que tienen repercusiones globales que afectan a todos los habitantes del orbe.
La historia reciente, cuyas cifras son alarmantes —más de 43 204 palestinos asesinados, en su gran mayoría niños y mujeres; 101 641 heridos y más de 11 000 desaparecidos; mientras que en Líbano suman 2 865 los muertos, más de 10 000 heridos y cientos de miles de desplazados—, por solo citar un ejemplo, habla de que los conflictos actuales en Medio Oriente no son fenómenos aislados y que cada bombardeo resuena más allá de sas fronteras.
En este contexto, la escalada de violencia entre Israel, Líbano e Irán no solo incrementa el sufrimiento humano de quienes ven de cerca la incertidumbre y la muerte, sino que también alimenta un ciclo de odio y desconfianza que puede ser difícil de romper para las futuras generaciones.
Las expectativas en ese sentido son inciertas todavía, al no concretarse un final para tanta masacre, ya que en la medida en que esos conflictos aumenten, así mismo se incrementa la desestabilización económica, política y social de esa área geográfica, por lo que también es creciente la militarización y la polarización global.
En el mundo donde habitamos hoy, donde es cada vez más escaso el acceso a los recursos vitales para el ser humano, este tipo de enfrentamiento bélico por el poder y la influencia, que en el caso de Medio Oriente es promovido por el proyecto colonial del sionismo, solo exacerba problemas como el cambio climático, la escasez de agua y la desigualdad económica, y su impacto a nivel global.
Además, el impacto sicológico de las guerras en las poblaciones es devastador. No es difícil observar, a partir de los reportes en los diferentes medios de prensa sobre lo que ocurre en esa región, que aquellos que sobreviven y crecen en medio de bombardeos y violencia desarrollan un sentido de desesperanza y trauma que puede tardar décadas en sanar; herencia de dolor y sufrimiento que no solo afecta a los individuos, sino que repercute, además, en la cohesión social y en la capacidad de los pueblos para construir, o al menos apostar, por un futuro de paz.
La paz, ese estado ansiado por muchos hoy, requiere también del esfuerzo de todos, del diálogo coherente y del compromiso de las naciones. La comunidad internacional, que no ha estado en su gran mayoría —por suerte— ajena a estos conflictos y denuncia y exige constantemente el fin del genocidio, tiene también la responsabilidad moral y ética de intervenir y buscar soluciones pacíficas.
La diplomacia debe ser la prioridad sobre el militarismo; las negociaciones deben remplazar las bombas. Sin embargo, ello requiere una voluntad política que actualmente parece escasear en las potencias hegemónicas y una participación popular muy activa, por lo que es esencial promover la empatía y el entendimiento, para romper el ciclo de violencia que ha marcado a Medio Oriente. La humanidad puede elegir un camino diferente, donde la vida sea valorada por encima de la muerte.