La derrota del gobierno de Bashar al-Asad y la caída del Estado sirio en manos de sus enemigos representan un hito devastador, no solo para el pueblo sirio, sino también para las fuerzas antiimperialistas de todo el mundo. Lo ocurrido no es solo el resultado de los acontecimientos desarrollados en el campo de batalla de los que hemos ido teniendo noticia, sino un proceso en el que múltiples factores—militares, políticos y sociales—convergen en un desenlace trágico. Ante este hecho una parte de la militancia podría estar tentada de asumir explicaciones simplistas. Sin embargo, para extraer de este golpe las lecciones necesarias, es más necesario que nunca mantener un análisis sobrio y detallado, que evada de las conclusiones precipitadas con las cuales podemos estar condenando a nuestros propios aliados, haciéndole el juego a la propaganda enemiga.
Más que como una decisión tomada en una supuesta mesa de negociaciones completamente antinatural, el colapso del Ejército Árabe Sirio (SAA) puede entenderse como un efecto “de bola de nieve” que atiende más a causas internas que a decisiones tomadas desde la élite. Hasta donde sabemos, el terror desatado por Hay’at Tahrir al-Sham (HTS) – en parte mediático en parte real – con su ofensiva sorpresiva actuaron como un catalizador que fue desarticulando una a una las líneas de defensa del ejército sirio, paralizándolo, especialmente en los niveles de la oficialidad y del Estado Mayor. Estos son los hechos.
Enfrentados a una ofensiva coordinada, que combinó ataques rápidos y precisos con una campaña de terror psicológico, por los reportes iraníes, rusos y las fuentes abiertas de la que disponemos parece que los cuadros militares del ejército quedaron paralizados, incapaces de organizar una defensa eficaz. Esto no se explica únicamente por errores tácticos, sino por un agotamiento acumulado tras más de una década de resistencia. El SAA, ya desgastado por las sanciones, la falta de recursos y las deserciones, se desmoronó cuando sus puntos más vulnerables fueron atacados de forma simultánea. Seguramente ni Erdogan (por mucho que ahora se quiera atribuir el triunfo) los propios dirigentes de HTS o del SNA proturco en origen podían saber la efectividad de ese primer ataque.
Este fenómeno en el que una derrota parcial desemboca en un efecto dominó descomunal no es nuevo. La desmoralización, el desgaste físico y psicológico, la falta de materiales y la descoordinación son factores que suelen preceder colapsos de esta magnitud, muchas veces capitalizadas por divisiones y traiciones internas. Le ocurrió a nuestra República, le ocurrió al Afganistán socialista, volvió a ocurrirle al gobierno de Gadafi y volverá a ocurrir. Simple y llanamente podemos ser derrotados. Es así de simple y así de crudo. La guerra (y la política) es en muchas ocasiones antes una suma de debilidades y fallas que el resultado de una gran mente pensante, de uno u otro estadista. Las guerras son escenarios caóticos donde el error, la torpeza, la corrupción y las limitaciones materiales tienen un papel tan grande como las estrategias conscientes.
Teniendo en cuenta esto, y con la información que manejamos hoy, es necesario desestimar las narrativas que buscan atribuir esta debacle a una traición deliberada de potencias como Rusia o Irán. Estas teorías, aunque atractivas para quienes buscan explicaciones simples, parten de una visión idealista de las relaciones internacionales, donde cada movimiento es calculado y racional. Rusia, que intervino decisivamente en 2015 para evitar el colapso total del Estado sirio, no podía prolongar indefinidamente su apoyo militar y económico con la gran mayoría de sus recursos centrados en Ucrania. Irán, por su parte, no debemos olvidarlo es un país todavía en vías de desarrollo, que ha desarrollado su propia línea de influencia, que ha dado el do de pecho desde la invasión de iraq para consolidar su presencia en la región pero que no dispone de recursos infinitos. Atribuirles a estos actores cualquier sospecha de «traición» o inacción intencionada es no comprender la cantidad de esfuerzos que han empleado en Siria y faltar a las fuentes abiertas que nos han arrojado en redes una gran cantidad de vídeos en que rusos e iraníes se batían en el aire unos, y en el barro los otros, a plomo fundido.
Un refrán popular dice “no atribuyas a la inteligencia lo que pueda haber sido producto de la estupidez.” En términos similares la ley de la navaja de Ockham establece que ante dos hipótesis que explican lo mismo la más válida es la más simple. La derrota del gobierno sirio no ha sido resultado (o no solo) de una injerencia completamente teledirigida de Turquía, Israel y Estados Unidos, mucho menos en connivencia con Rusia o Irán, sino fundamentalmente del desenlace de contradicciones internas, errores locales y tensiones dentro del aparato del Estado, que han sido tensadas, hipertrofiadas y aprovechadas por aquellas potencias hostiles, en direcciones y con consecuencias que seguramente estos mismos actores ni si quiera pueden llegar del todo a prever.
El SAA, heroico durante años, simplemente no pudo sostener un frente tan amplio y complejo. La presencia de grupos como Al Qaeda, las constantes agresiones israelíes, la insurgencia kurda y las sanciones económicas minaron su capacidad de respuesta. A esto se suma la fragmentación interna del Estado y cierto hastío del pueblo, que después de más de una década de guerra y bloqueo económico, veía cada vez más lejano el horizonte de estabilidad y reconstrucción de aquellos años 2000. A todo esto, se suma la volatilidad del modelo de reconciliación nacional que venía impulsando el gobierno sirio, que a través de amnistías generalizadas terminó sembrando las semillas de su propia desestabilización futura. Cuando el ejército flaqueó en Alepo, su debilidad provocó que nidos de insurgencia aparecerían de la noche a la mañana y se sumaran a las células durmientes clandestinas que permanecieron activos en muchas regiones «recuperadas». El resto es, por desgracia, historia.
Hoy, el panorama que queda en Oriente es realmente sombrío para el Eje de la Resistencia. La retirada o reducción de la presencia rusa en la región marcaría un cambio significativo en el equilibrio de poder en Oriente Medio, dejando un vacío que seguramente será explotado por las potencias imperialistas y sus aliados. Por otro lado, la derrota del gobierno sirio pone en cuestión el apoyo logístico y político a la resistencia palestina, una de las banderas históricas de Damasco. Siria ha sido durante décadas un eje fundamental en la resistencia frente al régimen sionista, y su caída podría debilitar aún más las luchas de los pueblos de la región.
La caída de Siria nos recuerda que las victorias en el sur asediado penden de un hilo. Los militantes internacionalistas, especialmente aquellos que estamos radicados en Europa occidental, no podemos ignorar nuestra parte de responsabilidad en todo esto. La falta de un movimiento sólido de solidaridad con Siria desde el principio ha sido uno de los factores que ha permitido a los grupos salafistas contar con todo tipo de apoyo en nuestros territorios. En ese sentido la caída del gobierno de Assad es un aviso a navegantes. No os extrañe ver crisis similares emergiendo en Irán, Armenia, Cuba, Nicaragua o Iraq. Es hora de pasar del amateurismo a la profesionalidad en el ámbito de la solidaridad internacional. Simplemente no hemos sido la voz clara y firme contra el colonialismo que Siria necesitaba. No obstante, esta guerra prolongada del imperialismo contra los pueblos del mundo está abocada a continuar, y otras tierras del mundo “reclamarán el concurso de nuestros modestos esfuerzos”. La cuestión es si estaremos esta vez a la altura o si, por el contrario, seguiremos buscando chivos expiatorios en los demás.