El secretario general de la OTAN, Mark Rutte, no dice una verdad ni siquiera cuando se equivoca. En una entrevista con el periódico alemán Welt am Sonntag, ha declarado que Rusia está considerando la posibilidad de desplegar armas nucleares en el espacio para atacar a los satélites. Suponemos que se refiere a los satélites de los demás, no a los suyos propios, un matiz que es importante tener en cuenta.
Un ataque nuclear contra los satélites tendría graves consecuencias al interrumpir los sistemas de comunicación, navegación y vigilancia y, como recuerda Rutte, viola el Tratado sobre el Espacio Ultraterrestre de 1967, que prohíbe el despliegue de armas de destrucción masiva en el espacio.
No obstante, añade Rutte, la tecnología espacial de Rusia se ha quedado anticuadas en comparación con las de occidente, lo cual se puede entender de dos maneras opuestas. La primera es que Rusia no podría llevar a cabo ese ataque porque no está capacitada para ello. La segunda es que podría ejecutar ese ataque precisamente para acabar con esa superioridad occidental.
Es imposible saber a qué se refiere exactamente Rutte, pero eso a él le da lo mismo porque se trata de lo de siempre: de sembrar el miedo, de lanzar proclamas a cada cual más estúpida para intimidar a los europeos.
Explotando una bomba de 10 megatones en el espacio a una altitud de 80 kilómetros se formaría un pulso electromagnético mucho más potente que en una explosión cerca de la superficie. Los fotones gamma ionizarían los electrones en la alta atmósfera, creando una corriente eléctrica masiva que convertirá a Starlink en un montón de chatarra, con el “pequeño” incoveniente de que con los satélites rusos ocurrirá lo mismo. Adiós al GPS, el Glonas, Galileo y la Estación Espacial Internacional.
La órbita terrestre baja se llenaría de basura espacial, lo que se conoce como “síndrome de Kessler”. La acumulación de desechos sería tan densa que cualquier nuevo objeto que se lanzara al espacio podría chocar con los escombros, generando más fragmentos y, por lo tanto, aumentando la cantidad de basura.
No habría manera de volver a lanzar otro satélite sin recoger antes los escombros existentes. ¿Podríamos sobrevivir sin GPS mientras tanto? ¿también sin Google Maps? ¿sin Uber? ¿sin Instagram? ¿sin Cabify?
Lo del atraso ruso en tecnología espacial merecería un capítulo aparte que un demagogo como Rutte no se merece.
Pero no hay que olvidar que Rutte no habla de una hipótesis, porque Estados Unidos ya ha hecho la prueba. En 1962 detonó una bomba de 1,4 megatones a 400 kilómetros de altitud. Fue el experimento Starfish Prime.
Estados Unidos quiso alterar el anillo de radiación Van Allen que el planeta genera cuando su campo magnético frena el viento solar, para averiguar si podría frenar a los misiles soviéticos. La explosión espacial se llevó a cabo apenas unos meses antes de que Kennedy anunciara el primer vuelo tripulado a la Luna.
Starfish Prime solo fue parte de una serie de pruebas, enmarcadas en el Proyecto Fishbowl, que a su vez pertenecía a la Operación Dominic. El objetivo era averiguar los efectos de las detonaciones atómicas en el espacio. El año en que se lanzó ya se habían hecho seis pruebas a elevada altitud.
Para los seres humanos capaces de razonar sí, pero si son miles las personas que creen que la tierra es plana y que las vacunas logran controlar mentalmente a las personas a través de las antenas de 5G; ¿cómo no van a creerse que los rusos quieran revivir el ridículo escudo antimisiles atmosférico de Reagan, más recordado como «la guerra de las galaxias»?