Diego Fusaro.— Una vez más, Vladimir Putin, presidente de la federación rusa, le da la vuelta a la tortilla a la ridícula y asilvestrada narrativa de Occidente, o mejor dicho, la narrativa del liberal-atlantista.
De hecho, es noticia reciente que Putin haya optado orgullosamente por rebautizar el aeropuerto de Volvogrado con el nombre de Stalingrado y que además haya celebrado la figura de Stalin como héroe nacional. Se derrumba así, como era previsible, la patética narrativa de Occidente según la cual Putin es el nuevo Hitler: una narrativa que, como ya saben hasta las piedras, sólo sirve a Occidente para poder deslegitimar a priori al adversario y poder justificar nuevos Hiroshimas y nuevos Nagasakis si es necesario.
Esta es, en definitiva, la función de la reductio ad Hitlerum, como la describió el filósofo político Leo Strauss. En todo caso, es Occidente quien apoya al batallón neonazi Azov en Ucrania, y no Putin, quien realmente lo que hace es combatirlo. Y que, al hacerlo, continúa la gloriosa línea soviética de oposición al nazismo: recordémoslo en beneficio de los muchos capita insanabilia, cuyos cerebros siguen siendo centrifugados por el celoso trabajo de los manipuladores profesionales pertenecientes al orden liberal: Auschwitz fue liberado por los soviéticos, no por los estadounidenses, como muestran las demenciales películas de Hollywood, obras maestras de la ideología y la propaganda liberal-atlantista. Y, además, los soviéticos no ocuparon toda Europa con sus bases, como hicieron los estadounidenses, apareciendo de hecho como los nuevos ocupantes y no como meros liberadores.
La estrategia de Putin, después de todo, debería ser bastante clara: por un lado, Putin sabe bien que no puede «vender» el socialismo después de 1989 a los partidarios y votantes de hoy y, por lo tanto, se apoya en la identidad, la religión ortodoxa y la soberanía nacional como bases reales para resistir la nada de la civilización de la hamburguesa y el turbo-capitalismo imperialista centrado en Estados Unidos. Por otro lado, Putin ve a su Rusia como la continuación, en el contexto cambiado, de la Unión Soviética y su heroica resistencia a la violencia imperialista de Washington y el capitalismo sin fronteras. Por cierto, Putin dijo una vez: quien no se arrepiente de la Unión Soviética no tiene corazón, quien quiere restaurarla como era no tiene cerebro. Contra la leyenda negra de Stalin difundida urbi et orbi por los liberales de palabra única, aconsejamos a todo el mundo que lea el espléndido ensayo de Domenico Losurdo sobre Stalin, sólo para tomar conciencia de la importancia fundamental y nunca suficientemente glorificada de la Unión Soviética en la liberación de Europa del nazismo y en la firme oposición al imperialismo de las barras y estrellas. No se trata de negar las limitaciones y errores de Stalin, incluso graves, que las hubo y que somos los primeros en reconocer abiertamente, sino simplemente de hacer un poco de limpieza hermenéutica y de encuadrar correcta y sobriamente la figura, liberándola de las garras de la cada vez más asfixiante y unidimensional propaganda liberal. En definitiva, una vez más queda más claro que el agua que, si de verdad se quiere atribuir la categoría de nazismo a toda costa, no es a la Rusia de Putin a la que hay que referirse. Recordemos, además, que mientras Putin celebra la Unión Soviética, la Unión Europea es esa realidad ridícula y caricaturesca que desde hace tiempo se ha propuesto equiparar jurídicamente el comunismo al nazismo.
Traducción: Carlos X. Blanco