
Ernesto Estévez Rams (Granma).— De la película Blade Runner se recuerda, en particular, la escena final y el memorable monólogo de despedida del villano Roy. Ese momento en que, ya derrotado el protagonista Deckard, su némesis decide salvarlo como acto definitorio frente a la muerte por obsolescencia programada que le ha llegado. En ese último instante de vida, el desafío supremo de quien ha sido condenado por diseño a ser explotado es recuperar la humanidad que le había sido negada por el creador. El simbolismo lo sella una paloma que sale de los brazos de Roy, mientras Deckard lucha por entender lo que está aconteciendo. La escena es memorable, quizá la más notable de cualquier filme de ciencia ficción que se haya hecho. Pero no es la única joya en esa obra.
Toda la batalla épica final de la película está llena de momentos destacables, ya sea como montajes visuales sinfónicos o en forma de salpicaduras verbales, como cuando Roy le dice a Deckard: «Vaya experiencia vivir con miedo, ¿no es así? Eso es lo que significa ser un esclavo». La condición del sojuzgado es compleja, porque ella crea toda una cultura de la sumisión que busca, como sentido de sobrevivencia, justificar la propia condición explotada. La experiencia de vivir con miedo le es raigal al explotado, pero de igual manera, aunque con signo opuesto, le es también esencial al sojuzgador. Esa complejidad cultural, forzada por la convivencia ineludible de explotado y explotador en un espacio físico, temporal y social común, ha dado lugar a una búsqueda recurrente de sus claves a lo largo de la historia del ser humano.
Si alguien quiere asomarse a una reflexión extendida sobre el tema, que vea La última cena, de Titón. En ella toda la profundidad de la relación entre amo y esclavo se despliega en dos días marcados por la aparente confusión del perdón y el castigo. La violencia no ha dejado de estar presente en un solo minuto de la obra cinematográfica, y ella se ejerce en las dos direcciones, aunque obviamente de manera asimétrica. Sus escenas físicas son también grandes sinfonías del cine más anticolonial que se haya hecho. Allí recrea esa sentencia ajena: «Vaya experiencia vivir con miedo, ¿no es así? Eso es lo que significa ser un esclavo».
Pero si Roy busca desesperadamente la clave que rompa la maldición que pesa sobre su condición, los personajes negros de Gutiérrez Alea, esos indígenas importados, como nos recuerda Retamar que fueron nombrados, no se debaten en grandes filosofías, sino que apenas pueden hablar coherentemente, embrutecidos por el trabajo físico abrumador al que son sometidos. Aquí el filósofo es el amo, el conde, que se puede dar el lujo de reflexionar sobre San Francisco de Asís frente a unos pobres infelices, físicamente feos, que no entienden nada y en el que Pascual, el esclavo liberado en un arrebato del amo, no sabe adónde ir y ni siquiera qué hacer con la libertad otorgada.
La parábola es que todo acto de liberación pleno, necesariamente, ha de ser colectivo. El acto de liberar como misericordia, empequeñece a quien lo recibe, y desorientado sigue siendo siervo de la cultura esclavizada que le ha sido impuesta. La parábola es que todo acto de libertad otorgada por quien explota no es liberador porque no transforma.
La parábola también es que el miedo no es exclusivo de quien es explotado, sino también del explotador, consciente de su condición de minoría. Y si el explotador vive temiendo, ¿no es también esclavo de algo?
Los procesos emancipadores son procesos extraordinariamente complejos. Liberarse no es cosa de un día. Atados a la herencia cultural de la que es imposible deshacerse por completo, la emancipación solo se alcanza generaciones después de la primera que se alzó por conquistarla. Es un proceso colectivo en el que, dentro de la conciencia social hegemónica, va creciendo una nueva conciencia social antagónica que resquebraja de a poco la homogeneidad impuesta. Y todo proceso de generaciones es complejo, más si se hace en un contexto global, que como reservorio reaccionario alimenta constantemente la hegemonía cultural colonizadora del amo global políticamente derrotado en el patio.
Claro está, estamos hablando de que liberarse implica la necesidad de crear el hombre nuevo que porte culturalmente esa condición de ser libre. No se hace una sociedad libre con Pascuales. Para liberarse hay que adquirir primero un sentido de libertad, y esa construcción ideológica siempre es social, histórica, colectiva. El hombre nuevo, portador de una condición social nueva, no es un ente individual, ni es resultado de un constructo lineal positivista. La abstracción arquetípica no es nadie, pero tiene un poco de todos, y mejor aún, se construye con un poco de cada uno de nosotros.