El grito vivo de Lídice

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¿No habrá aprendido nada la Humanidad más de 80 años después? ¿Cuántos Lídice dentro de la Franja de Gaza?

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Detalle del monumento a los más de 80 niños de Lídice asesinados, de la artista Marie Uchytilová. Foto: Tomada de Internet

Yeilén Delgado Calvo (Granma).— Quizá no tendría edad para semejante lectura, pero atrajo mi atención el libro delgado, de sobria portada en la que, debajo de una cruz, se leía en letras rojas: Lídice.

Eleanor Wheeler firmaba la obra, editada en Praga en 1957; y, junto a un amplio testimonio fotográfico, reseñaba la masacre acontecida el 10 de junio de 1942, en el pequeño pueblo minero de la entonces Checoslovaquia (hoy República Checa).

Fue en esas páginas en las que descubrí la maldad humana, que me pareció tan injustificada como la de los cuentos infantiles; pero real y, por ende, temible. Ahora, cuando se cumplen 83 años de los sucesos, el acto genocida nazi provoca mayores estremecimientos: porque la niña que fui ya tiene hijos propios, y porque aquel escenario que la optimista visión de Wheeler presentaba como un recordatorio a la Humanidad para el «nunca más», se repite.

Lídice era una comunidad de alrededor de 500 habitantes, cuya única culpa fue existir. Cuando, a finales de mayo de 1942, un atentado organizado por la resistencia checa, con apoyo británico, causó heridas graves y la posterior muerte por septicemia al dirigente de las SS y uno de los principales responsables del Holocausto, Reinhard Heydrich, se desató la histeria entre el alto mando alemán.

Las órdenes de Hitler fueron claras: arrasar, fusilar, exterminar… a todo aquel que estuviese relacionado con los hechos. Los habitantes de Lídice no tenían nada que ver, pero una carta interceptada por un colaborador de los nazis hizo suponer que sí, y eso bastó.

Diez años después, una de las sobrevivientes, Albína Hejmová, contaría: «…llegaron rugiendo que era necesario salir y reunirse en la plaza. Decían que debíamos llevar con nosotras, al mismo tiempo, nuestro dinero y todos los objetos preciosos. Era para robárnoslos mejor, como pudimos ver más tarde (…). Los niños gritaban de miedo y nosotras, las mujeres, no estábamos muy seguras. Pasamos toda la noche encerradas en la escuela, sin saber lo que sucedía a los hombres, y ellos no sabiendo lo que nosotras hacíamos. El día siguiente, al alba, nos transportaron a Kladno en camiones entoldados. Separé un poco la lona y vi a soldados nazis que tiraban por las ventanas de las casas los edredones, las almohadas, las mantas, los relojes de péndola, mientras que otros arrastraban máquinas de coser y todo lo que encontraban…».

Aquel era solo un atisbo de la tragedia: esa mañana fueron fusilados 173 hombres (entendidos como tales todos los mayores de 15 años); comenzaron a asesinarlos de cinco en cinco, pero como avanzaban poco, continuaron de a diez, mientras los cuerpos se amontonaban. Luego los enterraron en una fosa común.

El destino de las mujeres y de las niñas y los niños no fue mucho mejor. A un pequeño número de embarazadas la llevaron al hospital para obligarlas a abortar, y el resto de ellas resultaron empleadas en trabajos forzados hasta el fin de la guerra, en los cuales perdieron la vida unas 60.

De su descendencia, 105 niños, solo unos cuantos fueron calificados «racialmente aptos» para la germanización. En el campo de exterminio de Chelmno, a 82 los asesinaron en furgones de gas; un cruel telegrama los había acompañado en su trayecto: «Los niños solo traen lo que llevan puesto. No es deseable un cuidado especial».

Al término de la guerra, 143 mujeres regresaron, para encontrarse sin esposos ni hijos, y donde antes se erigía su pueblo, solo una extensa planicie. Los nazis, luego de robarse todo lo robable, destruyeron cada edificación hasta los cimientos, incluido el cementerio; mataron los animales, nivelaron el terreno y hasta cambiaron el curso del río; también mataron a los hombres que ese día se encontraban trabajando fuera. Solo 17 niños pudieron volver después de 1945; varios hablaban alemán y no recordaban nada, su adaptación resultó traumática.

Se calcula que unas 1 300 personas murieron como consecuencia de la masacre fascista para vengar a Heydrich, el «carnicero de Praga». Apenas 14 días después del crimen de Lídice, el mismo modus operandi fue repetido en el poblado de Ležáky; pero, en el primer caso, cada detalle había sido prolijamente filmado a modo de advertencia: esto es lo que haremos si se nos oponen, borrarlos de la faz de la Tierra.

Como respuesta al horror, alrededor del mundo se erigieron monumentos; comunidades y calles se rebautizaron Lídice; muchas madres escogieron ese nombre para sus hijas; un nuevo pueblo se levantó, cerca del devastado, y un extenso Memorial ocupa la zona que los nazis destinaran al olvido.

Y, sin embargo, Lídice se repite. Son las mismas las lógicas de exterminio, la creencia en la supremacía, la política de amenaza, la burda maldad, el fascismo; solo es otro el escenario, Gaza; y mayores, mucho mayores, las cifras.

Injusto sería decir que el mundo observa impávido, cada vez más personas denuncian al sionismo y sufren por toda esa niñez a la que la asfixia le cae del cielo; pero los mecanismos existentes demuestran ser ineficaces ante el genocidio de estos tiempos. La pregunta es: ¿hasta cuándo?

Fuente: granma.cu

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