
Juan Lehmann (Sputnik).— La motosierra avanza en el Estado argentino. El Gobierno de Javier Milei profundiza el rumbo privatizador de su gestión con la venta de Energía Argentina Sociedad Anónima (ENARSA), una de las principales empresas estatales del país. La medida —que implica la venta de acciones clave en la red nacional de transporte eléctrico— supone un punto final en el irrefrenable proceso desregularizador impulsado por el Ejecutivo y reaviva el debate sobre el futuro del patrimonio público.
La medida llega en un contexto de ajuste fiscal y presión de los mercados para acelerar la venta de sectores estratégicos a la inversión privada. En las últimas semanas, el Gobierno había confirmado la venta de AySA —la empresa estatal de agua y saneamiento— y del ferrocarril Belgrano Cargas. Con ENARSA, el Ejecutivo apunta ahora al corazón del sistema energético argentino, bajo el argumento de reducir la intervención del Estado y promover inversiones.
Según el anuncio formalizado en el Boletín Oficial, el Estado se desprenderá en una primera etapa de su participación en la Compañía Inversora en Transmisión Eléctrica (CITELEC), principal accionista de Transener, operadora del 85% de la red de alta tensión del país. Esta venta se realizará mediante un concurso público nacional e internacional y podría significar ingresos por más de 200 millones de dólares, según estimaciones oficiales.
La medida cuenta con amparo del Congreso: en 2024, el oficialismo consiguió la sanción de la Ley Bases, que habilitó al Ejecutivo a privatizar un grupo de empresas estatales sin necesidad de nuevas autorizaciones parlamentarias. Energía Argentina encabeza esa lista, que incluye también a Nucleoeléctrica, Trenes Argentinos y Corredores Viales, entre otras. La estrategia oficial combina ventas directas de acciones, concesiones operativas y ofertas públicas en el mercado bursátil.
Más allá del procedimiento técnico, el impacto político es profundo. La privatización de empresas estratégicas forma parte del núcleo ideológico del actual Gobierno, que sostiene que «nada que no deba ser estatal permanecerá en manos del Estado». El mandatario libertario ha defendido este rumbo como una forma de liberar recursos públicos, fomentar la eficiencia y enviar señales de apertura al capital internacional. Él mismo llegó a definirse como un «topo» que pretende «destruir al Estado» desde adentro.
Sin embargo, la venta de ENARSA —y, en paralelo, el avance sobre AySA— vuelve a colocar en primer plano las comparaciones con las reformas estructurales de los años 90 del siglo pasado, durante el Gobierno de Carlos Menem (1989-1999).
En aquella etapa, la privatización de empresas públicas como Aerolíneas Argentinas y el sistema ferroviario generó un fuerte debate social por sus efectos sobre el empleo, la calidad del servicio y la pérdida de control estatal sobre áreas clave. En el caso de la distribuidora de agua, la experiencia dejó secuelas duraderas: la privatización parcial en 1993 derivó en tarifas dolarizadas, baja inversión y, finalmente, una reestatización forzada en 2006.
Desde el Gobierno actual aseguran que esta vez será distinto. Según el Ministerio de Economía, el proceso estará supervisado por una nueva Agencia de Transformación de Empresas Públicas, que busca garantizar la «transparencia» y «valor de mercado» en cada operación. También se afirma que los empleados no serán afectados y que los servicios continuarán sin interrupciones. Sin embargo, algunas de las resoluciones ya eliminan mecanismos de protección social como los planes de propiedad participada y permiten aumentos tarifarios ligados a la inflación.
La decisión se da en un momento de transición política: el oficialismo se prepara para renovar fuerzas en las elecciones legislativas de octubre y ya anticipó que, si logra una mayoría más sólida, insistirá con la privatización de empresas que quedaron fuera de la Ley Bases, como Aerolíneas Argentinas, Correo Argentino y Radio y Televisión Argentina. Mientras tanto, la hoja de ruta actual será presentada al Fondo Monetario Internacional como parte del cumplimiento de las metas fiscales y estructurales comprometidas en el acuerdo vigente.
El común denominador
«La lógica oficial, abiertamente enunciada por Milei, es destruir todo lo que tenga que ver con algún grado de intervención razonable del Estado en la economía», dijo a Sputnik el economista e investigador Ricardo Aronskind.
A su juicio, la agenda del Gobierno retoma el esquema de reformas estructurales de los años noventa, articulando distintas áreas estratégicas como oportunidades de negocio para capitales privados, sin considerar su función social. «El objetivo no tiene nada que ver con algo público, con mejorar un servicio, sino con ceder negocios para los privados, apostando a su gestión», sostuvo el experto.
El caso de Aguas Argentinas —antecedente directo de la actual AySA— es, según el especialista, uno de los ejemplos más claros de las limitaciones del modelo privatizador. «Antes de la venta, la firma había hecho planes grandiosos de aumentar la red de agua potable, el saneamiento, e incluso instalar medidores como para introducir más racionalidad en el consumo del agua. Nada de eso se hizo», afirmó. En cambio, se modificaron marcos regulatorios “para aliviarle obligaciones a la empresa”, sin capacidad estatal para fiscalizar ni sancionar.
Aronskind destacó que «si bien hay argumentos atendibles sobre el gasto que puede suponer el mantenimiento de ciertas compañías públicas, la idea de que hay que privatizar todo luce al menos exagerada».
Una tensión permanente
«Por definición, ninguna empresa privada se va a hacer cargo de nada que no dé ganancia», afirmó Aronskind al analizar los efectos que podría tener la privatización de servicios esenciales. Desde su óptica, los cambios tarifarios previos a cada venta son parte del modelo: «Lo primero que hace el Gobierno antes de privatizar es volver a la empresa rentable».
Según explicó, esa rentabilidad se garantiza mediante aumentos de tarifas, sanciones a usuarios y un esquema regulatorio reduce la exigencia de contraprestaciones.
El economista subrayó que en la experiencia reciente de Argentina las privatizaciones suelen reproducir un patrón donde los compromisos de inversión y expansión nunca se cumplen.
«Después, cuando viene la parte de los compromisos asumidos por las empresas, el Estado no hace cumplir absolutamente nada», afirmó. Para el investigador, el resultado es una actividad «absolutamente rentística», sostenida por millones de usuarios «sometidos a un monopolio natural».
En ese marco, advirtió también sobre los efectos a largo plazo de una eventual reestatización. «Lo que va a pasar es que van a meter un juicio internacional nuevamente», aseguró. El saldo —como ocurrió en experiencias anteriores— suele ser una factura millonaria contra el Estado argentino «con apoyo judicial a favor de las empresas», remarcó.