La idiosincrasia bélica del capitalismo

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[ENTRE LA EXPLOTACION, LA DESPOSESIÓN Y EL SAQUEO]. UN REPASO HISTÓRICO * (I)

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Andrés Piqueras.— Las dinámicas de colonización, esclavismo, servidumbre, explotación extensiva y guerra acompañaron al capitalismo desde su mismo nacimiento. Tras la expansión militarizada del mundo que protagonizaron las formaciones estatales ibéricas (últimos imperios pre-capitalistas que sentaron las bases de la acumulación originaria de capital), y luego la holandesa (de consolidación del capitalismo mercantil-financiero), Inglaterra comienza a expandirse de forma predominante entre las potencias europeas, constituyendo por primera vez en la historia un imperio de carácter mundial -parejo a la amplia extensión planetaria del capitalismo-, que en realidad podríamos entenderlo como un punto álgido de evolución o desarrollo de lo que se conformó desde el siglo XIV-XV hasta el presente como Imperio Occidental de 500 años (por utilizar un guarismo redondo).

La combinación de expansión territorial –desbancando a las antiguas metrópolis ibéricas- y de predominio financiero -en la lenta pero constante suplantación de las redes creadas por el capital holandés-, posibilitaron que para el último cuarto del siglo XVIII Inglaterra se hubiera convertido en el centro mundial de intercambio e intermediación comercial. Su dominio consistió en el monopolio de la producción de productos manufacturados y bienes de equipo (para lo que tuvo primero que garantizarse su supremacía dentro del ámbito europeo y desmantelar después las industrias periféricas, como la egipcia y sobre todo la India –a costa de la proletarización y muerte de millones de personas-).

Una vez conseguido esto, el “libre comercio” y el patrón-oro se erigieron en los mecanismos adecuados para fortalecer ese imperio, rompiendo una a una las cortapisas del mercantilismo clásico (que entre otras disposiciones aseguraba a cada metrópoli el comercio exclusivo con sus colonias). Inglaterra necesitaba también materias primas abundantes para su industria y su fuerza de trabajo. Consolidaba con ello el modo industrial de reproducción de la fuerza de trabajo a través de un nuevo régimen de alimentación basado en la procuración barata de productos básicos. Como contrapartida, las agriculturas periféricas fueron obligadas mediante la colonización a extravertir su lógica productiva, en cuanto que proveedoras de productos necesarios para la industrialización de las formaciones centrales, eliminando cada vez más superficie agrícola destinada a la alimentación de sus propias poblaciones. Se establecía así, sobre bases sólidas, una División Internacional del Trabajo (DIT).

Con ello Inglaterra fue capaz de generar un círculo virtuoso: una gran masa de capital excedente que obtenía del exterior en forma de intereses, beneficios, tributos o remesas, de los que se beneficiaba para preservar el patrón metálico fijo de la libra esterlina. A su vez, cuanto más estable era éste más fácil resultaba para Gran Bretaña y sus empresas obtener crédito y liquidez en los mercados financieros mundiales, para expandir sus redes de acumulación.

Francia, que en unos y otros momentos históricos fungió como segunda potencia del Imperio Occidental –posición desde la que pugnaba por alcanzar el liderazgo-, intentó mediante la fuerza militar compensar su atraso o pérdida de competencia frente a Inglaterra en el terreno económico (como antes había ocurrido con España frente a Holanda e Inglaterra[1]).

Las guerras napoleónicas serían las primeras guerras totales, en las que a través del empotramiento de la ciencia en ellas se buscó la destrucción completa del enemigo. Esas grandes destrucciones y las grandes exigencias armamentísticas y logísticas no sólo alimentaron el desarrollo industrial, sino que también abrieron la vía de las finanzas modernas, aupando a la cima a la que sería emblema de las mismas: la casa Rothschild.

El fracaso francés descolgó a esta formación socio-estatal de Inglaterra en el plano económico, pero en cambio extendió la “Modernidad” –o una de sus variantes-, manu militari eso sí, por el continente europeo. Hasta tal punto que “ser moderno” se convirtió en ser “afrancesado”, o lo que es lo mismo visto desde otro ángulo, “traidor a la patria”. La ofensiva francesa fue el primer golpe de muerte al andamiaje de los Estados-imperio europeos, que terminarían de colapsar con la Primera Gran Guerra.

La producción de bienes de capital o de medios de producción, a través de la siderurgia y auxiliares, que se disparó con las guerras napoleónicas, sentó las bases del enorme despegue industrial inglés, que no era sino el colofón de su orientación hacia la industrialización desde el tramo final del siglo XVI. Desde entonces también la reproducción de la acumulación británica pasaba por la expansión o proyección mundial de sus industrias algodonera y de bienes de capital[2]. Sin embargo, una vez cerrado tras su independencia el mercado estadounidense (que se hizo proteccionista), la solución para Inglaterra consistió en una nueva expansión colonizadora a territorios carentes de protección económico-militar.

Se inauguraba así una nueva era colonizadora, ya eminentemente capitalista. La expansión colonial de unas y otras potencias europeas configurará un sistema paneuropeo internacional que iría engullendo los Imperio-mundo pre-capitalistas e incorporando más y más territorios a la dinámica del valor.

Con esa expansión la superficie terrestre controlada colonialmente por Europa aumentaría entre 1800 y 1914, del 37 al 84% del planeta.

Fase estrictamente imperialista del capitalismo.  Guerras interimperialistas

La hegemonía inglesa bajo la que se da la DIT (División Internacional del Trabajo), no es, sin embargo, una hegemonía tranquila. Las potencias imperialistas compiten duramente entre sí por cotas de poder internacional y por territorios y recursos.

Hay que tener en cuenta que a pesar del expansionismo paneuropeo de la segunda mitad del siglo XIX, pronto se manifestaría con toda su virulencia un nuevo estallido de la enfermedad crónica del capitalismo, la de sobreacumulación de capital (incremento de trabajo muerto o maquinaria en relación al trabajo vivo empleado en cada unidad de producción) -proceso que no dejó de ser acompañado por unas luchas sociales que, materializadas cada vez más como movimiento obrero, daban realidad a un sujeto antagónico más y más difícil de superar[3]-. Hubo un exceso de capital obtenido mediante la plusvalía productiva que no podía ser valorizado, por lo que las inversiones financieras se vieron sin respaldo proporcional de las ganancias productivas (el mundo empresarial se vio con un exceso de producción de bienes de equipo para el todavía reducido tamaño de los mercados). Además, las nuevas tecnologías se habían generalizado acabando con las ventajas comparativas de las empresas punteras. Los resultados fueron una persistente deflación, la caída de los beneficios del capital y de las rentas de la tierra. Se inauguraba la que fue llamada “Depresión Larga” (Long Depression), que perduraría hasta mitad de la década de los años 90, pero de la que el Sistema no se recuperaría del todo hasta la erupción de las dos grandes conflagraciones mundiales.

Para Inglaterra el principal reto pasaría por frenar la expansión de cualquier potencia susceptible de controlar sus rutas y fuentes de aprovisionamiento en Asia. La única capaz a la sazón era Rusia.  Por eso esa formación asiático-europea se convirtió en una auténtica obsesión para el Imperio. Quien está reputado de ser el primer geoestratega moderno, el geógrafo inglés Halford Mackinder, ya en 1902 advirtió que la preponderancia británica sobre el mundo había dependido de su dominio de los mares, pero que eso ya no era suficiente ante la posibilidad de un nuevo núcleo de poder mundial terrestre que dominara el centro de Eurasia.  Se refería a un vasto poder continental dotado de condiciones físico-geográficas permanentes, como Rusia (o incluso, en otro continente, Estados Unidos). Esa fue la raíz histórica del en adelante permanente enfrentamiento contra Rusia para prevenir que se convirtiera en tal poder. El Imperio británico comenzó pronto, pues, a concebir cómo debilitar o inclusive desmembrar Rusia, a la que veía como el elefante al que debía acometer la ballena. Todos los medios posibles o imaginables han sido puestos en acción desde entonces para ese fin.

Tal tesón estratégico contra Rusia iría unido a otra prioridad complementaria: impedir la articulación geopolítica de Eurasia. Dificultar o desbaratar a toda costa sus conexiones o vínculos infraestructurales, energéticos, económicos y políticos.

Es famoso el señalamiento de Mackinder al respecto, tras apuntar que el mundo era por primera vez “un sistema políticamente cerrado” (de hecho, con el Imperio Británico el sistema paneuropeo internacional se había convertido en un Sistema Mundial, bajo la hegemonía del capitalismo maduro, industrial): “Quien rija el Este de Europa comandará el Heartland (o corazón del mundo). Quien rija en el Heartland comandará la Isla del Mundo (Eurasia). Quien rija en la Isla del Mundo comandará el Mundo”.

Pero a Inglaterra le crecerían también otros rivales en el propio continente europeo: Prusia y el Imperio Austro-húngaro. El sistema paneuropeo internacional (y después el Sistema Mundial) que se había ido formando desde el siglo XVI era permanentemente convulso. De ahí el intento de repartirse de común acuerdo el mundo entre las principales potencias del momento, en la Conferencia de Berlín (1884-1885), que marca la intersección entre dos expresiones de la dominación imperial: la clásica o colonial y la imperialista por excelencia.

África, Asia occidental y oriental (incluida China) quedaban incorporadas a grandes bloques imperiales coloniales, o bien reducidas a esferas de influencia semicoloniales o protectorados. Hay un crecimiento cualitativo de la exportación de capital a los países periféricos o de capitalismo dependiente, al tiempo que las técnicas capitalistas de producción consiguen una bajada de los precios relativos de las materias primas. Con ello se ralentiza la velocidad de crecimiento de la composición orgánica del capital. A esto se le suma el logro del incremento de la tasa de plusvalía gracias a una nueva revolución tecnológica, la de la electricidad, y a la sistematización de la aplicación científica en los procesos de producción con vistas a incrementar la productividad y reducir los tiempos muertos.

Todo lo cual está en la base de la recuperación de la tasa media de ganancia, que lanzará una modesta nueva onda expansiva del capitalismo (a partir de comienzos de los años 90 del siglo XIX -hasta la debacle bélica de los años 10 del siglo XX-).

En las principales potencias capitalistas poco a poco los monopolios privados fueron entrando en relación corporativa con el Estado, que se hacía su principal agente económico, para lanzarse juntos a una nueva expansión mundial que pasaba por la anexión directa de territorios (con sus seres humanos y recursos). Expansión que realizan los monopolios en encarnizada competencia entre sí, arrastrando a sus Estados en ella. Es la fase de imperialismo puro o clásico, caracterizada también por la exportación de capitales con miras a su revalorización en los territorios coloniales (sin que ello haga olvidar que la mayor parte de la inversión externa de capital se produce entre economías europeas). Procesos que, consecuentemente, irán unidos al armamentismo y su derivado, el crecimiento exponencial de los gastos improductivos, con consecuentes descensos de capital fijo y por tanto también de medios de consumo.

Las potencias que recién completan su proceso de unificación estatal, como Alemania o Italia (Japón en el otro extremo del mundo), y que carecían de un pasado colonial, van alimentando en su interior un nacionalismo extremo acorde con su perentoria necesidad de expansión territorial a marchas forzadas. Este nacionalismo “corporativo” de la gran empresa, trasladado a la organización de la vida política, terminaría derivando bajo circunstancias económicas, sociales y políticas propicias, en fascismo.

Se persigue con ello, además de enfrentar ferozmente a la clase trabajadora, el sometimiento de la propia competencia intercapitalista en provecho de las grandes firmas vinculadas al sostenimiento directo del Estado fascista. La nueva ideología abandona, por tanto, el liberalismo, en busca de la “organización” en lugar de la “libertad” del capital individual. Tal como describió Hilferding, el capital monopolista requiere y demanda un Estado fuerte para proteger sus intereses dentro y fuera de sus fronteras, dado que cada vez más la persecución del interés “nacional” se va a dar en la arena interestatal. De ahí la creciente utilización de medios económicos, políticos y militares para esa pugna propia del imperialismo clásico.

Congruente con él, el nacionalismo así entendido deviene el derecho del propio Estado a dominar a los otros. Por eso mismo, el comercio entre formaciones socio-estatales comienza a entorpecerse a través de una compleja red de aranceles y tarifas. La expansión (la primera globalización) capitalista se contrae. Es el auge del proteccionismo, que marca la impronta del neomercantilismo propio del final del siglo XIX y primera parte del XX.

Todo ello contribuye a una dispar ralentización económica en bastantes de las economías centrales, que experimentan, no obstante, un breve repunte entre 1924-1929, de la mano de una financiarización sostenida desde la última década del siglo XIX. Hasta que precisamente el creciente desajuste entre economía ficticia y real se hace insostenible. De facto, la caída de las ganancias de la “nueva economía” de la época, la de bienes de consumo duraderos, subyace al crac bursátil de 1929, cuyas consecuencias se arrastrarían durante toda la década de los 30, dando pie a la que para muchos había sido la mayor Depresión capitalista hasta el momento.

Por su parte, la competencia interimperialista genera una inestabilidad de unos 30 años (1914 a 1945) por la primacía en el Sistema Mundial y el consecuente dominio de los procesos de concentración y centralización del capital. El relevo de Inglaterra como telón de fondo, para ver qué potencia ocuparía el primer lugar de ese Sistema.

Un Sistema que, por cierto, había menguado por primera vez desde el siglo XV, tras la Revolución Soviética, la primera y más grande desconexión con el planeta capitalista, el primer aldabonazo del movimiento comunista de la humanidadhacia su consolidación estatal y consiguiente punción geoestratégica en pro de las luchas de clase a escala universal.

El mundo entero se trastocaría con esa Revolución, resultando el capitalismo seriamente afectado. Después del gran colapso financiero de 1929 se acentúa el declive de la globalización capitalista replegándose aún más las economías sobre sí mismas dentro de los límites de los Estados, prevaleciendo por doquier las políticas proteccionistas-arancelarias, pero también la planificación económica (a imagen de la emprendida en la URSS). En 1931 se suprime la convertibilidad en oro de la libra esterlina, acabando con la red independiente de transacciones comerciales y financieras de alcance mundial sobre las que reposaba la hegemonía de la City londinense.

Así que la onda expansiva resultará a la postre sumamente inestable según se había acrecentado la dimensión mundial y mundializadora del capital.

Además,

“el alza significativa de la composición orgánica del capital como resultado de la electrificación generalizada produjo una tendencia descendente de la tasa de ganancia que sólo hubiera podido ser neutralizada por un correspondiente aumento significativo de la tasa de plusvalía.” (Mandel, Ernest. El capitalismo tardío. Ediciones Era. México D.F., 1979, pg.185).

Esto último, sin embargo, fue impedido por la recuperación combativa de la fuerza de trabajo en los centros del Sistema tras la Revolución Soviética. La cual cambiaría en adelante también las claves de las luchas de clase.

De hecho, la construcción del fascismo por parte del Gran Capital es una respuesta a la acumulación de fuerzas antisistémicas, erigiéndose en la expresión extrema de la clase capitalista en su guerra contra una fuerza de trabajo que tras la Revolución Soviética se fortalecía y pugnaba por romper los moldes de la sociedad capitalista.

También la propia dinámica bélica del capitalismo se vería alterada. De tal modo incidiría la URSS en el decurso histórico que la permanente lucha interimperialista y de dominio imperial sobre el resto del mundo comenzaría a redirigirse hacia (o complementarse con) la guerra contra la naciente sociedad socialista a la que habían dado vida las luchas de clase expresadas como movimiento comunista de la humanidad.

En adelante se erigiría en objetivo prioritario del Imperio Occidental abortar esa experiencia y sus potenciales influencias mundiales por todos los medios posibles, casi siempre los más atroces.


[1] Y después sucedería con Alemania y Japón ante su incapacidad de ponerse al frente de la acumulación capitalista mundial, teniendo que enfrentarse con las armas a la que sería al final la nueva potencia económica: EE.UU. ¿Le ocurrirá lo mismo a EE.UU. frente a China o, más ampliamente, frente al Heartland de Eurasia?

[2] Ese ciclo acaba con la generalización de las nuevas tecnologías y caída consiguiente de la tasa de ganancia en las empresas punteras. La doble crisis de la segunda mitad de los años 40 (agraria e industrial) llevaría a situaciones límites a la población trabajadora europea. Por un lado, los años 30 del siglo XIX ven cómo las empresas más grandes van haciéndose con la nueva tecnología (el vapor), lo que provoca que dejen fuera de la competencia real a los pequeños capitales, los no mecanizados. Al mismo tiempo, tal generalización del vapor a otras empresas hace perder las ventajas competitivas a las que primero lo habían introducido, con lo que se da un descenso generalizado de la tasa de ganancia entre 1835 y 1848.  Momento álgido de la primera gran recesión capitalista, que combina, por última vez juntas, crisis de sobreacumulación y/o sobreproducción (crisis capitalista), y crisis agraria de escasez (crisis pre-capitalista) -la oleada insurgente del cada vez más numeroso proletariado europeo no se haría esperar, teniendo su eclosión en 1848-. Sólo la inversión en miles de kilómetros de ferrocarril por distintos continentes, además de las destrucciones de capital obsoleto, permitirían un nuevo despegue de acumulación vinculado ya a la Segunda Revolución Industrial.

[3] La fuerza de trabajo constituida ya como clase obrera (y dentro de ella su sujeto, el movimiento obrero) incrementó notablemente la acción reivindicativa. A partir de la segunda mitad del siglo XIX el carácter antagonista de la relación Capital/Trabajo se expresará a través de la acentuación de la tasa de explotación, y acarreará una ofensiva sin precedentes del Trabajo en forma de huelgas y la creación de organizaciones de clase. Nace, así, la I Internacional proletaria (1864) y se va consiguiendo cierto grado de parlamentarización en la relación Capital/Trabajo. Por primera vez surgen partidos obreros con una organización a escala estatal y centrados en la pugna parlamentaria fruto de las liberalizaciones políticas conseguidas entre 1867-1871, llevando a cabo la agitación legal a una dimensión espacial superior, donde se ve la influencia también de la I Internacional. Sin embargo, esta tímida integración parlamentaria es contrarrestada por la todavía amplia violencia directa del Capital, que aún no ha sido capaz de construir mecanismos suficientemente desarrollados de fidelización del Trabajo o de cierta distribución de la riqueza proveniente del saqueo y del rápido aumento de la productividad del trabajo.

De hecho, la irreductibilidad de este último, pareja a su limitada o débil inclusión en la ciudadanía, tiene su corolario en la Comuna de París (1871). La reacción contra ella hará que una vez más el Capital muestre su lado más sanguinario. Su insurgencia y posterior derrota, denotan un punto de inflexión en la dinámica de las luchas de clase en el capitalismo histórico, entre la época de las revoluciones populares -sin una clara dirección de las mismas y la prevalencia de la descentralización organizativa- y la que vendría marcada por la importancia del proletariado, con el desarrollo de la industrialización. En adelante, se iría imponiendo la lucha reivindicativa comandada por organizaciones explícitas de clase, más centralizadas y operativas, de las que destacaría el Partido.  Con todo ello, por primera vez en la historia, la clase explotada era capaz de proyectar ideológicamente y abrir el camino pragmáticamente para construir un nuevo modo de producción, uno que no albergara ninguna forma de explotación del ser humano por el ser humano. Esto es, una sociedad sin clases.


*  Como el subtítulo indica, se trata de un “repaso” histórico, es decir, una síntesis. Como tal, faltan muchos elementos de importancia. Aquí sólo expondré los que considero más decisivos para entender el momento actual del capitalismo, de cara a poder elaborar estrategias de análisis y superación del mismo. Recomendaría leer las notas, que pretenden complementar el texto en algunos de los puntos de interés.

El texto se editará en 5 entregas.

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