
Anaisis Hidalgo Rodríguez (Granma).— Este 20 de octubre, en la Plaza del Himno, la ciudad donde Cuba elevó por primera vez el grito de independencia, volvió a ser el escenario donde la Patria se recordó no como un concepto, sino como un latido.
La gala «La Patria en mi Voz» –corazón de la XXXI Fiesta de la Cubanía– trascendió el simple escenario para consagrarse como un ritual de pertenencia. Fue el latido de un pueblo que, en un mismo compás, fundió el eco del tambor ancestral con la palabra visionaria de José Martí; el grito en el ingenio Demajagua con la dulzura del Siboney; la savia del tabaco, el aguardiente y la sabiduría tejida en un sombrero de yarey.
Ahí, en ese crisol de esencias, la patria se reveló como un coro vivo que entrelaza la sangre del indio, el sudor del esclavo y la tinta indeleble de los poetas. Fue la voz de Armando Hart defendiendo con convicción la cultura nacional, el legado teatral de Abelardo Estorino y la lealtad inquebrantable hacia la obra de Fidel.
No era una suma de actos, era el alma cubana desplegada en toda su auténtica y edificante pluralidad.
La patria, recordó el historiador de Bayamo, Ludín Bernardo Fonseca García: no nació de un decreto, sino de un caldo de cultivo—un «ajiaco» de razas, conspiraciones y versos—que hirvió en los salones de una élite ilustrada bayamesa.
«Antes de ser un campo de batalla, Cuba fue un campo de ideas. Hombres como Carlos Manuel de Céspedes, Francisco Vicente Aguilera y el propio Perucho Figueredo, y mujeres como su hija Canducha, forjaron el alma de la rebelión con la pluma antes que con la espada».
El momento cumbre de la rememoración, llegó con la evocación de aquel 20 de octubre de 1868. La imagen fundacional: Perucho Figueredo, sobre su caballo, arrancándole al viento los versos de «La Bayamesa» para que el pueblo los cantara luego en aquel himno, devenido sueño colectivo y canción de guerra.
La cultura no era el adorno de la lucha, era la lucha misma, que dejaba de ser adorno para volverse columna vertebral de la rebelión.
El historiador de Bayamo, Ludín Fonseca lo definió con precisión: «Bayamo nos enseñó que la cultura es el territorio último e inexpugnable de la Patria. Pueden ocupar el suelo, pueden quemar las ciudades, pero mientras un pueblo cante sus símbolos, la patria será indestructible».
Las estrofas que hace 157 años nacieron como un grito de guerra, no resonaron esta vez con la estridencia de aquel octubre fundacional. El canto, aunque acompañado por la banda de conciertos, fue más mesurado, pero no por ello aquellos versos, de una potencia intacta, dejaron de cabalgar en la memoria de quienes hoy releemos la historia y revivimos la hazaña de un puñado de bayameses que, con sus voces estridentes, no solo enmarcaron a su ciudad en el mapa, sino que convirtieron a Cuba en un verbo encendido, en un presente perpetuo que se conjuga en cada latido. Porque el Himno Nacional se canta, y late, como la sangre, en las venas de su gente.