Una reciente investigación del periodista británico Kit Klarenberg ha reavivado un debate que, durante décadas, ha orbitado en los márgenes del periodismo de investigación: el papel de Israel y de actores vinculados a sus estructuras de seguridad en redes transnacionales opacas, desde tráfico de órganos hasta operaciones encubiertas que han sido objeto de controversias, investigaciones parciales y un historial de denuncias difícil de desentramar debido a la falta de cooperación internacional y al carácter secreto de estas actividades.
El arresto en Rusia del ciudadano israelí-ucraniano Boris Wolfman, acusado de liderar una red de tráfico ilegal de órganos que operaba entre Europa del Este, Medio Oriente y África, constituye el eje central de la investigación de Klarenberg.
Su detención, ignorada por gran parte de la prensa occidental, podría —según el periodista— arrojar luz sobre viejas estructuras criminales protegidas por capas de impunidad transnacional, algo que él conecta con décadas de acusaciones y escándalos en torno a intermediarios médicos, facilitadores financieros y redes de reclutamiento.
Klarenberg también destaca que las denuncias sobre retención de cadáveres palestinos, algunos con signos de manipulación post mortem, deben leerse en el marco de un sistema legal israelí que permite retener cuerpos indefinidamente por “razones de seguridad”.
Esa normativa, señala, se ha prestado históricamente a un vacío de supervisión independiente que alimenta sospechas, investigaciones y testimonios contradictorios.
De Medicus a Sudáfrica: un patrón histórico
Las redes en las que Wolfman habría participado contienen elementos ya observados en escándalos anteriores. Klarenberg recuerda cómo, en los años 2000, varios casos —desde la clínica Medicus en Kosovo hasta los trasplantes ilegales en Sudáfrica— revelaron la participación de intermediarios israelíes, médicos o reclutadores que actuaban en países con regulación débil o corrupción estructural.
En muchos de esos episodios, los responsables evitaron condenas, desaparecieron de la escena pública o recibieron un trato ambiguo por parte de las autoridades israelíes.
El periodista subraya que ese patrón de impunidad no prueba coordinación estatal, pero sí evidencia la existencia de una red de intermediarios recurrentes, con vínculos similares, modus operandi semejantes y conexiones que parecen resistir investigaciones profundas.
Operaciones encubiertas, finanzas turbias y empresas pantalla
Klarenberg inserta este asunto en un contexto más amplio: el de las operaciones de inteligencia, las empresas pantalla y los negocios de frontera que han acompañado históricamente a las agencias de seguridad israelíes y a figuras próximas a sus estructuras.
Algunos ejemplos documentados que el periodista menciona en trabajos previos —y que forman parte del universo de controversias que rodean al sionismo político y al aparato de seguridad israelí— incluyen:
El uso de compañías tecnológicas como cobertura, como en los casos de NSO Group y el software Pegasus, investigado por varios países por espionaje a opositores, periodistas y Gobiernos extranjeros.

El tráfico de armas y entrenamiento militar clandestino, documentado en América Latina, África y el Sudeste Asiático desde los años ochenta, con particulares interferencias en guerras civiles, dictaduras y conflictos internos.
La participación de exagentes en empresas privadas dedicadas a operaciones encubiertas, como recolección de inteligencia corporativa, vigilancia política o infiltración de movimientos sociales, actividades denunciadas en diversas investigaciones.
La triangulación de fondos y apoyo logístico a redes ilegales bajo la pantalla de fundaciones, organizaciones religiosas o compañías de seguridad, un fenómeno descrito por analistas de inteligencia desde hace décadas.
Klarenberg sostiene que esta “zona gris” entre Estado, capital y estructuras clandestinas ha permitido que ciertos intermediarios operen durante años con niveles inusuales de protección, movilidad y capacidad de recomposición, incluso tras la caída de redes criminales o mediáticas.
Gaza y el contexto actual: un terreno abonado para la impunidad
En su investigación más reciente, Klarenberg advierte que la campaña genocida israelí en Gaza, con miles de cuerpos sin identificar, desplazamientos forzados, destrucción de hospitales y ausencia total de supervisión internacional en la gestión de cadáveres, ha creado un escenario crítico.
No afirma que exista una operación sistemática de extracción de órganos; lo que señala es que las condiciones objetivas —colapso institucional, control absoluto del territorio por una sola fuerza armada, ausencia de mecanismos independientes y precedentes documentados— constituyen un caldo de cultivo para abusos.

Esa combinación, sostiene, “abre la posibilidad de que prácticas ilícitas que ya existieron en el pasado reaparezcan en nuevas formas”, especialmente en un contexto de crisis económica profunda en Israel, fuga de capitales, pérdida de inversiones y desplome del turismo.
¿Una red estructural o un mosaico de actores dispersos?
La tesis de Klarenberg no es que exista un plan centralizado, sino que los casos dispersos —Wolfman, Medicus, Sudáfrica, redes africanas o europeas— presentan un patrón de conexiones, silencios judiciales y protección informal que merece investigación.
Y que, mientras no exista acceso internacional independiente a Gaza, los territorios ocupados y las morgues israelíes, el debate seguirá alimentándose de opacidad, sospechas y un historial de irregularidades documentadas.

