Kike Parra (Unidad y Lucha).— Parece evidente que la Unión Europea ha desestimado, incluso antes de su nacimiento, el denominado «plan Draghi». Este proyecto, basado en el informe sobre competitividad encargado por la Comisión Europea a Mario Draghi, proponía una serie de medidas para reactivar la economía europea, actualmente en estado de shock, y superar su estancamiento frente a competidores, principalmente China. Entre sus puntos clave figuraban el fomento de la innovación, la aceleración de la descarbonización, el fortalecimiento de la autonomía estratégica de la UE y el impulso a la inversión y al capital riesgo.
En realidad, se trataba de un expolio mayúsculo a los pueblos de Europa: detraer riqueza de las arcas públicas para entregarla a unos pocos monopolios. Una vez cerrado el capítulo de los fondos Next Generation EU, el capitalismo de rapiña necesitaba de nuevo rellenar las arcas. No parece que los 800.000 millones de euros destinados hayan hecho a Europa más resiliente, tal como se preveía.
En cualquier caso, la cuestión fundamental y esencial de la cuestión es: si hay dinero para el Plan Draghi, ¿por qué no lo hay para el Plan OTAN? El primero proponía una inversión de entre 750.000 y 800.000 millones de euros, cerca del 5 % del PIB comunitario. Curiosamente, esa cifra coincide con la que la alianza atlántica, impulsada principalmente por Estados Unidos, exige a sus socios europeos en su programa de rearme.
Bajo la aparente necesidad de disuadir una amenaza rusa omnipresente, se esconde en realidad otra operación de keynesianismo bélico. A corto plazo, para rearmar y retrasar el colapso de las líneas ucranianas; después, para prolongar el conflicto directamente con «carne europea». El miedo resulta, una vez más, un instrumento eficaz para acallar y manipular a una clase trabajadora europea sumida en la alienación.
En cualquier caso, en una posible guerra contra la primera potencia atómica, no parece que ni tanques, ni aviones, ni baterías antiaéreas estén en condiciones de competir contra la fuerza armada rusa. En el supuesto improbable de que Europa pusiera en peligro la integridad rusa, la guerra seguramente derivaría hacia otros derroteros menos convencionales que los que se observan en Ucrania.
Mientras tanto, corporaciones como Lockheed Martin, RTX (antes Raytheon), Northrop Grumman, Boeing y General Dynamics están haciendo su agosto. Si bien es cierto que las empresas europeas, incluidas las españolas, participan de este tétrico negocio, lo relevante es que el 78 % de las compras militares realizadas por los Estados miembros entre 2022 y 2023 se efectuaron fuera de la UE (entre ellos al genocida ente sionista), y de ese porcentaje, el 80 % correspondió a Estados Unidos. Y las cifras aumentan sin parar. En 2024, el gasto en defensa ascendió al 1,9 % del PIB de los Estados miembros de la UE, frente al 1,6 % de 2023. En 2025 se calcula que supondrá el 2,1 %.
Más allá del riesgo evidente de una escalada armamentística que derive en un uso de la mercancía comprada, existen otras consecuencias paralelas, igualmente trágicas para las capas populares. Esta fiesta bélica la pagaremos todos y todas: primero, con el desmantelamiento de los servicios públicos: sanidad, educación, pensiones; después, con el reparto de una deuda pública que algunos tildan de impagable, pero que acabaremos pagando con una pérdida de capacidad adquisitiva en un escenario de estancamiento económico e inflación. Finalmente, con la vida.
La respuesta, como siempre, no podemos esperarla de nadie ni nada que no sea la propia organización popular, a través de estructuras que, en torno a la propuesta revolucionaria del partido de la clase obrera, apuesten decididamente por la paz, el antiimperialismo y la lucha resuelta por un cambio de modelo social que ponga a la humanidad en el centro.


