«La campaña de Nixon en 1968, y posteriormente la Casa Blanca de Nixon, tenía dos enemigos: la izquierda pacifista y la población negra. (…) Sabíamos que no podíamos ilegalizar estar en contra de la guerra [de Vietnam] o ser negro, pero al conseguir que el público asociara a los hippies con la marihuana y a los negros con la heroína, y luego criminalizar a ambos grupos, podíamos desestabilizar esas comunidades. Podíamos arrestar a sus líderes, allanar sus casas, disolver sus reuniones y difamarlos noche tras noche en los noticieros. ¿Sabíamos que estábamos mintiendo sobre las drogas? Por supuesto que sí».

Rodrigo Bernardo Ortega.— La célebre confesión de John Ehrlichman, asesor de Richard Nixon, expone con una franqueza inquietante la verdadera naturaleza de la política antidrogas estadounidense: una herramienta de manipulación política, ajena a cualquier propósito de salud pública. Medio siglo después, esa lógica persiste intacta.
Hoy, la administración Trump ha autorizado ataques con explosivos contra lanchas rápidas en el Caribe y el Pacífico suramericano, muchas de ellas sin identificar. Al momento de escribir estas líneas, se cuentan al menos 21 embarcaciones destruidas y más de 80 muertos. El Departamento de Estado sostiene—sin mostrar prueba alguna—que transportaban fentanilo con destino a Estados Unidos.
Gobiernos y organizaciones como Amnistía Internacional han denunciado estas acciones como ejecuciones extrajudiciales, señalando una serie de irregularidades:
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Ninguna de las embarcaciones tenía combustible suficiente para llegar a Norteamérica.
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El número de pasajeros era inusualmente alto; una práctica atípica en el narcotráfico, donde se privilegia maximizar la carga.
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Las rutas utilizadas no coinciden con las habituales para tráfico hacia EE.UU., que suelen pasar por el Pacífico hacia México.
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En al menos un caso, la víctima fue un pescador colombiano varado: Alejandro Carranza, perfectamente identificado.
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No existe tráfico de fentanilo desde Colombia o Venezuela hacia Estados Unidos. El fentanilo que llega al mercado estadounidense se fabrica mayoritariamente en su propio territorio con precursores de Asia.
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Washington no ha revelado la ubicación de los ataques, y hay sospechas de que algunos ocurrieron fuera de aguas internacionales, lo que implicaría violaciones a la soberanía de Colombia y Venezuela.
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La capacidad de carga de estas lanchas haría insignificante cualquier envío de droga.
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Incluso si fueran embarcaciones de narcotraficantes, el derecho internacional prohíbe las ejecuciones sumarias. Estados Unidos tiene capacidad de interceptar, capturar y juzgar.
Estos ataques ocurren mientras Washington insiste en vincular a Nicolás Maduro con el llamado “Cartel de los Soles”, recientemente reclasificado como grupo terrorista. En realidad, más que un cartel organizado, se trata de redes de corrupción dentro de las fuerzas armadas venezolanas, previas al chavismo, movidas por lucro personal. No existe evidencia pública de que Maduro las dirija, pero la acusación sirve para justificar acciones agresivas, presentar a Venezuela como “narcoestado” y legitimar políticas de cambio de régimen.

La ausencia de preocupación genuina por los derechos humanos queda clara cuando se observan las declaraciones de María Corina Machado—un activo de la CIA y hoy premio Nobel de Paz—en entrevistas con Donald Trump Jr. y en el American Business Forum. Allí describe con entusiasmo un futuro de privatización masiva y apertura extractiva:
«Y esto es increíble, muy emocionante para mí: abriremos Venezuela a la inversión extranjera. Estoy hablando de una oportunidad de 1,7 billones de dólares, no solo en petróleo y gas, que es enorme, y ustedes saben que hay oportunidades, porque abriremos todo, upstream, midstream, downstream, a todas las empresas; sino también en minería, en oro, en infraestructura, en energía. Tenemos, nuestra red eléctrica tiene ahora mismo un potencial energético de 17 gigavatios que necesita ser rehabilitada, sin duda para la tecnología y la inteligencia artificial. Y en cuanto al turismo, como saben, Venezuela tiene 2800 km de costa caribeña virgen lista para ser desarrollada. Así que esto va a ser enorme. Traeremos el estado de derecho. Abriremos los mercados. Tendremos seguridad para la inversión extranjera y un programa de privatización transparente y masivo que les está esperando».

Ahora bien, comparemos este trato con el que recibe otro país suramericano totalmente alineado con Washington: Ecuador.
Daniel Noboa, presidente ecuatoriano, hijo del mayor magnate bananero del país y ciudadano estadounidense, aparece vinculado al hallazgo repetido de cocaína en contenedores de su grupo empresarial. Lanfranco Holdings S.A., una offshore en Panamá de la cual Noboa y su hermano son beneficiarios finales, posee el 51 % de Noboa Trading Co., firma en cuyos cargamentos se ha encontrado droga entre 2020 y 2024, incluso ya durante su presidencia.
Aunque Noboa niega ser propietario directo y asegura haber cooperado con las autoridades, nunca declaró su participación en la offshore, lo cual podría ser ilegal para un candidato y generar conflicto de interés. La estructura altamente integrada de la familia—desde plantaciones hasta exportación—facilita la opacidad en una industria usada habitualmente para el transporte de cocaína.
A ello se suma un episodio llamativo: la deuda tributaria de la Exportadora Bananera Noboa se redujo de casi 95 millones a 3,6 millones de dólares en apenas seis meses, gracias a una remisión fiscal de dudosa legalidad. La norma fue posteriormente declarada inconstitucional, pero el retraso en su publicación permitió a la empresa acogerse al beneficio. Un alivio que, además de enriquecer al conglomerado, podría facilitar el lavado de activos.
De todo esto, Washington no ha dicho una sola palabra.

Como en tiempos de Nixon, la “guerra contra las drogas” sigue siendo un instrumento político. Para los enemigos, severidad, bombardeos y acusaciones sin pruebas. Para los aliados, silencio absoluto. El contraste revela un doble rasero geopolítico donde las drogas son un pretexto, no un objetivo: sirven para castigar adversarios, proteger socios y moldear el orden regional de acuerdo con intereses estratégicos y económicos estadounidenses.
La historia ofrece una advertencia. En 1989, Estados Unidos invadió Panamá bajo el nombre de “Operación Causa Justa”. Oficialmente, buscaba capturar al dictador y narcotraficante Manuel Noriega. En realidad, Noriega había sido aliado y activo de la CIA; Washington toleró sus negocios hasta que se atrevió a desafiar el control estadounidense sobre el Canal de Panamá. Entonces, el gobierno de George H. W. Bush lo derrocó con una operación devastadora que dejó muertos civiles y arrasó las fuerzas panameñas.
La guerra, una vez más, fue la excusa para mantener influencia, proteger intereses y castigar la desobediencia, que sepa Noboa a que se atiene y alguna vez se sale del guión del Gigante del Norte. Como reza el proverbio: mal paga el diablo a quien bien le sirve.
Fuentes:

