
Juanlu González (biTs rojiverdes)Mientras Felipe VI pronunciaba su discurso navideño del 2025 lleno de retórica vacía sobre «unidad» y «diálogo», los medios que se autodenominan progresistas se deshacían en elogios hacia un monarca que representa la continuidad del régimen franquista maquillado. El País, ElDiario.es, Público y otros medios institucionales aplaudían entusiasmados un discurso que ignora deliberadamente la realidad de millones de trabajadores que sufren precariedad, desahucios y salarios de miseria. Esta mañana, oír SER provocaba ganas de vomitar. Esta traición periodística no es casual: es el secular reflejo de una izquierda institucional que ha abandonado la lucha de clases para convertirse en transmisora del consenso oligárquico.
El discurso de Felipe VI es la enésima representación de un teatro político que lleva décadas engañando al pueblo español. Mientras habla de «memoria del camino recorrido», oculta que la transición española fue un pacto de élites diseñado en las salas de la embajada norteamericana en Madrid donde su padre puso hasta sus santas posaderas con tal de que le dejaran llevar la corona y el cetro para robar a placer. Como se ha documentado con rigor, los archivos desclasificados de la época confirman que Washington no solo observó, sino que dirigió la sucesión franquista y el marco constitucional posterior, imponiendo una salida pactada que blindaba los intereses del capital y el ejército frente a cualquier amenaza de soberanía popular. La CIA y el Departamento de Estado temían una ruptura real que pusiera en peligro sus bases militares y sus intereses económicos. Por eso impusieron a Juan Carlos I como rey y orquestaron una «democracia» que blindaba los privilegios de los antiguos verdugos mientras se cambiaba la fachada.
Felipe VI, heredero de esta estafa histórica, repite los mismos tópicos vacíos: unidad, respeto, diálogo. Pero ¿qué unidad predica quien representa a una institución impuesta sin consentimiento popular? ¿Qué respeto pide al trabajador que no llega a fin de mes mientras su familia acumula fortunas en paraísos fiscales o dispone de una habitación del dinero en palacio con mazos de billetes para sus gastos en negro? Su llamamiento al «respeto mutuo» es en realidad una invitación a la resignación disfrazada de civismo. Mientras el IBEX 35 acumula beneficios récord y las grandes fortunas se escudan en paraísos fiscales, el rey habla de «esperanza» con la misma hipocresía con la que los bancos hablan de «inclusión financiera». Su función no es simbólica: es estructural —el rey no gobierna, pero ordena; no decide, pero legitima un sistema que protege a los poderosos y reprime a los pobres.
Lo más indignante es ver cómo los medios de izquierda institucional se convierten en corifeos de este espectáculo de legitimación monárquica. Estos medios, que debieran ser tribunos de las clases oprimidas, aplauden un discurso que ignora la represión laboral persistente, la precarización y la exclusión de las luchas obreras del relato oficial. La renuncia crítica de la izquierda mediática no es un error táctico; es una rendición ideológica. Su elogio al rey no es ingenuidad: es complicidad con un régimen que nació para perpetuar las estructuras del capitalismo español. Mientras los sindicatos combativos son criminalizados y las huelgas generales son reprimidas, estos medios celebran al rey por el «tono sereno» y su «mensaje de concordia».
La Constitución de 1978, que Felipe VI defiende como «marco de convivencia», fue impuesta sin referéndum constituyente y diseñada para proteger los intereses de los bancos, la Iglesia y las fuerzas armadas. Más de dos tercios de los españoles con derecho al voto no tuvimos la oportunidad de decidir nuestro modelo de Estado, y la Carta Magna sigue blindada contra cualquier reforma sustancial. Su artículo 8 garantiza el papel de las Fuerzas Armadas como «garantes de la soberanía nacional», un eufemismo para justificar su intervención contra movimientos sociales que exigen justicia real —como ocurrió el 23-F, donde el rey no salvó la democracia: gestionó una asonada.
Mientras el rey menciona «generaciones que recuerdan la Transición», oculta que ésta fue un proceso en el que los poderes fácticos del franquismo se perpetuaron bajo nueva apariencia. El pacto tácito de la transición ha perdido toda vigencia, y los continuos escándalos de la Casa Real —desde las comisiones de AVE hasta las cuentas opacas en Suiza— han desnudado las prebendas de una clase dominante que jamás renunció al botín. Los negocios del rey, su amistad con dictadores del Golfo y su silencio cómplice ante la corrupción estructural son el talón de Aquiles de una institución anacrónica que vive del trabajo ajeno.
Felipe VI menciona Europa como garantía de libertades, pero calla que nuestra entrada en la CEE fue condicionada por una deuda externa impagable y por políticas neoliberales que precarizaron el trabajo. Las conexiones de los Borbones con regímenes tiránicos del Golfo no son meras anécdotas diplomáticas: son parte de una red de blanqueo, evasión fiscal y complicidad geopolítica que ha servido para ocultar fortunas mientras el pueblo sufre los efectos de la crisis. La monarquía española no es neutral: es un instrumento de control político y económico que garantiza los intereses del capital frente a las demandas populares.
La izquierda real —esa que se organiza en asambleas, sindicatos combativos y movimientos sociales— sabe que no puede haber reconciliación sin justicia. Mientras el rey evoca la «memoria histórica», los responsables de crímenes franquistas siguen sin ser juzgados, y los archivos del palacio —que podrían esclarecer el papel de Juan Carlos I en el 23-F o en la represión obrera— permanecen cerrados bajo llave dorada. El miedo ha cambiado de bando: ya no son los trabajadores quienes temen al cambio, sino la oligarquía que se aferra a los mitos del 78. Las nuevas generaciones no están atenazadas por los cuentos involucionistas de la transición. El fin del bipartidismo monárquico puede estar al alcance de la mano, y los consensos del 78 ya no comprometen a quienes nunca los votamos.
Es urgente construir un relato alternativo al de los medios oficialistas. La clase trabajadora no necesita reyes que le den lecciones desde palacios dorados. Necesita una república social revolucionaria (o varias), confederal, plurinacional, laica y profundamente democrática y autogestionaria que rompa con las estructuras del pasado y las ataduras del presente. Es momento de recuperar el miedo a la libertad que nos arrebataron en la transición y construir un futuro donde el pueblo, no los Borbones ni su corte, dirijan su destino.
Los medios de izquierda institucional han traicionado su misión al convertirse en transmisores del discurso del poder. Su elogio a Felipe VI, como antes a su odiado padre, es una bofetada a las víctimas del franquismo y a los trabajadores explotados. La verdadera izquierda debe romper con este pacto de silencio y construir su propio relato, libre de las cadenas del consenso monárquico. Como dice el pueblo: el rey va desnudo, y son los medios cómplices quienes le tejen las vestiduras invisibles de la legitimidad. Es hora de desnudar la farsa y construir una democracia real, desde abajo y para las mayorías. La historia no la escriben los reyes, sino los que luchan. Y esa historia aún está por contar.

