El envilecimiento del marxismo por los oportunistas; Lenin, 1917

«La cuestión de las relaciones entre el Estado y la revolución social y entre ésta y el Estado, como en general la cuestión de la revolución, ha preocupado muy poco a los más conocidos teóricos y publicistas de la II Internacional –durante aproximadamente del 1889 a 1914–. Pero lo más característico, en este proceso de desarrollo gradual del oportunismo, que llevó a la bancarrota de la II Internacional en 1914, es que incluso cuando abordaban de lleno esta cuestión se esforzaban en eludirla o no la advertían.

En términos generales, puede decirse que de esta actitud evasiva ante la cuestión de las relaciones entre la revolución proletaria y el Estado, actitud evasiva favorable para el oportunismo y de la que se nutría éste, surgió la tergiversación del marxismo y su completo envilecimiento.

Fijémonos, para caracterizar, aunque sea brevemente, este proceso lamentable, en los teóricos más destacados del marxismo, en Plejánov y Kautsky.

La polémica de Plejánov con los anarquistas

Plejánov consagró a la cuestión de las relaciones entre el anarquismo y el socialismo un folleto especial, titulado «Anarquismo y socialismo», publicado en alemán en 1894.

Plejánov se las ingenió para tratar este tema eludiendo en absoluto el punto más actual y más candente, y el más esencial en el terreno político, de la lucha contra el anarquismo: ¡precisamente las relaciones entre la revolución y el Estado y la cuestión del Estado en general! En su folleto descuellan dos partes. Una, histórico-literaria, con valiosos materiales referentes a la historia de las ideas de Stirner, Proudhon, etc. Otra, filistea, con torpes razonamientos en torno al tema de que un anarquista no se distingue de un bandido.

La combinación de estos temas es en extremo curiosa y característica de toda la actuación de Plejánov en vísperas de la revolución y en el transcurso del período revolucionario en Rusia: en efecto, en los años de 1905 a 1917, Plejánov se reveló como un semidoctrinario y un semifilisteo que en política marchaba a la zaga de la burguesía.

Hemos visto cómo Marx y Engels, polemizando con los anarquistas, aclaraban muy escrupulosamente sus puntos de vista acerca de la actitud de la revolución hacia el Estado. Al editar en 1891 la «Crítica del programa de Gotha», de Marx, Engels escribió: «Nosotros –es decir, Engels y Marx– nos encontrábamos entonces –pasados apenas dos años desde el Congreso de La Haya de la Primera Internacional [11]– en pleno apogeo de la lucha contra Bakunin y sus anarquistas».

En efecto, los anarquistas intentaban reivindicar como «suya», por decirlo así, la Comuna de París, como una confirmación de su doctrina, sin comprender, en absoluto, las enseñanzas de la Comuna y el análisis de estas enseñanzas hecho por Marx. El anarquismo no ha aportado nada que se acerque siquiera a la verdad en punto a estas cuestiones políticas concretas: ¿hay que destruir la vieja máquina del Estado? ¿Y con qué sustituirla?

Pero hablar de «anarquismo y socialismo», eludiendo toda la cuestión acerca del Estado, no advirtiendo todo el desarrollo del marxismo antes y después de la Comuna, significaba inevitablemente deslizarse hacia el oportunismo pues no hay nada, precisamente, que tanto interese al oportunismo como el no plantear en modo alguno las dos cuestiones que acabamos de señalar. Esto es ya una victoria del oportunismo.

La polémica de Kautsky con los oportunistas

Al ruso se ha traducido, sin duda alguna, una cantidad incomparablemente mayor de obras de Kautsky que a ningún otro idioma. No en vano algunos socialdemócratas alemanes bromean diciendo que a Kautsky se le lee más en Rusia que en Alemania –dicho sea entre paréntesis: esta broma encierra un sentido histórico más profundo de lo que sospechan sus autores. Los obreros rusos, que en 1905 sentían una apetencia extraordinariamente grande, nunca vista, por las mejores obras de la mejor literatura socialdemócrata del mundo, y a quienes se suministró una cantidad jamás vista en otros países de traducciones y ediciones de estas obras, trasplantaban, por decirlo así, con ritmo acelerado, al terreno joven de nuestro movimiento proletario la formidable experiencia del país vecino, más adelantado–.

A Kautsky se le conoce especialmente entre nosotros, aparte de por su exposición popular del marxismo, por su polémica contra los oportunistas, a la cabeza de los cuales figuraba Bernstein. Lo que apenas se conoce es un hecho que no puede silenciarse cuando se propone uno la tarea de investigar cómo Kautsky ha caído en esa confusión y en esa defensa increíblemente vergonzosa del socialchovinismo durante la profundísima crisis de los años 1914-1915. Es, precisamente, el hecho de que antes de enfrentarse contra los más destacados representantes del oportunismo en Francia –Millerand y Jaurés– y en Alemania –Bernstein–, Kautsky dio pruebas de grandísimas vacilaciones. La revista marxista «Sariá» [12], que se editó en Stuttgart en 1901-1902 y que defendía las concepciones revolucionario-proletarias, se vio obligada a polemizar con Kautsky y a calificar de «elástica» la resolución presentada por él en el Congreso socialista internacional de París en el año 1900 [13], resolución evasiva, que se quedaba a mitad de camino y adoptaba ante los oportunistas una actitud conciliadora. Y en alemán han sido publicadas cartas de Kautsky que revelan las vacilaciones no menores que le asaltaron antes de lanzarse a la campaña contra Bernstein.

Pero aun encierra una significación mucho mayor la circunstancia de que en su misma polémica con los oportunistas, en su planteamiento de la cuestión y en su modo de tratarla, advertimos hoy, cuando estudiamos la historia de la más reciente traición contra el marxismo cometida por Kautsky, una propensión sistemática al oportunismo en lo que toca precisamente a la cuestión del Estado.

Tomemos la primera obra importante de Kautsky contra el oportunismo, su libro: «Bernstein y el programa socialdemócrata». Kautsky refuta con todo detalle a Bernstein. Pero he aquí una cosa característica. En sus herostráticamente célebres «Premisas del socialismo», Bernstein acusa al marxismo de «blanquismo» –acusación que desde entonces para acá han venido repitiendo miles de veces los oportunistas y los burgueses liberales en Rusia contra los representantes del marxismo revolucionario, los bolcheviques–. Aquí Bernstein se detiene especialmente en «La guerra civil en Francia», de Marx, e intenta –muy poco afortunadamente, como hemos visto– identificar el punto de vista de Marx sobre las enseñanzas de la Comuna con el punto de vista de Proudhon. Bernstein consagra una atención especial a aquella conclusión de Marx que éste subrayó en su prólogo de 1872 al «Manifiesto Comunista» y que dice así: «La clase obrera no puede limitarse a tomar simplemente posesión de la máquina estatal existente y a ponerla en marcha para sus propios fines».

A Bernstein le «gustó» tanto esta sentencia, que la repitió nada menos que tres veces en su libro, interpretándola en el sentido más tergiversado y oportunista.

Marx quiere decir, como hemos visto, que la clase obrera debe destruir, romper, hacer saltar –Sprengung: hacer estallar, es la expresión que emplea Engels– toda la máquina del Estado. Pues bien: Bernstein presenta la cosa como si Marx precaviese a la clase obrera, con estas palabras, contra el revolucionarismo excesivo en la conquista del poder.

No cabe imaginarse un falseamiento más grosero ni más escandaloso del pensamiento de Marx.

Ahora bien, ¿qué hizo Kautsky en su minuciosa refutación de la bernsteiniada?

Rehuyó el analizar en toda su profundidad la tergiversación del marxismo por el oportunismo en este punto. Adujo el pasaje, citado por nosotros más arriba, del prólogo de Engels a «La guerra civil» de Marx, diciendo que, según éste, la clase obrera no puede tomar simplemente posesión de la máquina del Estado existente, pero que en general si puede tomar posesión de ella, y nada más. Kautsky no dice ni una palabra de que Bernstein atribuye a Marx exactamente lo contrario del verdadero pensamiento de éste, ni dice que, desde 1852, Marx destacó como misión de la revolución proletaria el «destruir» la máquina del Estado.

¡Resulta, pues, que en Kautsky quedaba esfumada la diferencia más esencial entre el marxismo y el oportunismo en punto a la cuestión de las tareas de la revolución proletaria!

«La solución de la cuestión acerca del problema de la dictadura proletaria es cosa que podemos dejar con completa tranquilidad al porvenir». (Karl Kautsky; «Bernstein y el programa socialdemócrata», 1899)

Esto no es una polémica contra Bernstein, sino que es, en el fondo, una concesión hecha a éste, una entrega de posiciones al oportunismo, pues, por el momento, nada hay que tanto interese a los oportunistas como el «dejar con completa tranquilidad al porvenir» todas las cuestiones cardinales sobre las tareas de la revolución proletaria.

Desde 1852 hasta 1891, a lo largo de cuarenta años, Marx y Engels enseñaron al proletariado que debía destruir la máquina del Estado. Pero Kautsky, en 1899, ante la traición completa de los oportunistas contra el marxismo en este punto, sustituye la cuestión de si es necesario destruir o no esta máquina por la cuestión de las formas concretas que ha de revestir la destrucción, y va a refugiarse bajo las alas de la verdad filistea «indiscutible» –y estéril– ¡de que estas formas concretas no podemos conocerlas de antemano!

Entre Marx y Kautsky media un abismo, en su actitud ante la tarea del partido proletario de preparar a la clase obrera para la revolución.

Tomemos una obra posterior, más madura, de Kautsky consagrada también en gran parte a refutar los errores del oportunismo: su folleto «La revolución social». El autor toma aquí como tema especial la cuestión de la «revolución proletaria» y del «régimen proletario». El autor nos suministra muchas cosas muy valiosas, pero soslaya precisamente la cuestión del Estado. En este folleto se habla constantemente de la conquista del poder del Estado, y sólo de esto; es decir, se elige una fórmula que es una concesión hecha al oportunismo, toda vez que éste admite la conquista del poder sin destruir la máquina del Estado. Precisamente aquello que en 1872 Marx consideraba como «anticuado» en el programa del «Manifiesto Comunista» es lo que Kautsky resucita en 1902.

En ese folleto se consagra un apartado especial a las «formas y armas de la revolución social». Aquí se habla de la huelga política de masas, de la guerra civil, de esos «medios de fuerza del gran Estado moderno que son la burocracia y el ejército», pero no se dice ni una palabra de lo que ya enseñó a los obreros la Comuna. Evidentemente, Engels sabía lo que hacía cuando prevenía, especialmente a los socialistas alemanes, contra la «veneración supersticiosa» del Estado.

Kautsky presenta la cosa así: el proletariado triunfante «convertirá en realidad el programa democrático», y expone los puntos de éste. Ni una palabra se nos dice acerca de lo que el año 1871 aportó como nuevo en punto a la cuestión de la sustitución de la democracia burguesa por la democracia proletaria. Kautsky se contenta con banalidades tan «sólidamente» sonoras como ésta:

«Es de por sí evidente que no alcanzaremos la dominación bajo las condiciones actuales. La misma revolución presupone largas y profundas luchas que cambiarán ya nuestra actual estructura política y social». (Karl Kautsky; «Bernstein y el programa socialdemócrata», 1899)

No hay duda de que esto es algo «de por sí evidente», tan «evidente» como la verdad de que los caballos comen avena y de que el Volga desemboca en el mar Caspio. Sólo es de lamentar que con frases vacuas y ampulosas sobre las «profundas» luchas se eluda la cuestión vital para el proletariado revolucionario, de saber en qué se revela la «profundidad» de su revolución respecto al Estado, respecto a la democracia, a diferencia de las revoluciones anteriores, de las revoluciones no proletarias.

Al eludir esta cuestión, Kautsky de hecho hace una concesión, en un punto tan esencial como éste, al oportunismo, al que había declarado una guerra tan terrible de palabra, subrayando la importancia de la «idea de la revolución» –pero ¿vale algo esta «idea», cuando se teme hacer entre los obreros propaganda de las enseñanzas concretas de la revolución?–, o diciendo: «el idealismo revolucionario, ante todo», o manifestando que los obreros ingleses no son ahora «apenas más que pequeñoburgueses».

«En una sociedad socialista pueden coexistir las más diversas formas de empresas: la burocrática, la tradeunionista, la cooperativa, la individual. Hay, por ejemplo, empresas que no pueden desenvolverse sin una organización burocrática como ocurre con los ferrocarriles. Aquí la organización democrática puede revestir la forma siguiente: los obreros eligen delegados, que constituyen una especie de parlamento llamado a establecer el régimen de trabajo y a fiscalizar la administración del aparato burocrático. Otras empresas pueden entregarse a la administración de los sindicatos; otras, en fin, pueden ser organizadas sobre el principio del cooperativismo». (Karl Kautsky; «Bernstein y el programa socialdemócrata», 1899)

Estas consideraciones son falsas y representan un retroceso respecto a lo expuesto por Marx y Engels en la década del 70, sobre el ejemplo de las enseñanzas de la Comuna.

Desde el punto de vista de la pretendida necesidad de una organización «burocrática», los ferrocarriles no se distinguen absolutamente en nada de todas las empresas de la gran industria mecánica en general, de cualquier fábrica, de un gran almacén, de las grandes empresas agrícolas capitalistas. En todas las empresas de esta índole, la técnica impone incondicionalmente una disciplina rigurosísima, la mayor puntualidad en la ejecución del trabajo asignado a cada uno, a riesgo de paralizar toda la empresa o de deteriorar el mecanismo o los productos. En todas estas empresas, los obreros procederán, naturalmente, a «elegir delegados, que constituirán una especie de parlamento».

Pero todo el quid del asunto está precisamente en que esta «especie de parlamento» no será un parlamento en el sentido de las instituciones parlamentarias burguesas. Todo el quid del asunto está en que esta «especie de parlamento» no se limitará a «establecer el régimen de trabajo y a fiscalizar la administración del aparato burocrático», como se figura Kautsky, cuyo pensamiento no se sale del marco del parlamentarismo burgués. En la sociedad socialista, esta «especie de parlamento» de diputados obreros tendrá como misión, naturalmente, «establecer el régimen de trabajo y fiscalizar la administración» del «aparato», pero este aparato no será un aparato «burocrático». Los obreros, después de conquistar el poder político, destruirán el viejo aparato burocrático, lo desmontarán hasta en sus cimientos, no dejarán de el piedra sobre piedra, lo sustituirán por otro nuevo, formado por los mismos obreros y empleados, contra cuya transformación en burócratas serán tomadas inmediatamente las medidas analizadas con todo detalle por Marx y Engels:

1) No sólo elegibilidad, sino amovilidad en todo momento;

2) sueldo no superior al salario de un obrero;

3) se pasará inmediatamente a que todos desempeñen funciones de control y de inspección, a que todos sean «burócratas» durante algún tiempo, para que, de este modo, nadie pueda convertirse en «burócrata».

Kautsky no se paró, en absoluto, a meditar las palabras de Marx: «la Comuna era, no una corporación parlamentaria, sino una corporación de trabajo, que dictaba leyes y al mismo tiempo las ejecutaba».

Kautsky no comprendió, en absoluto, la diferencia entre el parlamentarismo burgués, que asocia la democracia –no para el pueblo– al burocratismo –contra el pueblo–, y el democratismo proletario, que toma inmediatamente medidas para cortar de raíz el burocratismo y que estará en condiciones de llevar estas medidas hasta el final, hasta la completa destrucción del burocratismo, hasta la implantación completa de la democracia para el pueblo.

Kautsky revela aquí la misma «veneración supersticiosa» hacia el Estado, la misma «fe supersticiosa» en el burocratismo.

Pasemos a la última y la mejor obra de Kautsky contra los oportunistas, a su folleto titulado «El camino del poder» –inédita, según creemos, en Rusia, ya que se publicó en pleno apogeo de la reacción en nuestro país, en 1909–. Este folleto representa un gran paso adelante, ya que en él no se habla de un programa revolucionario en general, como en el folleto de 1899 contra Bernstein, no se habla de las tareas de la revolución social, desglosándolas del momento en que ésta estalla, como en el folleto «La revolución social», de 1902, sino de las condiciones concretas que nos obligan a reconocer que comienza la «era de las revoluciones».

En este folleto, el autor señala de un modo definido la agudización de las contradicciones de clase en general y el imperialismo, que desempeña un papel singularmente grande en este sentido. Después del «período revolucionario de 1789 a 1871» en la Europa occidental, por el año 1905 comienza un período análogo para el Oriente. La guerra mundial se avecina con amenazante celeridad. «El proletariado no puede hablar ya de una revolución prematura»:

«Hemos entrado en un período revolucionario. La era revolucionaria comienza». (Karl Kautsky; «El camino del poder», 1909)

Estas manifestaciones son absolutamente claras. Este folleto de Kautsky debe servir de medida para comparar lo que la socialdemocracia alemana prometía ser antes de la guerra imperialista y lo bajo que cayó –sin excluir al mismo Kautsky– al estallar la guerra:

«La situación actual encierra el peligro de que a nosotros –es decir, a la socialdemocracia alemana– se nos pueda tomar fácilmente por más moderados de lo que somos en realidad». (Karl Kautsky; «El camino del poder», 1909)

¡En realidad, el partido socialdemócrata alemán resultó ser incomparablemente más moderado y más oportunista de lo que parecía!

Ante estas manifestaciones tan definidas de Kautsky a propósito de la era ya iniciada de las revoluciones, es tanto más característico que, en un folleto consagrado según sus propias palabras a analizar precisamente la cuestión de la «revolución política», se eluda absolutamente una vez más la cuestión del Estado.

De la suma de estas omisiones de la cuestión, de estos silencios y de estas evasivas, resultó inevitablemente ese paso completo al oportunismo del que hablaremos en seguida.

Es como si la socialdemocracia alemana, en la persona de Kautsky, declarase: Mantengo mis concepciones revolucionarias en 1899. Reconozco, en particular, el carácter inevitable de la revolución social del proletariado en 1902. Reconozco que ha comenzado la nueva era de las revoluciones en 1909. Pero, a pesar de todo esto, retrocedo con respecto a lo que dijo Marx ya en 1852, tan pronto como se plantea la cuestión de las tareas de la revolución proletaria en relación con el Estado en 1912.

Así, en efecto, se planteó de un modo tajante la cuestión en la polémica de Kautsky con Pannekoek.

La polémica de Kautsky con Pannekoek

Pannekoek se levantó contra Kautsky como uno de los representantes de aquella tendencia «radical de izquierda» que contaba en sus filas a Rosa Luxemburgo, a Rádek y a otros, y que, defendiendo la táctica revolucionaria, abrigaban unánimemente la convicción de que Kautsky se pasaba a la posición del «centro», el cual, vuelto de espaldas a los principios, vacilaba entre el marxismo y el oportunismo. Que esta apreciación era exacta vino a demostrarlo plenamente la guerra, cuando la corriente del «centro» –erróneamente denominada marxista– o del «kautskismo» se reveló en toda su repugnante miseria.

En el artículo «Las acciones de masas y la revolución» en el que se toca la cuestión del Estado, Pannekoek caracterizaba la posición de Kautsky como una posición de «radicalismo pasivo», como la «teoría de esperar sin actuar. Kautsky no quiere ver el proceso de la revolución». Planteando la cuestión en estos términos, Pannekoek abordaba el tema que nos interesa aquí, o sea el de las tareas de la revolución proletaria respecto al Estado:

«La lucha del proletariado no es sencillamente una lucha contra la burguesía por el poder del Estado, sino una lucha contra el poder del Estado. El contenido de la revolución proletaria es la destrucción y eliminación de los medios de fuerza del Estado por los medios de fuerza del proletariado. (…) La lucha cesa únicamente cuando se produce, como resultado final, la destrucción completa de la organización estatal. La organización de la mayoría demuestra su superioridad al destruir la organización de la minoría dominante». (Anton Pannekoek; «Las acciones de masas y la revolución», 1912)

La formulación que da a sus pensamientos Pannekoek adolece de defectos muy grandes. Pero, a pesar de todo, la idea está clara, y es interesante ver cómo Kautsky la refuta:

«Hasta aquí la diferencia entre los socialdemócratas y los anarquistas consistía en que los primeros quieran conquistar el poder del Estado, y los segundos, destruirlo. Pannekoek quiere las dos cosas». (Karl Kautsky; «Artículo de crítica a Pannekoek», 1912)

Si en Pannekoek la exposición adolece de falta de claridad y no es lo bastante concreta –para no hablar aquí de otros defectos de su artículo, que no interesan al tema de que tratamos–, Kautsky, en cambio, toma precisamente la esencia de principio de la cuestión sugerida por Pannekoek y en esta cuestión cardinal y de principio Kautsky abandona enteramente la posición del marxismo y se pasa con armas y bagajes al oportunismo. La diferencia entre los socialdemócratas y los anarquistas aparece definida en él de un modo completamente falso, y el marxismo se ve definitivamente tergiversado y envilecido.

La diferencia entre los marxistas y los anarquistas consiste en lo siguiente:

1) En que los primeros, proponiéndose como fin la destrucción completa del Estado, reconocen que este fin sólo puede alcanzarse después que la revolución socialista haya destruido las clases, como resultado de la instauración del socialismo, que conduce a la extinción del Estado; mientras que los segundos quieren destruir completamente el Estado de la noche a la mañana, sin comprender las condiciones bajo las que puede lograrse esta destrucción.

2) En que los primeros reconocen la necesidad de que el proletariado, después de conquistar el poder político, destruya completamente la vieja máquina del Estado, sustituyéndola por otra nueva, formada por la organización de los obreros armados, según el tipo de la Comuna; mientras que los segundos, abogando por la destrucción de la máquina del Estado, tienen una idea absolutamente confusa respecto al punto de con qué ha de sustituir esa máquina el proletariado y cómo éste ha de emplear el poder revolucionario; los anarquistas niegan incluso el empleo del poder estatal por el proletariado revolucionario, su dictadura revolucionaria.

3) En que los primeros exigen que el proletariado se prepare para la revolución utilizando el Estado moderno, mientras que los anarquistas niegan esto.

En esta controversia, es precisamente Pannekoek quien representa al marxismo contra Kautsky, pues precisamente Marx nos enseñó que el proletariado no puede limitarse sencillamente a conquistar el poder del Estado, en el sentido de pasar a nuevas manos el viejo aparato estatal, sino que debe destruir, romper este aparato y sustituirlo por otro nuevo.

Kautsky se pasa del marxismo al oportunismo, pues en él desaparece en absoluto precisamente esta destrucción de la máquina del Estado, completamente inaceptable para los oportunistas, y se les deja a éstos un portillo abierto, en el sentido de interpretar la «conquista» como una simple adquisición de la mayoría.

Para encubrir su tergiversación del marxismo, Kautsky procede como un buen exégeta de los evangelios: nos dispara una «cita» del propio Marx. En 1850 Marx había escrito acerca de la necesidad de una «resuelta centralización de la fuerza en manos del poder del Estado». Y Kautsky pregunta, triunfal: ¿Acaso pretende Pannekoek destruir el «centralismo»?

Este es ya, sencillamente, un juego de manos, parecido a la identificación que hace Bernstein del marxismo y del proudhonismo en sus puntos de vista sobre el federalismo que él opone al centralismo.

La «cita» tomada por Kautsky es totalmente inadecuada al caso. El centralismo cabe tanto en la vieja como en la nueva máquina del Estado. Si los obreros unen voluntariamente sus fuerzas armadas, esto será centralismo, pero un centralismo basado en la «completa destrucción» del aparato centralista del Estado, del ejército permanente, de la policía, de la burocracia. Kautsky se comporta en absoluto como un estafador, al eludir los pasajes perfectamente conocidos de Marx y Engels sobre la Comuna y destacando una cita que no guarda ninguna relación con el asunto.

«¿Acaso quiere Pannekoek abolir las funciones estatales de los funcionarios? Pero ni en el partido ni en los sindicatos, y no digamos en la administración pública, podemos prescindir de funcionarios. Nuestro programa no pide la supresión de los funcionarios del Estado, sino la elección de los funcionarios por el pueblo. De lo que en esta discusión se trata no es de saber qué estructura presentará el aparato administrativo del «Estado del porvenir», sino de saber si nuestra lucha política destruirá el poder del Estado antes de haberlo conquistado nosotros. ¿Qué ministerio, con sus funcionarios, podría suprimirse?» Y se enumeran los ministerios de Instrucción, de Justicia, de Hacienda, de Guerra. «No, con nuestra lucha política contra el gobierno no eliminaremos ninguno de los actuales ministerios. Lo repito, para prevenir equívocos: aquí no se trata de la forma que dará al «Estado del porvenir» la socialdemocracia triunfante, sino de la que quiere dar al Estado actual nuestra oposición». («Artículo de crítica a Pannekoek», 1912)

Esto es una superchería manifiesta. Pannekoek había planteado precisamente la cuestión de la revolución. Así se dice con toda claridad en el título de su artículo y en los pasajes citados. Al saltar a la cuestión de la «oposición», Kautsky suplanta precisamente el punto de vista revolucionario por el punto de vista oportunista. La cosa aparece, en él, planteada así: ahora estamos en la oposición; después de la conquista del poder, ya veremos. ¡La revolución desaparece! Esto era precisamente lo que exigían los oportunistas.

Aquí no se trata de la oposición ni de la lucha política en general, sino precisamente de la revolución. La revolución consiste en que el proletariado destruye el «aparato administrativo» y todo el aparato del Estado, sustituyéndolo por otro nuevo, formado por los obreros armados. Kautsky revela una «veneración supersticiosa» de los «ministerios», pero ¿por qué estos ministerios no han de poder sustituirse, supongamos, por comisiones de especialistas adjuntas a los Soviets soberanos y todopoderosos de Diputados Obreros y Soldados?

La esencia de la cuestión no está, ni mucho menos, en saber si han de seguir los «ministerios» o si ha de haber «comisiones de especialistas» o cualesquiera otras instituciones; esto es completamente secundario. La esencia de la cuestión está en si se mantiene la vieja máquina del Estado –enlazada por miles de hilos a la burguesía y empapada hasta el tuétano de rutina y de inercia–, o si se la destruye, sustituyéndola por otra nueva. La revolución debe consistir, no en que la nueva clase mande y gobierne con ayuda de la vieja máquina del Estado, sino en que destruya esta máquina y mande, gobierne con ayuda de otra nueva: este pensamiento fundamental del marxismo se esfuma en Kautsky, o bien éste no lo ha comprendido en absoluto.

La pregunta que hace a propósito de los funcionarios demuestra palpablemente que no ha comprendido las enseñanzas de la Comuna, ni la doctrina de Marx. «Ni en el partido ni en los sindicatos podemos prescindir de funcionarios»…

No podemos prescindir de funcionarios bajo el capitalismo, bajo la dominación de la burguesía. El proletariado está oprimido, las masas trabajadoras están esclavizadas por el capitalismo. Bajo el capitalismo, la democracia se ve coartada, cohibida, truncada, mutilada por todo el ambiente de la esclavitud asalariada, por la penuria y la miseria de las masas. Por esto, y solamente por esto, los funcionarios de nuestras organizaciones políticas y sindicales se corrompen –o, para decirlo más exactamente, tienden a corromperse– bajo el ambiente del capitalismo y muestran la tendencia a convertirse en burócratas, es decir, en personas privilegiadas, divorciadas de las masas, situadas por encima de las masas.

En esto reside la esencia del burocratismo, y mientras los capitalistas no sean expropiados, mientras no se derribe a la burguesía, será inevitable una cierta «burocratización» incluso de los funcionarios proletarios.

Kautsky presenta la cosa así: puesto que sigue habiendo funcionarios electivos, esto quiere decir que bajo el socialismo sigue habiendo también burócratas, que sigue habiendo burocracia! Y esto es precisamente lo que es falso. Precisamente sobre el ejemplo de la Comuna, Marx puso de manifiesto que bajo el socialismo los funcionarios dejan de ser «burócratas», dejan de ser «funcionarios», dejan de serlo a medida que se implanta, además de la elegibilidad, la amovilidad en todo momento, y, además de esto, los sueldos equiparados al salario medio de un obrero, y, además de esto, la sustitución de las instituciones parlamentarias por «instituciones de trabajo, es decir, que dictan leyes y las ejecutan».

En el fondo, toda la argumentación de Kautsky contra Pannekoek, y especialmente su notable argumento de que tampoco en las organizaciones sindicales y del partido podemos prescindir de funcionarios, revelan la repetición por parte de Kautsky de los viejos «argumentos» de Bernstein contra el marxismo en general. En su libro de renegado «Las premisas del socialismo», Bernstein combate las ideas de la democracia «primitiva», lo que él llama «democratismo doctrinario»: mandatos imperativos, funcionarios sin sueldo, una representación central impotente, etc. Como prueba de que este democratismo «primitivo» es inconsistente, Bernstein se refiere a la experiencia de las tradeuniones inglesas, en la interpretación de los esposos Webb. Según ellos, en los setenta años que llevan de existencia, las tradeuniones, que se han desarrollado, a su decir, «en completa libertad» –página 137 de la edición alemana–, se han convencido precisamente de la inutilidad del democratismo primitivo y han sustituido éste por el democratismo corriente: por el parlamentarismo, combinado con el burocratismo.

En realidad, las tradeuniones no se han desarrollado «en completa libertad», sino en completa esclavitud capitalista, bajo la cual es lógico que «no pueda prescindirse» de una serie de concesiones a los males imperantes, a la violencia, a la falsedad, a la exclusión de los pobres de los asuntos de la «alta» administración. Bajo el socialismo, revive inevitablemente mucho de la democracia «primitiva», pues por primera vez en la historia de las sociedades civilizadas la masa de la población se eleva para intervenir por cuenta propia no sólo en votaciones y en elecciones, sino también en la labor diaria de la administración. Bajo el socialismo, todos intervendrán por turno en la dirección y se habituarán rápidamente a que ninguno dirija.

Con su genial inteligencia crítico-analítica, Marx vio en las medidas prácticas de la Comuna aquel viraje que temen y no quieren reconocer los oportunistas por cobardía, por no querer romper irrevocablemente con la burguesía, y que los anarquistas no quieren ver, o por precipitación o por incomprensión de las condiciones en que se producen las transformaciones sociales de masas en general, «No hay ni que pensar en destruir la vieja máquina del Estado, pues ¿cómo vamos a arreglárnoslas sin ministerios y sin burócratas?», razona el oportunista, infestado de filisteísmo hasta el tuétano y que, en el fondo no sólo no cree en la revolución, en la capacidad creadora de la revolución, sino que la teme como a la muerte –como la temen nuestros mencheviques y socialrevolucionarios–.

«Sólo hay que pensar en destruir la vieja máquina del Estado, no hay por qué ahondar en las enseñanzas concretas de las anteriores revoluciones proletarias ni analizar con qué y cómo sustituir lo destruido», razonan los anarquistas –los mejores anarquistas, naturalmente, no los que van a la zaga de la burguesía tras los señores Kropotkin y Cía. –; de donde resulta, en los anarquistas, la táctica de la desesperación, y no la táctica de una labor revolucionaria sobre objetivos concretos, implacable y audaz, y que al mismo tiempo, tenga en cuenta las condiciones prácticas del movimiento de masas.

Marx nos enseña a evitar ambos errores, nos enseña a ser de una intrepidez sin límites en la destrucción de toda la vieja máquina del Estado, pero al mismo tiempo nos enseña a plantear la cuestión de un modo concreto: la Comuna pudo en unas cuantas semanas comenzar a construir una nueva máquina, una máquina proletaria de Estado, implantando de este modo las medidas señaladas para ampliar el democratismo y desarraigar el burocratismo. Aprendamos de los comuneros la intrepidez revolucionaria, veamos en sus medidas prácticas un esbozo de las medidas prácticamente urgentes e inmediatamente aplicables, y entonces, siguiendo este camino, llegaremos a la destrucción completa del burocratismo.

La posibilidad de esta destrucción está garantizada por el hecho de que el socialismo reduce la jornada de trabajo, eleva a las masas a una nueva vida, coloca a la mayoría de la población en condiciones que permiten a todos, sin excepción, ejercer las «funciones del Estado», y esto conduce a la extinción completa de todo Estado en general.

«La tarea de la huelga general no puede ser nunca la de destruir el poder del Estado, sino simplemente la de obligar a un gobierno a ceder en un determinado punto o la de sustituir un gobierno hostil al proletariado por otro dispuesto a hacerle concesiones. Pero jamás, ni en modo alguno, puede esto conducir a la destrucción del poder del Estado, sino pura y simplemente a un cierto desplazamiento de la relación de fuerzas dentro del poder del Estado. Y la meta de nuestra lucha política sigue siendo, con esto, la que ha sido hasta aquí: conquistar el poder del Estado ganando la mayoría en el parlamento y hacer del parlamento el dueño del gobierno». («Artículo de crítica a Pannekoek», 1912)

Esto es ya el más puro y el más vil oportunismo, es ya renunciar de hecho a la revolución acatándola de palabra. El pensamiento de Kautsky no va más allá de «un gobierno dispuesto a hacer concesiones al proletariado», lo que significa un paso atrás hacia el filisteísmo, en comparación con el año 1847, en que el «Manifiesto Comunista» proclamaba la «organización del proletariado en clase dominante».

Kautsky tendrá que realizar la «unidad», tan preferida por él, con los Scheidemann, los Plejánov, los Vandervelde, todos los cuales están de acuerdo en luchar por un gobierno «dispuesto a hacer concesiones al proletariado».

Pero nosotros iremos a la ruptura con estos traidores al socialismo y lucharemos por la destrucción de toda la vieja máquina del Estado, para que el mismo proletariado armado sea el gobierno. Son «dos cosas muy distintas».

Kautsky quedará en la grata compañía de los Legien y los David, los Plejánov, los Potresov, los Tsereteli y los Chernov, que están completamente de acuerdo en luchar por «un desplazamiento de la relación de fuerzas dentro del poder del Estado», por «ganar la mayoría en el parlamento y hacer del parlamento el dueño del gobierno», nobilísimo fin en el que todo es aceptable para los oportunistas, todo permanece en el marco de la república parlamentaria burguesa. Pero nosotros iremos a la ruptura con los oportunistas; y todo el proletariado consciente estará con nosotros en la lucha, no por «el desplazamiento de la relación de fuerzas», sino por el derrocamiento de la burguesía, por la destrucción del parlamentarismo burgués, por una República democrática del tipo de la Comuna o una República de los Soviets de Diputados Obreros y Soldados, por la dictadura revolucionaria del proletariado.

* * *

Más a la derecha que Kautsky están situadas, en el socialismo internacional, corrientes como la de los «Cuadernos mensuales socialistas» [14] en Alemania Legien, David, Kolb y muchos otros, incluyendo a los escandinavos Stauning y Branting, los jauresistas y Vandervelde en Francia y Bélgica, Turati, Treves y otros representantes del ala derecha del partido italiano, los fabianos y los «independientes» –«Partido Laborista Independiente», que en realidad ha estado siempre bajo la dependencia de los liberales– en Inglaterra [15], etc. Todos estos señores, que desempeñan un papel enorme, no pocas veces predominante, en la labor parlamentaria y en la labor publicitaria del partido, niegan francamente la dictadura del proletariado y practican un oportunismo descarado. Para estos señores, la «dictadura» del proletariado ¡«contradice» la democracia! No se distinguen sustancialmente en nada serio de los demócratas pequeñoburgueses.

Si tenemos en cuenta esta circunstancia, tenemos derecho a llegar a la conclusión de que la Segunda Internacional, en la aplastante mayoría de sus representantes ofíciales, ha caído de lleno en el oportunismo. La experiencia de la Comuna no ha sido solamente olvidada, sino tergiversada. No sólo no se inculcó a las masas obreras que se acerca el día en que deberán levantarse y destruir la vieja máquina del Estado, sustituyéndola por una nueva y convirtiendo así su dominación política en base para la transformación socialista de la sociedad, sino que se les inculcó todo lo contrario y se presentó la «conquista del poder» de tal modo, que se dejaban miles de portillos abiertos al oportunismo.

La tergiversación y el silenciamiento de la cuestión de la actitud de la revolución proletaria hacia el Estado no podían por menos de desempeñar un enorme papel en el momento en que los Estados, con su aparato militar reforzado a consecuencia de la rivalidad imperialista, se convertían en monstruos guerreros, que devoraban a millones de hombres para dirimir el litigio de quién había de dominar el mundo: sí Inglaterra o Alemania, si uno u otro capital financiero[El manuscrito continúa].

«VII

La experiencia de las revoluciones rusas de 1905 y 1917

El tema indicado en el título de este capítulo es tan enormemente vasto, que sobre él podrían y deberían escribirse tomos enteros. En este folleto, habremos de limitarnos, como es lógico, a las enseñanzas más importantes de la experiencia que guardan una relación directa con las tareas del proletariado en la revolución con respecto al poder del Estado. –Aquí se interrumpe el manuscrito–.»

Palabras finales a la primera edición

Este folleto fue escrito en los meses de agosto y septiembre de 1917. Tenía ya trazado el plan del capítulo siguiente, del VII: «La experiencia de las revoluciones rusas de 1905 y 1917». Pero, fuera del título, no me fue posible escribir ni una sola línea de este capítulo: vino a «estorbarme» la crisis política, la víspera de la Revolución de Octubre de 1917. De «estorbos» así no tiene uno más que alegrarse. Pero la redacción de la segunda parte del folleto –dedicada a «La experiencia de las revoluciones rusas de 1905 y 1917»– habrá que aplazarla seguramente por mucho tiempo; es más agradable y más provechoso vivir la «experiencia de la revolución» que escribir acerca de ella.

El Autor

Petrogrado, 30 de noviembre de 1917.

Notas de la edición

[1] Lenin escribió «El Estado y la Revolución» en la clandestinidad, en agosto y septiembre de 1917. La idea de la necesidad de elaborar teóricamente el problema del Estado fue expresada por Lenin en la segunda mitad de 1916. Por aquel entonces escribió el artículo «La Internacional Juvenil», donde criticó la posición antimarxista de Bujarin acerca del Estado y prometió escribir un extenso artículo sobre la actitud del marxismo en lo referente a este problema. En una carta fechada el 17 de febrero de 1917, Lenin notificaba a Aleksandra Kolontái que tenía casi preparado el material al respecto. Lo había escrito con letra menuda y apretada en un cuaderno de tapas azules al que había puesto un título: El marxismo y el Estado. Contenía el cuaderno una recopilación de citas de obras de Carlos Marx y Federico Engels, así como pasajes de libros de Kautsky, Pannekoek y Bernstein con observaciones críticas, conclusiones y juicios de Lenin.

Según el plan trazado por su autor, «El Estado y la Revolución» debía constar de siete capítulos, pero Lenin no escribió el séptimo, titulado «La experiencia de las revoluciones rusas de 1905 y 1917». Se conserva tan sólo un plan detallado de este capítulo. Respecto a la publicación del libro, Lenin escribió al editor una nota diciéndole que «si tardaba demasiado en terminar el capítulo en cuestión, el VII, o si éste le salía más extenso de la cuenta, habría que sacar a la luz los primeros seis capítulos como primera parte».

En la primera página del manuscrito, el autor ocultaba su nombre bajo el seudónimo de F. F. Ivanovski, al que recurrió Lenin para evitar que el Gobierno Provisional mandase recoger el libro. Pero éste se publicó tan sólo en 1918, razón por la cual desapareció la necesidad del seudónimo.

La segunda edición, con el nuevo apartado: Cómo planteaba Marx la cuestión en 1852, añadido por Lenin al capítulo segundo, apareció en 1919.

[2] Fabianos: Miembros de la Sociedad Fabiana, reformista y ultraoportunista, fundada en Inglaterra por un grupo de intelectuales burgueses en 1884. Su denominación está inspirada en el nombre de Fabio Cunctator –«El Temporizador»–, caudillo militar romano, célebre por su táctica expectante, que rehuía los combates decisivos. Según dijo Lenin, la Sociedad Fabiana constituía «la expresión más acabada del oportunismo y de la política liberal obrera». Los fabianos distraían al proletariado de la lucha de clases y predicaban la posibilidad de la transición pacífica y gradual del capitalismo al socialismo por medio de las reformas. Durante la guerra imperialista mundial –de 1914 a 1918–, los fabianos tomaron las posiciones del socialchovinismo. V. I. Lenin caracteriza a los fabianos en su Prefacio a la traducción rusa del libro «Cartas de I. Becker, I. Dietzgen, F. Engels, K. Marx y otros a F. Sorge y otros», en «El programa agrario de la socialdemocracia en la revolución rusa», «El pacifismo inglés y la aversión inglesa a la teoría» y en algunas obras más.

[3] Véase: Karl Marx; «Crítica de programa de Gotha».

Programa de Gotha: Programa del Partido Socialista Obrero de Alemania, aprobado en el Congreso de Gotha en 1875, al unirse los dos partidos socialistas alemanes existentes hasta entonces: el de los eisenachianos y el de los lassalleanos. El programa era completamente oportunista, pues los eisenachianos cedieron en todas las cuestiones importantes ante los lassalleanos y admitieron las tesis de éstos. Marx y Engels sometieron el Programa de Gotha a una crítica demoledora.

[4] Die Neue Zeit –Tiempos nuevos–: Revista socialdemócrata alemana. Se publicó en Stuttgart de 1883 a 1923–.

Desde 1885 hasta 1895, Die Neue Zeit insertó algunos artículos de Federico Engels quien daba frecuentes indicaciones a la redacción de la revista y criticaba con acritud sus desviaciones del marxismo. A partir de la segunda mitad de la década del 90, después de la muerte de Engels, Die Neue Zeit comenzó a publicar regularmente artículos de elementos revisionistas. Durante la guerra imperialista mundial –de 1914 a 1918–, ocupó una posición centrista, kautskiana, apoyando a los socialchovinistas.

[5] Lenin se refiere al artículo de Karl Marx «El indiferentismo político» y al de Friedrich Engels «De la autoridad».

[6] El Programa de Erfurt de la socialdemocracia alemana se aprobó en octubre de 1891 en el Congreso de Erfurt, viniendo a sustituir al Programa de Gotha, aprobado en 1875. Los errores del Programa de Erfurt fueron criticados por Engels en su obra En torno a la crítica del proyecto de programa socialdemócrata de 1891.

[7] Véase: Vladimir Ilich Uliánov, Lenin; «Una cuestión de principio», Obras, t. XXIV.

[8] Se trata de la introducción de Friedrich Engels al libro de Karl Marx: «La Guerra Civil en Francia».

[9] «Temas internacionales del Estado popular».

[10] Lenin se refiere a Tugán-Baranovsky, un economista burgués ruso.

[11] Congreso de La Haya de la I Internacional: Se celebró del 2 al 7 de septiembre de 1872, asistiendo a él Marx y Engels. Los delegados fueron 65. El orden del día constaba de diversos puntos:

a) Las facultades del Consejo General;

b) La acción política del proletariado, etc.

Toda la labor del Congreso transcurrió en medio de una empeñada lucha contra los bakuninistas. Se adoptó una resolución ampliando las facultades del Consejo General. Respecto al punto «La acción política del proletariado», la resolución del Congreso estipulaba que el proletariado debía organizar su partido político propio para asegurar el triunfo de la revolución social y que su gran tarea pasaba a ser la conquista del poder político. En este Congreso, Bakunin y Guillaume fueron expulsados de la Internacional como desorganizadores y por haber fundado un nuevo partido, un partido antiproletario.

[12] Sariá –La Aurora–: Revista científica y política marxista. La editaba en 1901 y 1902 en Stuttgart la redacción del periódico Iskra. Salieron cuatro números. En Sariá se publicaron varios artículos de Lenin.

[13] Se trata del V Congreso Internacional Socialista de la II Internacional, celebrado del 23 al 27 de septiembre de 1900 en Paris. Asistieron 791 delegados. La delegación rusa se componía de 23 personas. Por lo que respecta al punto principal –la conquista del poder político por el proletariado–, el Congreso aprobó por mayoría la resolución «de conciliación con los oportunistas» propuesta por Kautsky, a la que alude Lenin. Entre otras cosas, se acordó fundar la Oficina Socialista Internacional integrada por representantes de los partidos socialistas de todos los países y un Secretariado con residencia en Bruselas.

[14] Cuadernos mensuales socialistas –Sozialistische Monatshefte–: Revista, órgano principal de la socialdemocracia oportunista alemana y uno de los órganos del oportunismo internacional. Durante la guerra imperialista mundial –1914 a 1918–, tomó las posiciones del socialchovinismo. Se publicó en Berlín desde 1897 hasta 1933. [pág.148]

[15] Partido Laborista Independiente de Inglaterra –Independent Labour Party–: Se fundó en 1893. Lo dirigían James Cair Hardie, Ramsay MacDonald y otros. Aunque pretendía ser políticamente independiente de los partidos burgueses, el Partido Laborista Independiente era en realidad, «independiente del socialismo y dependiente del liberalismo» –Lenin–. Al comienzo de la guerra imperialista mundial –de 1914 a 1918–, el Partido Laborista Independiente publicó un manifiesto contra la guerra –13 de agosto de 1914–. Posteriormente, en la Conferencia de los socialistas de los países de la Entente, celebrada en Londres en febrero de 1915, los independientes se adhirieron a la resolución socialchovinista allí aprobada. A partir de entonces, los líderes de los independientes, enmascarándose con frases pacifistas, ocuparon las posiciones del socialchovinismo. Después de fundarse la Internacional Comunista, en 1919, los líderes de este partido, bajo la presión de las masas radicalizadas del partido, acordaron abandonar la II Internacional. En 1921, los independientes ingresaron en la llamada Internacional 2 1/2 y, después de disgregarse ésta, se reincorporaron a la II Internacional.» (Vladimir Ilich Uliánov, Lenin; El Estado y la Revolución, 1917)

Tirar de la manta

manta

Más que de millones de euros, la corrupción es una trama invisible que se nutre y se sustenta de secretos inconfesables e información íntima y privilegiada. Tal es su modus operandi.

La información es poder. Y viceversa. Y los secretos que urden los entresijos de las madejas corruptas se mantienen en pie a costa de un equilibrio siempre inestable y a punto de romperse entre los diferentes elementos que los componen.

Cuando alguien cae en desgracia o existe peligro de perder su patrimonio o prestigio, e incluso de dar con sus huesos en la cárcel, tirar de la manta puede ser un recurso de última hora para que el resto de compinches salven su pellejo antes que el fuego pueda provocar en su piel heridas irreversibles.

Las amenazas latentes suelen surtir inmediato efecto: tapar la boca del locuaz es urgente, existiendo mil modos efectivos para ello. Entre la falsa honra y la vergüenza a plena luz del día se teje una emocional y finísima tela de araña que se abona mediante formas muy dispares: dinero a tocateja bajo cuerda, uso de influencias políticas y judiciales, promulgación de leyes espurias…

No existen antídotos eficaces contra el lujurioso desenfreno de la corrupción. Hay muchos resortes para que el silencio cómplice de la verdad se camufle entre tecnicismos legalistas y favores en la sombra que se deben abonar obligatoriamente si no se quiere terminar en el arroyo de la miseria o en el abandono inducido del ostracismo público.

Así funciona la globalidad neoliberal: connivencia total entre señeros políticos, empresarios de postín, juristas venales e intermediarios pícaros de medio pelo. La unión de todos estos actores dan la película de la España de hoy en un viejo escenario de cartón piedra realizado para tal ocasión: el régimen capitalista.

Tirar de la manta es un aviso para que los que todavía no están manchados por imputación alguna empiecen a mover el culo y los hilos del poder en aras de salvar al caído en desgracia. Se trata de una vetusta red de apoyo tácito que cubre como una póliza de seguro a todo riesgo las peripecias irregulares o ilícitas que conlleva la política capitalista de corte occidental.

Estas tramas hacen con el pueblo llano casi todo lo que quieren. Mientras no se derrumbe la cultura capitalista que les ampara, seguirán ahí, haciendo de su capa un sayo tantas veces como lo deseen. No es el corrupto el que hace al sistema sino la estructura la que pare políticos que se dejan comprar y se venden por motivos egoístas al mejor postor: los mercados, las multinacionales, las grandes empresas…

Lo que necesita el régimen es que la clase trabajadora tire de la manta de una vez por todas para conquistar una plaza pública auténticamente democrática. El pueblo sabe más de lo que cree saber pero le da miedo ser sujeto de su propia historia.

Mensaje para los que apelan a la confianza acrítica de la militancia en el liderazgo, repetidores de viejas desviaciones

«La aguda crítica y la autocrítica no causarán daño al partido. Lo fortalece ideológicamente. La ocultación de los errores sí es lo que puede debilitar al partido. Por otra parte, la defensa a ultranza de las posiciones equivocadas crea un grave peligro que, si no se toman medidas, puede dar lugar a una crisis aguda que causa enorme e irreparable daño no sólo al partido, sino a todo el país. (…) Debemos atesorar, como la niña de nuestros ojos, los logros ideológicos valiosos del Partido Obrero Polaco, su espléndida y gloriosa tradición de lucha contra los invasores, su trabajo creativo para sentar las bases de la Polonia Popular para la cual miles de miembros de nuestro partido sacrificaron sus vidas o dieron generosamente su trabajo. Nuestro partido tiene a sus líderes en alta estima, aprecia su contribución al trabajo y la lucha del partido y tiene confianza en ellos. Sin embargo, los considera sólo como ejecutores de la idea que guía el partido y la clase obrera. El partido pone la lealtad a la idea de la revolución y de la vigilancia hacia cualquier intento de contrabando de influencias ajenas nacionales o extranjeras, lo que es algo superior al apego personal a personas del partido. Ahí radica la fuerza de nuestro partido, que basará su trabajo no en el principio de líder, sino, sobre todo, de los esfuerzos colectivos de la población activa y todos los miembros».  (Bolesław BierutPara lograr la completa eliminación de las desviaciones derechistas y nacionalistas, 1948)

Aclaraciones complementarias de Engels; Lenin, 1917

«Marx dejó sentadas las tesis fundamentales sobre la cuestión de la significación de la experiencia de la Comuna. Engels volvió repetidas veces sobre este tema, aclarando el análisis y las conclusiones de Marx e iluminando a veces otros aspectos de la cuestión con tal fuerza y relieve, que es necesario detenerse especialmente en estas aclaraciones.

«La Cuestión de la vivienda»

En su obra «Contribución al problema de la vivienda» de 1872, Engels pone ya a contribución la experiencia de la Comuna, deteniéndose varias veces en las tareas de la revolución respecto al Estado. Es interesante ver cómo, sobre un tema concreto, se ponen de relieve, de una parte, los rasgos de coincidencia entre el Estado proletario y el Estado actual –rasgos que nos dan la base para hablar de Estado en ambos casos–, y, de otra parte, los rasgos de diferencia o la transición hacia la destrucción del Estado.

«¿Cómo, pues, resolver la cuestión de la vivienda? En la sociedad actual, exactamente lo mismo que otra cuestión social cualquiera: por la nivelación económica gradual de la oferta y la demanda, solución que reproduce constantemente la cuestión y que, por tanto, no es tal solución. La forma en que una revolución social resolvería esta cuestión no depende solamente de las circunstancias de tiempo y lugar, sino que, además, se relaciona con cuestiones de gran alcance, entre las cuales figura, como una de las más esenciales, la supresión del contraste entre la ciudad y el campo. Como nosotros no nos ocupamos en construir ningún sistema utópico para la organización de la sociedad del futuro, sería más que ocioso detenerse en esto. Lo cierto, sin embargo, es que ya hoy existen en las grandes ciudades edificios suficientes para remediar en seguida, si se les diese un empleo racional, toda verdadera «escasez de vivienda»: Esto sólo puede lograrse, naturalmente, expropiando a los actuales poseedores y alojando en sus casas a los obreros que carecen de vivienda o a los que viven hacinados en la suya. Y tan pronto como el proletariado conquiste el poder político, esta medida, impuesta por los intereses del bien público, será de tan fácil ejecución como lo son hoy las otras expropiaciones y las requisas de viviendas que lleva a cabo el Estado actual». (Friedrich Engels; «Contribución al problema de la vivienda», 1872)

Aquí Engels no analiza el cambio de forma del poder estatal, sino sólo el contenido de sus actividades. La expropiación y la requisa de viviendas son efectuadas también por orden del Estado actual. Desde el punto de vista formal, también el Estado proletario «ordenará» requisar viviendas y expropiar edificios. Pero es evidente que el antiguo aparato ejecutivo, la burocracia, vinculada con la burguesía, sería sencillamente inservible para llevar a la práctica las órdenes del Estado proletario.

«Hay que hacer constar que la «apropiación efectiva» de todos los instrumentos de trabajo, la ocupación de toda la industria por el pueblo trabajador, es precisamente lo contrario del «rescate» proudhoniano. En éste, es cada obrero el que pasa a ser propietario de su vivienda, de su campo, de su instrumento de trabajo; en la primera, en cambio, es el «pueblo trabajador» el que pasa a ser propietario colectivo de los edificios, de las fábricas y de los instrumentos de trabajo, y es poco probable que su disfrute se conceda, sin indemnización de los gastos, a los individuos o a las sociedades, por lo menos durante el período de transición. Exactamente lo mismo que la abolición de la propiedad territorial no implica la abolición de la renta del suelo, sino su transferencia a la sociedad, aunque sea con ciertas modificaciones. La apropiación efectiva de todos los instrumentos de trabajo por el pueblo trabajador no excluye, por tanto, en modo alguno, la conservación de los alquileres y arrendamientos». (Friedrich Engels; «Contribución al problema de la vivienda», 1872)

La cuestión esbozada en este pasaje, a saber: la cuestión de las bases económicas de la extinción del Estado, será examinada por nosotros en el capítulo siguiente. Engels se expresa con extremada cautela, diciendo que «es poco probable» que el Estado proletario conceda gratis las viviendas, «por lo menos durante el período de transición». El arrendamiento de viviendas de propiedad de todo el pueblo a distintas familias mediante un alquiler supone el cobro de estos alquileres, un cierto control y una determinada regulación para el reparto de las viviendas. Todo esto exige una cierta forma de Estado, pero no reclama en modo alguno un aparato militar y burocrático especial, con funcionarios que disfruten de una situación privilegiada. La transición a un estado de cosas en que sea posible asignar las viviendas gratuitamente se halla vinculada a la «extinción» completa del Estado.

Hablando de cómo los blanquistas, después de la Comuna y bajo la acción de su experiencia, se pasaron al campo de los principios marxistas, Engels formula de pasada esta posición en los términos siguientes:

«Necesidad de la acción política del proletariado y de su dictadura, como paso hacia la supresión de las clases y, con ellas, del Estado». (Friedrich Engels; «Contribución al problema de la vivienda», 1872)

Algunos aficionados a la crítica literal o ciertos «exterminadores» burgueses del marxismo encontrarán quizá una contradicción entre este reconocimiento de la «supresión del Estado» y la negación de semejante fórmula, por anarquista, en el pasaje del «Anti-Dühring» citado más arriba. No tendría nada de extraño que los oportunistas clasificasen también a Engels entre los «anarquistas», ya que hoy se va generalizando cada vez más entre los socialchovinistas la tendencia de acusar a los internacionalistas de anarquismo.

Que a la par con la supresión de las clases se producirá también la supresión del Estado, lo ha sostenido siempre el marxismo. El tan conocido pasaje del «Anti Dühring» acerca de la «extinción del Estado» no acusa a los anarquistas simplemente de abogar por la supresión del Estado, sino de predicar la posibilidad de suprimir el Estado «de la noche a la mañana».


Como la doctrina «socialdemócrata» hoy imperante ha tergiversado completamente la actitud del marxismo ante el anarquismo en lo tocante a la cuestión de la destrucción del Estado, será muy útil recordar aquí una polémica de Marx y Engels con los anarquistas.

Polémica con los anarquistas

Esta polémica tuvo lugar en el año 1873. Marx y Engels escribieron para un almanaque socialista italiano unos artículos contra los proudhonianos, «autonomistas» o «antiautoritarios», artículos que no fueron publicados en traducción alemana hasta 1913, en la revista «Neue Zeit» [5].

«Si la lucha política de la clase obrera –escribió Marx, ridiculizando a los anarquistas y su negación de la política– asume formas revolucionarias, si los obreros sustituyen la dictadura de la clase burguesa con su dictadura revolucionaria, cometen un terrible delito de leso principio, porque para satisfacer sus míseras necesidades materiales de cada día, para vencer la resistencia de la burguesía, dan al Estado una forma revolucionaria y transitoria en vez de deponer las armas y abolirlo». (Karl Marx; «Indiferentismo político», 1873)

¡He ahí contra qué «abolición» del Estado se manifestaba, exclusivamente, Marx, al refutar a los anarquistas! No era, ni mucho menos, contra el hecho de que el Estado desaparezca con la desaparición de las clases o sea suprimido al suprimirse éstas, sino contra el hecho de que los obreros renuncien al empleo de las armas, a la violencia organizada, es decir, al Estado, llamado a servir para «vencer la resistencia de la burguesía».

Marx subraya intencionadamente –para que no se tergiverse el verdadero sentido de su lucha contra el anarquismo– la «forma revolucionaria y transitoria» del Estado que el proletariado necesita. El proletariado sólo necesita el Estado temporalmente. Nosotros no discrepamos en modo alguno de los anarquistas en cuanto al problema de la abolición del Estado, como meta final. Lo que afirmamos es que, para alcanzar esta meta, es necesario el empleo temporal de las armas, de los medios, de los métodos del poder del Estado contra los explotadores, como para destruir las clases es necesaria la dictadura temporal de la clase oprimida. Marx elige contra los anarquistas el planteamiento más tajante y más claro del problema: después de derrocar el yugo de los capitalistas, ¿deberán los obreros «deponer las armas» o emplearlas contra los capitalistas para vencer su resistencia? Y el empleo sistemático de las armas por una clase contra otra clase, ¿qué es sino una «forma transitoria» de Estado?

Que cada socialdemócrata se pregunte si es así como él ha planteado la cuestión del Estado en su polémica con los anarquistas, si es así como ha planteado esta cuestión la inmensa mayoría de los partidos socialistas oficiales de la II Internacional.

Engels expone estos pensamientos de un modo todavía más detallado y más popular. Ridiculiza, ante todo, el embrollo de pensamientos de los proudhonianos, quienes se llamaban «antiautoritarios», es decir, negaban toda autoridad, toda subordinación, todo poder. Tomad una fábrica, un ferrocarril, un barco en alta mar, dice Engels: ¿acaso no es evidente que sin una cierta subordinación y, por consiguiente, sin una cierta autoridad o poder será imposible el funcionamiento de ninguna de estas complicadas empresas técnicas, basadas en el empleo de máquinas y en la cooperación de muchas personas con arreglo a un plan?

«Cuando he puesto parecidos argumentos a los más furiosos antiautoritarios, no han sabido responderme más que esto: «¡Ah! eso es verdad, pero aquí no se trata de que nosotros demos al delegado una autoridad, sino ¡de un encargo!» Estos señores creen cambiar la cosa con cambiarle el nombre. He aquí cómo se burlan del mundo estos profundos pensadores». (Friedrich Engels; «De la autoridad», 1973)

Habiendo puesto así de manifiesto que la autoridad y la autonomía son conceptos relativos, que su radio de aplicación cambia con las distintas fases del desarrollo social, que es absurdo aceptar estos conceptos como algo absoluto, y después de añadir que el campo de la aplicación de las máquinas y de la gran industria se ensancha cada vez más, Engels pasa de las consideraciones generales sobre la autoridad al problema del Estado.

«Si los autonomistas se limitaran a decir que la organización social futura tolerará la autoridad únicamente en los límites fijados inevitablemente por las condiciones de la producción, sería posible entenderse con ellos. Pero se muestran ciegos con referencia a todos los hechos que hacen necesaria la autoridad y luchan apasionadamente contra esta palabra. ¿Por qué los antiautoritarios no se limitan a gritar contra la autoridad política, contra el Estado? Todos los socialistas están de acuerdo en que el Estado y, junto con él, la autoridad política desaparecerán como consecuencia de la futura revolución social, es decir, que las funciones públicas perderán su carácter político y se convertirán en funciones puramente administrativas, destinadas a velar por los intereses sociales. Pero los antiautoritarios exigen que el Estado político sea abolido de un golpe, antes de que sean abolidas las relaciones sociales que han dado origen al mismo: exigen que el primer acto de la revolución social sea la abolición de la autoridad. ¿Es que dichos señores han visto alguna vez una revolución? Indudablemente, no hay nada más autoritario que una revolución. La revolución es un acto durante el cual una parte de la población impone su voluntad a la otra mediante los fusiles, las bayonetas, los cañones, esto es, mediante elementos extraordinariamente autoritarios. El partido triunfante se ve obligado a mantener su dominación por medio del temor que dichas armas infunden a los reaccionarios. Si la Comuna de París no se hubiera apoyado en la autoridad del pueblo armado contra la burguesía, ¿habría subsistido más de un día? ¿No tenemos más bien, por el contrario, el derecho de censurar a la Comuna por no haberse servido suficientemente de dicha autoridad? Así, pues, una de dos: o los antiautoritarios no saben lo que dicen, y en este caso no hacen más que sembrar la confusión, o lo saben y, en este caso, traicionan la causa del proletariado. Tanto en uno como en otro caso sirven únicamente a la reacción». (Friedrich Engels; De la autoridad, 1973)

En este pasaje se abordan cuestiones que conviene examinar en conexión con el tema de la correlación entre la política y la economía en el período de extinción del Estado –tema tratado en el capítulo siguiente–. Son cuestiones tales como la de la transformación de las funciones públicas, de funciones políticas en funciones simplemente administrativas, y la del «Estado político». Esta última expresión, especialmente expuesta a provocar equívocos, apunta al proceso de la extinción del Estado: al llegar a una cierta fase de su extinción, puede calificarse al Estado moribundo de Estado no político. También en este pasaje de Engels la parte más notable es el planteamiento de la cuestión contra los anarquistas. Los socialdemócratas que pretenden ser discípulos de Engels han discutido millones de veces con los anarquistas desde 1873, pero han discutido precisamente no como pueden y deben discutir los marxistas. El concepto anarquista de la abolición del Estado es confuso y no revolucionario: así es como plantea la cuestión Engels. En efecto, los anarquistas no quieren ver la revolución en su nacimiento y en su desarrollo, en sus tareas específicas con relación a la violencia, a la autoridad, al poder y al Estado.

La crítica corriente del anarquismo en los socialdemócratas de nuestros días ha degenerado en la más pura vulgaridad pequeñoburguesa: «¡nosotros reconocemos al Estado; los anarquistas, no!» Se comprende que semejante vulgaridad tenga por fuerza que repugnar a obreros un poco reflexivos y revolucionarios. Engels se expresa de otro modo: subraya que todos los socialistas reconocen la desaparición del Estado como consecuencia de la revolución socialista. Luego, plantea concretamente el problema de la revolución, precisamente el problema que los socialdemócratas suelen soslayar en su oportunismo, cediendo, por decirlo así, la exclusiva de su «estudio» a los anarquistas, y, al plantear este problema, Engels agarra al toro por los cuernos: ¿no hubiera debido la Comuna emplear más abundantemente el poder revolucionario del Estado, es decir, del proletariado armado, organizado como clase dominante?

Por lo general, la socialdemocracia oficial imperante elude la cuestión de las tareas concretas del proletariado en la revolución, bien con simples burlas de filisteo, bien, en el mejor de los casos, con la frase sofística evasiva de «¡ya veremos!» Y los anarquistas tenían derecho a decir de esta socialdemocracia que traicionaba su misión de educar revolucionariamente a los obreros. Engels se vale de la experiencia de la última revolución proletaria, precisamente, para estudiar del modo más concreto qué es lo que debe hacer el proletariado y cómo, tanto con relación a los Bancos como en lo que respecta al Estado.

Una carta a Bebel

Uno de los pasajes más notables, si no el más notable de las obras de Marx y Engels respecto a la cuestión del Estado, es el siguiente, de una carta de Engels a Bebel de 18-28 de marzo de 1875. Carta que –dicho entre paréntesis– fue publicada por vez primera, que nosotros sepamos, por Bebel en el segundo tomo de sus memorias llamado «De mi vida», que vieron la luz en 1911, es decir, 36 años después de escrita y enviada aquella carta.

Engels escribió a Bebel criticando aquel mismo proyecto de programa de Gotha, que Marx criticó en su célebre carta a Bracke. Y, por lo que se refiere especialmente a la cuestión del Estado, le decía lo siguiente:

«El Estado popular libre se ha convertido en el Estado libre. Gramaticalmente hablando, un Estado libre es un Estado que es libre respecto a sus ciudadanos, es decir, un Estado con un gobierno despótico. Habría que abandonar toda esa charlatanería acerca del Estado, sobre todo después de la Comuna, que no era ya un Estado en el verdadero sentido de la palabra. Los anarquistas nos han echado en cara más de la cuenta eso del «Estado popular», a pesar de que ya la obra de Marx contra Proudhon y luego el «Manifiesto Comunista» dicen expresamente que, con la implantación del régimen social socialista, el Estado se disolverá por sí mismo y desaparecerá. Siendo el Estado una institución meramente transitoria, que se utiliza en la lucha, en la revolución, para someter por la violencia a sus adversarios, es un absurdo hablar de un Estado libre del pueblo: mientras el proletariado necesite todavía del Estado, no lo necesitará en interés de la libertad, sino para someter a sus adversarios, y tan pronto como pueda hablarse de libertad, el Estado como tal dejará de existir. Por eso nosotros propondríamos decir siempre, en vez de la palabra Estado, la palabra «Comunidad», una buena y antigua palabra alemana que equivale a la palabra francesa «Commune». (Friedrich Engels; «Carta a Aguste Bebel», 1875)

Hay que tener en cuenta que esta carta se refiere al programa del partido, criticado por Marx en una carta escrita solamente varias semanas después de aquélla –carta de Marx de 5 de mayo de 1875–, y que Engels vivía por aquel entonces en Londres, con Marx. Por eso, al decir en las últimas líneas de la carta «nosotros», Engels, indudablemente, en su nombre y en el de Marx propone al jefe del Partido Obrero Alemán borrar del programa la palabra «Estado» y sustituirla por la palabra «Comunidad».

¡Qué bramidos sobre «anarquismo» lanzarían los cabecillas del «marxismo» de hoy, un «marxismo» falsificado para uso de oportunistas, si se les propusiese semejante corrección en su programa!

Que bramen cuanto quieran. La burguesía les elogiará por ello.

Pero nosotros continuaremos nuestra obra. Cuando revisemos el programa de nuestro partido, deberemos tomar en consideración, sin falta, el consejo de Engels y Marx, para acercarnos más a la verdad, para restaurar el marxismo, purificándolo de tergiversaciones, para orientar más certeramente la lucha de la clase obrera por su liberación. Entre los bolcheviques no habrá, probablemente, quien se oponga al consejo de Engels y Marx. La dificultad estará solamente, si acaso, en el término. En alemán, hay dos palabras para expresar la idea de «comunidad», de las cuales Engels eligió la que no indica una comunidad por separado, sino el conjunto de ellas, el sistema de comunas. En ruso, no existe una palabra semejante, y tal vez tendremos que emplear la palabra francesa «commune», aunque esto tenga también sus inconvenientes.

«La Comuna no era ya un Estado en el verdadero sentido de la palabra»: he aquí la afirmación más importante de Engels, desde el punto de vista teórico. Después de lo que dejamos expuesto más arriba, esta afirmación es absolutamente lógica. La Comuna había dejado de ser un Estado, toda vez que su papel no era reprimir a la mayoría de la población, sino a la minoría –a los explotadores); había roto la máquina del Estado burgués; en vez de una fuerza especial para la represión, entró en escena la población misma. Todo esto era renunciar al Estado en su sentido estricto. Y si la Comuna se hubiera consolidado, habrían ido «extinguiéndose» en ella por sí mismas las huellas del Estado, no habría sido necesario «suprimir» sus instituciones: éstas habrían dejado de funcionar a medida que no tuviesen nada que hacer.

«Los anarquistas nos han echado en cara más de la cuenta eso del «Estado popular». Al decir esto, Engels se refiere, principalmente, a Bakunin y a sus ataques contra los socialdemócratas alemanes. Engels reconoce que estos ataques son justos en tanto en cuanto el «Estado popular» es un absurdo y un concepto tan divergente del socialismo como lo es el «Estado popular libre». Engels se esfuerza en corregir la lucha de los socialdemócratas alemanes contra los anarquistas, en hacer de esta lucha una lucha ajustada a los principios, en depurar esta lucha de los prejuicios oportunistas relativos al «Estado». ¡Trabajo perdido! La carta de Engels se pasó 36 años en el fondo de un cajón. Y más abajo veremos que, aun después de publicada esta carta, Kautsky sigue repitiendo tenazmente, en el fondo, los mismos errores contra los que precavía Engels.

Bebel contestó a Engels el 21 de septiembre de 1875, en una carta en la que escribía, entre otras cosas, que estaba «completamente de acuerdo» con sus juicios acerca del proyecto de programa y que había reprochado a Liebknecht su transigencia –pág. 334 de la edición alemana de las memorias de Bebel, tomo II–. Pero si abrimos el folleto de Bebel titulado «Nuestros objetivos», nos encontramos en él con consideraciones absolutamente falsas acerca del Estado:

«El Estado debe convertirse de un Estado basado en la dominación de clase en un Estado popular». (Aguste Bebel; «Nuestros objetivos», 1886)

¡Así aparece impreso en la novena –¡novena! – edición del folleto de Bebel! No es de extrañar que esta repetición tan obstinada de los juicios oportunistas sobre el Estado haya sido asimilada por la socialdemocracia alemana, sobre todo cuando las explicaciones revolucionarias de Engels se mantenían ocultas y las circunstancias todas de la vida diaria la habían «desacostumbrado» para mucho tiempo de la acción revolucionaria.

Crítica del proyecto del programa de Erfurt

La crítica del proyecto del programa de Erfurt [6], enviada por Engels a Kautsky el 29 de junio de 1891 y publicada sólo después de pasados diez años en la revista «Neue Zeit», no puede pasarse por alto en un análisis de la doctrina del marxismo sobre el Estado, pues este documento se consagra de modo principal a criticar precisamente las concepciones oportunistas de la socialdemocracia en la cuestión de la organización del Estado.

Señalaremos de paso que Engels hace también, en punto a los problemas económicos, una indicación importantísima, que demuestra cuán atentamente y con qué profundidad seguía los cambios que se iban produciendo en el capitalismo moderno y cómo ello le permitía prever hasta cierto punto las tareas de nuestra época, de la época imperialista. He aquí la indicación a que nos referimos: a propósito de las palabras «falta de planificación» –Planlosigkeit–, empleadas en el proyecto de programa para caracterizar al capitalismo, Engels escribe:

«Si pasamos de las sociedades anónimas a los trusts, que dominan y monopolizan ramas industriales enteras, vemos que aquí terminan no sólo la producción privada, sino también la falta de planificación». (Friedrich Engels; «Contribución a la crítica del proyecto de programa socialdemócrata de 1891», 1891)

En estas palabras se destaca lo más fundamental en la valoración teórica del capitalismo moderno, es decir, del imperialismo, a saber: que el capitalismo se convierte en un capitalismo monopolista. Conviene subrayar esto, pues el error más generalizado está en la afirmación reformista-burguesa de que el capitalismo monopolista o monopolista de Estado no es ya capitalismo, puede llamarse ya «socialismo de Estado», y otras cosas por el estilo. Naturalmente, los trusts no entrañan, no han entrañado hasta hoy ni pueden entrañar una completa sujeción a planes. Pero en tanto trazan planes, en tanto los magnates del capital calculan de antemano el volumen de la producción en un plano nacional o incluso en un plano internacional, en tanto regulan la producción con arreglo a planes, seguimos moviéndonos, a pesar de todo, dentro del capitalismo, aunque en una nueva fase suya, pero que no deja, indudablemente, de ser capitalismo. La «proximidad» de tal capitalismo al socialismo debe ser, para los verdaderos representantes del proletariado, un argumento a favor de la cercanía, de la facilidad, de la viabilidad y de la urgencia de la revolución socialista, pero no, en modo alguno, un argumento para mantener una actitud de tolerancia ante los que niegan esta revolución y ante los que encubren las lacras del capitalismo, como hacen todos los reformistas.

Pero volvamos a la cuestión del Estado. De tres clases son las indicaciones especialmente valiosas que hace aquí Engels: en primer lugar, las que se refieren a la cuestión de la República; en segundo lugar, las que afectan a las relaciones entre la cuestión nacional y la estructura del Estado; en tercer lugar, las que se refieren al régimen de autonomía local.

Por lo que se refiere a la República, Engels hacía de esto el centro de gravedad de su crítica del proyecto del programa de Erfurt. Y, si tenemos en cuenta la significación adquirida por el programa de Erfurt en toda la socialdemocracia internacional y cómo este programa se convirtió en modelo para toda la II Internacional, podremos decir sin exageración que Engels critica aquí el oportunismo de toda la II Internacional.

«Las reivindicaciones políticas del proyecto adolecen de un gran defecto. No se contiene en él lo que en realidad se debía haber dicho». (Friedrich Engels; «Contribución a la crítica del proyecto de programa socialdemócrata de 1891», 1891)

Y más adelante se aclara que la Constitución alemana está, en rigor, calcada sobre la Constitución más reaccionaria de 185o; que el Reichstag no es, según la expresión de Guillermo Liebknecht, más que la «hoja de parra del absolutismo», y que el pretender llevar a cabo la «transformación de todos los instrumentos de trabajo en propiedad común» a base de una Constitución en la que son legalizados los pequeños Estados y la federación de los pequeños Estados alemanes, es un «absurdo evidente».

«Tocar esto es peligroso, –añade Engels, que sabe perfectamente que en Alemania no se puede incluir legalmente en el programa la reivindicación de la República. No obstante, Engels no se contenta sencillamente con esta evidente consideración, que satisface a «todos». Engels prosigue– y, sin embargo, no hay más remedio que abordar la cosa de un modo o de otro. Hasta qué punto es esto necesario, lo demuestra el oportunismo, que está difundiéndose –einreissende– precisamente ahora en una gran parte de la prensa socialdemócrata. Por miedo a que se renueve la ley contra los socialistas, o por el recuerdo de diversas manifestaciones hechas prematuramente bajo el imperio de aquella ley, se quiere que el partido reconozca ahora que el orden legal vigente en Alemania es suficiente para realizar todas las reivindicaciones de aquél por la vía pacífica». (Friedrich Engels; «Contribución a la crítica del proyecto de programa socialdemócrata de 1891», 1891)

Engels destaca en primer plano el hecho fundamental de que los socialdemócratas alemanes obraban por miedo a que se renovase la ley de excepción, y califica esto, sin rodeos, de oportunismo, declarando como completamente absurdos los sueños acerca de una vía «pacífica», precisamente por no existir en Alemania ni República ni libertades. Engels es lo bastante cauto para no atarse las manos. Reconoce que en países con República o con una gran libertad «cabe imaginarse» –¡solamente imaginarse»!– un desarrollo pacífico hacia el socialismo, pero en Alemania, repite:

«En Alemania, donde el gobierno es casi omnipotente y el Reichstag y todas las demás instituciones representativas carecen de poder efectivo, el proclamar en Alemania algo semejante, y además sin necesidad alguna, significa quitarle al absolutismo la hoja de parra y colocarse uno mismo a cubrir la desnudez ajena». (Friedrich Engels; «Contribución a la crítica del proyecto de programa socialdemócrata de 1891», 1891)

Y, en efecto, la inmensa mayoría de los jefes oficiales del Partido Socialdemócrata Alemán, partido que «archivó» estas indicaciones, resultaron ser encubridores del absolutismo.

«Semejante política sólo sirve para poner en el camino falso al propio partido. Se hace pasar a primer plano las cuestiones políticas generales, abstractas, y de este modo se oculta las cuestiones concretas más inmediatas, aquellas que se ponen por sí mismas al orden del día al surgir los primeros grandes acontecimientos, en la primera crisis política. Y lo único que con esto se consigue es que, al llegar el momento decisivo, el partido se sienta de pronto desconcertado, que reinen en el la confusión y el desacuerdo acerca de las cuestiones decisivas, por no haber discutido nunca estas cuestiones. (…) Este olvido en que se deja las grandes, las fundamentales consideraciones en aras de los intereses momentáneos del día, esto de perseguir éxitos pasajeros y de luchar por ellos sin fijarse en las consecuencias ulteriores, esto de sacrificar el porvenir del movimiento por su presente, podrá hacerse por motivos «honrados», pero es y seguirá siendo oportunismo, y el oportunismo «honrado» es quizá el más peligroso de todos. (…) Si hay algo indudable es que nuestro partido y la clase obrera sólo pueden llegar al poder bajo la forma política de la República democrática. Esta es, incluso, la forma específica para la dictadura del proletariado, como lo ha puesto ya de relieve la gran Revolución francesa». (Friedrich Engels; «Contribución a la crítica del proyecto de programa socialdemócrata de 1891», 1891)

Engels repite aquí, en una forma especialmente plástica, aquella idea fundamental que va como hilo de engarce a través de todas las obras de Marx, a saber: que la República democrática es el acceso más próximo a la dictadura del proletariado. Pues esta República, que no suprime ni mucho menos la dominación del capital ni, consiguientemente, la opresión de las masas ni la lucha de clases, lleva inevitablemente a un ensanchamiento, a un despliegue, a una patentización y a una agudización tales de esta lucha, que, tan pronto como surge la posibilidad de satisfacer los intereses vitales de las masas oprimidas, esta posibilidad se realiza, inevitable y exclusivamente, en la dictadura del proletariado, en la dirección de estas masas por el proletariado. Para toda la II Internacional, éstas son también «palabras olvidadas» del marxismo, y este olvido se reveló de un modo extraordinariamente nítido en la historia del partido menchevique durante el primer medio año de la revolución rusa de 1917.

Respecto a la cuestión de la República federativa, en conexión con la composición nacional de la población escribía Engels:

«¿Qué es lo que debe ocupar el puesto de la actual Alemania? –con su Constitución monárquico-reaccionaria y su sistema igualmente reaccionario de subdivisión en pequeños Estados, que eterniza la particularidad del «prusianismo», en vez de disolverla en una Alemania formando un todo– A mi juicio, el proletariado sólo puede emplear la forma de la República única e indivisible. La República federativa es todavía hoy, en conjunto, una necesidad en el territorio gigantesco de los Estados Unidos, si bien en las regiones del Este se ha convertido ya en un obstáculo. Representaría un progreso en Inglaterra, donde cuatro naciones pueblan las dos islas y donde, a pesar de no haber más que un parlamento, coexisten tres sistemas de legislación. En la pequeña Suiza, se ha convertido ya desde hace largo tiempo en un obstáculo, y si allí se puede todavía tolerar la República federativa, es debido únicamente a que Suiza se contenta con ser un miembro puramente pasivo en el sistema de los Estados europeos. Para Alemania, un régimen federalista al modo del de Suiza significaría un enorme retroceso. Hay dos puntos que distinguen a un Estado federal de un Estado unitario, a saber: que cada Estado que forma parte de la unión tiene su propia legislación civil y criminal y su propia organización judicial, y que además de cada parlamento particular existe una Cámara federal en la que vota como tal cada cantón, sea grande o pequeño». En Alemania, el Estado federal es el tránsito hacia un Estado completamente unitario, y la «revolución desde arriba» de 1866 y 1870 no debe ser revocada, sino completada mediante un «movimiento desde abajo». (Friedrich Engels; «Contribución a la crítica del proyecto de programa socialdemócrata de 1891», 1891)

Engels no sólo no revela indiferencia en cuanto a la cuestión de las formas de Estado, sino que, por el contrario, se esfuerza en analizar con escrupulosidad extraordinaria precisa mente las formas de transición, para determinar, con arreglo a las particularidades históricas concretas de cada caso, de qué y hacia qué es transición la forma transitoria de que se trata.

Engels, como Marx, defiende, desde el punto de vista del proletariado y de la revolución proletaria, el centralismo democrático, la República única e indivisible. Considera la República federativa, bien como excepción y como obstáculo para el desarrollo, bien como transición de la monarquía a la República centralista, como un «progreso», en determinadas circunstancias especiales. Y entre estas circunstancias especiales se destaca la cuestión nacional.

En Engels como en Marx, a pesar de su crítica implacable del carácter reaccionario de los pequeños Estados y del encubrimiento de este carácter reaccionario por la cuestión nacional en determinados casos concretos, no se encuentra en ninguna de sus obras ni rastro de tendencia a eludir la cuestión nacional, tendencia de que suelen pecar frecuentemente los marxistas holandeses y polacos al partir de la lucha legítima contra el nacionalismo filisteamente estrecho de «sus» pequeños Estados.

Hasta en Inglaterra, donde las condiciones geográficas, la comunidad de idioma y la historia de muchos siglos parece que debían haber «liquidado» la cuestión nacional en las distintas pequeñas divisiones territoriales del país; incluso aquí tiene en cuenta Engels el hecho claro de que la cuestión nacional no ha sido superada aún, razón por la cual reconoce que la República federativa representa «un progreso». Se sobreentiende que en esto no hay ni rastro de renuncia a la crítica de los defectos de la República federativa ni a la propaganda y a la lucha más decidida en pro de la República unitaria, centralista-democrática.

Pero Engels no concibe en modo alguno el centralismo democrático en el sentido burocrático con que emplean este concepto los ideólogos burgueses y pequeñoburgueses, incluyendo entre éstos a los anarquistas. Para Engels, el centralismo no excluye, ni mucho menos, esa amplia autonomía local que, en la defensa voluntaria de la unidad del Estado por las «comunas» y las regiones, elimina en absoluto todo burocratismo y toda manía de «ordenar» desde arriba.

«Así, pues, República unitaria –escribe Engels, desarrollando las ideas programáticas del marxismo sobre el Estado–, pero no en el sentido de la República francesa actual, que no es más que el imperio sin emperador fundado en 1798. De 1792 a 1798, todo departamento francés, toda comuna –Gemeinde– poseía completa autonomía, según el modelo norteamericano, y eso es lo que debemos tener también nosotros. Norteamérica y la primera República francesa nos demostraron, y hoy Canadá, Australia y otras colonias inglesas nos lo demuestran aún, cómo hay que organizar la autonomía y cómo se puede prescindir de la burocracia. Y esta autonomía provincial y municipal es mucho más libre que, por ejemplo, el federalismo suizo, donde el cantón goza, ciertamente, de gran independencia respecto a la federación –es decir, respecto al Estado federativo en conjunto–, pero también respecto al distrito y al municipio. Los gobiernos cantonales nombran jefes de policía de distrito y prefectos, cosa absolutamente desconocida en los países de habla inglesa y a lo que en el futuro también nosotros debemos oponernos decididamente, así como a los consejeros provinciales y gubernamentales prusianos –los comisarios, los jefes de policía, los gobernadores, y en general, todos los funcionarios nombrados desde arriba–». (Friedrich Engels; «Contribución a la crítica del proyecto de programa socialdemócrata de 1891», 1891)

De acuerdo con esto, Engels propone que el punto del programa sobre la autonomía se formule del modo siguiente:

«Completa autonomía para la provincia, distrito y municipio con funcionarios elegidos por sufragio universal. Supresión de todas las autoridades locales y provinciales nombradas por el Estado». (Friedrich Engels; «Contribución a la crítica del proyecto de programa socialdemócrata de 1891», 1891)

En «Pravda», suspendida por el gobierno de Kérenski y otros ministros «socialistas» –núm. 68, del 28 de mayo de 1917– [7], hube de señalar ya cómo, en este punto –bien entendido que no es, ni mucho menos, solamente en éste–, nuestros representantes pseudosocialistas de una pseudodemocracia pseudorevolucionaria se han desviado escandalosamente del democratismo. Se comprende que hombres que se han vinculado por una «coalición» a la burguesía imperialista hayan permanecido sordos a estas indicaciones.

Es sobremanera importante señalar que Engels, con hechos a la vista, basándose en los ejemplos más precisos, refuta el prejuicio extraordinariamente extendido, sobre todo en la democracia pequeñoburguesa, de que la República federativa implica incuestionablemente mayor libertad que la República centralista. Esto es falso. Los hechos citados por Engels con referencia a la República centralista francesa de 1792 a 1798 y a la República federativa suiza desmienten este prejuicio. La República centralista realmente democrática dio mayor libertad que la República federativa. O dicho en otros términos: la mayor libertad local, provincial, etc., que se conoce en la historia la ha dado la República centralista y no la República federativa. Nuestra propaganda y agitación de partido no ha consagrado ni consagra suficiente atención a este hecho, ni en general a toda la cuestión de la República federativa y centralista y a la de la autonomía local.

Prólogo de 1891 a «La guerra civil» de Marx

En el prólogo a la tercera edición de «La guerra civil en Francia» –este prólogo lleva la fecha de 18 de marzo de 1891 y fue publicado por vez primera en la revista «Neue Zeit»–, Engels, a la par que hace de paso algunas interesantes observaciones acerca de cuestiones relacionadas con la actitud hacia el Estado, traza, con notable relieve, un resumen de las enseñanzas de la Comuna [8]. Este resumen, enriquecido por toda la experiencia del período de veinte años que separaba a su autor de la Comuna y dirigido especialmente contra la «fe supersticiosa en el Estado», tan difundida en Alemania, puede ser llamado con justicia la última palabra del marxismo respecto a la cuestión que estamos examinando:

«En Francia los obreros, después de cada revolución, estaban armados»; «por eso el desarme de los obreros era el primer mandamiento de los burgueses que se hallaban al frente del Estado. De aquí el que, después de cada revolución ganada por los obreros, se llevara a cabo una nueva lucha que acababa con la derrota de estos». (Karl Marx; «La guerra civil en Francia», 1871 –Introducción de Engels de 1891–)

El balance de la experiencia de las revoluciones burguesas es tan corto como expresivo. El quid de la cuestión entre otras cosas también en lo que afecta a la cuestión del Estado –¿tiene la clase oprimida armas? –, aparece enfocado aquí de un modo admirable. Este quid de la cuestión es precisamente el que eluden con mayor, lo mismo los profesores influidos por la ideología burguesa que los demócratas pequeñoburgueses. En la revolución rusa de 1917, correspondió al «menchevique» y «también marxista» Tsereteli el honor –un honor a lo Cavaignac– de descubrir este secreto de las revoluciones burguesas. En su discurso «histórico» del 11 de junio, a Tsereteli se le escapó el secreto de la decisión de la burguesía de desarmar a los obreros de Petrogrado, presentando, naturalmente, esta decisión ¡como suya y como necesidad «del Estado» en general!

El histórico discurso de Tsereteli del 11 de junio será, naturalmente, para todo historiador de la revolución de 1917, una de las pruebas más palpables de cómo el bloque de socialrevolucionarios y mencheviques, acaudillado por el señor Tsereteli, se pasó al lado de la burguesía contra el proletariado revolucionario.

Otra de las observaciones incidentales de Engels, relacionada también con la cuestión del Estado, se refiere a la religión. Es sabido que la socialdemocracia alemana, a medida que se hundía en la charca, haciéndose más y más oportunista, derivaba cada vez con mayor frecuencia a una torcida interpretación filistea de la célebre fórmula que declara la religión «asunto de incumbencia privada». En efecto, esta fórmula se interpretaba como si la cuestión de la religión fuese un asunto de incumbencia privada ¡también para el partido del proletariado revolucionario! Contra esta traición completa al programa revolucionario del proletariado se levantó Engels, que en 1891 sólo podía observar los gérmenes más tenues de oportunismo en su partido, y que, por tanto, se expresaba con la mayor cautela:

«Como los miembros de la Comuna eran todos, casi sin excepción, obreros o representantes reconocidos de los obreros, sus decisiones se distinguían por un carácter marcadamente proletario. Estas, o bien decretaban reformas que la burguesía republicana sólo había renunciado a implantar por cobardía pero que constituían una base indispensable para la libre acción de la clase obrera, como, por ejemplo, la implantación del principio de que, con respecto al Estado, la religión es un asunto puramente privado; o bien la Comuna promulgaba decisiones que iban directamente en interés de la clase obrera, y en parte abrían profundas brechas en el viejo orden social». (Karl Marx; «La guerra civil en Francia», 1871 –introducción de Engels de 1891–)

Engels subraya intencionadamente las palabras «con respecto al Estado», asestando con ello un golpe certero al oportunismo alemán, que declaraba la religión un asunto de incumbencia privada con respecto al partido y con ello rebajaba el partido del proletariado revolucionario al nivel del más vulgar filisteísmo «librepensador», dispuesto a tolerar el aconfesionalismo, pero que renuncia a la tarea del partido de luchar contra el opio religioso que embrutece al pueblo.

El futuro historiador de la socialdemocracia alemana, al investigar las raíces de su vergonzosa bancarrota en 1914, encontrará no pocos materiales interesantes sobre esta cuestión, comenzando por las evasivas declaraciones que se contienen en los artículos del jefe ideológico del partido, Kautsky, en las que se abre de par en par las puertas al oportunismo, y acabando por la actitud del partido ante el «Los-von-der-Kirche-Bewegung» –movimiento en pro de la separación de los particulares de la Iglesia–, en 1913.

Pero volvamos a cómo Engels, veinte años después de la Comuna, resumió sus enseñanzas para el proletariado militante.

He aquí las enseñanzas que Engels destaca en primer plano:

«Precisamente la fuerza opresora del antiguo gobierno centralista: el ejército, la policía política y la burocracia, que Napoleón había creado en 1798 y que desde entonces había sido heredada por todos los nuevos gobiernos como un instrumento grato, empleándolo contra sus enemigos; precisamente esta fuerza debía ser derrumbada en toda Francia, como había sido derrumbada ya en París. (…) La Comuna tuvo que reconocer desde el primer momento que la clase obrera, al llegar al poder, no puede seguir gobernando con la vieja máquina del Estado; que, para no perder de nuevo su dominación recién conquistada, la clase obrera tiene, de una parte, que barrer toda la vieja máquina represiva utilizada hasta entonces contra ella, y, de otra parte, precaverse contra sus propios diputados y funcionarios, declarándolos a todos, sin excepción revocables en cualquier momento». (Karl Marx; «La guerra civil en Francia», 1871 –Introducción de Engels de 1891–)

Engels subraya una y otra vez que no sólo bajo la monarquía, sino también bajo la República democrática, el Estado sigue siendo Estado, es decir, conserva su rasgo característico fundamental: convertir a sus funcionarios, «servidores de la sociedad», órganos de ella, en señores situados por encima de ella.

«Contra esta transformación del Estado y de los órganos del Estado de servidores de la sociedad en señores situados por encima de la sociedad, transformación inevitable en todos los Estados anteriores, empleó la Comuna dos remedios infalibles. En primer lugar, cubrió todos los cargos administrativos, judiciales y de enseñanza por elección, mediante sufragio universal, concediendo a los electores el derecho a revocar en todo momento a sus elegidos. En segundo lugar, todos los funcionarios, altos y bajos, sólo estaban retribuidos como los demás obreros. El sueldo máximo abonado por la Comuna no excedía de 6.000 francos[Lo que equivale nominalmente a unos 2.400 rublos y a unos 6.000 rublos según el curso actual. Es completamente imperdonable la actitud de aquellos bolcheviques que proponen, por ejemplo, retribuciones de 9.000 rublos en los ayuntamientos urbanos, no proponiendo establecer una retribución máxima de 6.000 rublos –cantidad suficiente– para todo el Estado – Anotación de V. I. Lenin]. Con este sistema se ponía una barrera eficaz al arribismo y la caza de cargos, y esto aun sin contar los mandatos imperativos que introdujo la Comuna para los diputados a los organismos representativos». (Karl Marx; «La guerra civil en Francia», 1871 –Introducción de Engels de 1891–)

Engels llega aquí a este interesante límite en que la democracia consecuente se transforma, de una parte, en socialismo y, de otra parte, reclama el socialismo, pues para destruir el Estado es necesario transformar las funciones de la administración del Estado en operaciones de control y registro tan sencillas, que sean accesibles a la inmensa mayoría de la población, primero, y a toda la población, sin distinción, después. Y la supresión completa del arribismo exige que los cargos «honoríficos» del Estado, aunque sean sin ingresos, no puedan servir de trampolín para pasar a puestos altamente retribuidos en los Bancos y en las sociedades anónimas, como ocurre constantemente hoy hasta en los países capitalistas más libres.

Pero Engels no incurre en el error en que incurren, por ejemplo, algunos marxistas en lo tocante a la cuestión del derecho de las naciones a la autodeterminación, creyendo que bajo el capitalismo este derecho es imposible, y, bajo el socialismo, superfluo. Semejante argumentación, que quiere pasar por ingeniosa, pero que en realidad es falsa, podría repetirse a propósito de cualquier institución democrática, y a propósito también de los sueldos modestos de los funcionarios, pues un democratismo llevado hasta sus últimas consecuencias es imposible bajo el capitalismo, y, bajo el socialismo, toda democracia se extingue.

Esto es un sofisma parecido a aquel viejo chiste de si una persona comienza a quedarse calva cuando se le cae un pelo.

El desarrollo de la democracia hasta sus últimas consecuencias, la indagación de las formas de este desarrollo, su comprobación en la práctica, etc.: todo esto forma parte integrante de las tareas de la lucha por la revolución social. Por separado, ningún democratismo da como resultante el socialismo, pero, en la práctica, el democratismo no se toma nunca «por separado», sino que se toma siempre «en bloque», influyendo también sobre la economía, acelerando su transformación y cayendo él mismo bajo la influencia del desarrollo económico, etc. Tal es la dialéctica de la historia viva.

Engels prosigue:

«En el capítulo tercero de «La guerra civil» se describe con todo detalle esta labor encaminada a hacer saltar –Sprengung– el viejo poder estatal y sustituirlo por otro nuevo realmente democrático. Sin embargo, era necesario detenerse a examinar aquí brevemente algunos de los rasgos de esta sustitución, por ser precisamente en Alemania donde la fe supersticiosa en el Estado se ha trasplantado del campo filosófico a la conciencia general de la burguesía e incluso a la de muchos obreros Según la concepción filosófica, el Estado es la «realización de la idea», o sea, traducido al lenguaje filosófico, el reino de Dios sobre la tierra, el campo en que se hacen o deben hacerse realidad la eterna verdad y la eterna justicia. De aquí nace una veneración supersticiosa del Estado y de todo lo que con él se relaciona, veneración supersticiosa que va arraigando en las conciencias con tanta mayor facilidad cuanto que la gente se acostumbra ya desde la infancia a pensar que los asuntos e intereses comunes a toda la sociedad no pueden gestionarse ni salvaguardarse de otro modo que como se ha venido haciendo hasta aquí, es decir, por medio del Estado y de sus funcionarios retribuidos con buenos puestos. Y se cree haber dado un paso enormemente audaz con librarse de la fe en la monarquía hereditaria y entusiasmarse por la República democrática. En realidad, el Estado no es más que una máquina para la opresión de una clase por otra, lo mismo en la República democrática que bajo la monarquía; y en el mejor de los casos, un mal que se transmite hereditariamente al proletariado que haya triunfado en su lucha por la dominación de clase. El proletariado victorioso, lo mismo que lo hizo la Comuna, no podrá por menos de amputar inmediatamente los lados peores de este mal, entretanto que una generación futura, educada en condiciones sociales nuevas y libres, pueda deshacerse de todo ese trasto viejo del Estado». (Karl Marx; «La guerra civil en Francia», 1871 –Introducción de Engels de 1891–)

Engels prevenía a los alemanes para que, en caso de sustitución de la monarquía por la República, no olvidasen los fundamentos del socialismo sobre la cuestión del Estado en general. Hoy, sus advertencias parecen una lección directa a los señores Tsereteli y Chernov, que en su práctica «coalicionista» ¡revelan una fe supersticiosa en el Estado y una veneración supersticiosa por él!

Dos observaciones más:

1) Si Engels dice que bajo la República democrática el Estado sigue siendo, «lo mismo» que bajo la monarquía, «una máquina para la opresión de una clase por otra», esto no significa, en modo alguno, que la forma de opresión sea indiferente para el proletariado, como «enseñan» algunos anarquistas. Una forma de lucha de clases y de opresión de clase más amplia, más libre, más abierta facilita en proporciones gigantescas la misión del proletariado en la lucha por la destrucción de las clases en general. 2) La cuestión de por qué solamente una nueva generación estará en condiciones de deshacerse en absoluto de todo este trasto viejo del Estado, es una cuestión relacionada con la superación de la democracia, que pasamos a examinar.

Engels, sobre la superación de la democracia

Engels se expresó acerca de esto en relación con la cuestión de la inexactitud científica de la denominación de «socialdemócrata».

En el prólogo a la edición de sus artículos de la década de 1870 sobre diversos temas, predominantemente de carácter «internacional» –Internationales aus dem Volksstaat– [9], prólogo fechado el 3 de enero de 1894, es decir, escrito año y medio antes de morir Engels, éste escribía que en todos los artículos se emplea la palabra «comunista» y no la de «socialdemócrata», pues por aquel entonces socialdemócratas se llamaban los proudhonistas en Francia y los lassalleanos en Alemania.

«Para Marx y para mí era, por tanto, sencillamente imposible emplear, para denominar nuestro punto de vista especial, una expresión tan elástica. En la actualidad, la cosa se presenta de otro modo, y esta palabra –«socialdemócrata»– puede, tal vez, pasar –mag passieren–, aunque sigue siendo inadecuada –unpassend– para un partido cuyo programa económico no es un simple programa socialista en general, sino un programa directamente comunista, y cuya meta política final es la superación total del Estado y, por consiguiente, también de la democracia. Pero los nombres de los verdaderos partidos políticos nunca son absolutamente adecuados; el partido se desarrolla y el nombre queda». (Karl Marx; «La guerra civil en Francia», 1871 –introducción de Engels de 1891–)

El dialéctico Engels, en el ocaso de su existencia, sigue siendo fiel a la dialéctica. Marx y yo –nos dice– teníamos un hermoso nombre, un nombre científicamente exacto, para el partido, pero no teníamos un verdadero partido, es decir, un partido proletario de masas. Hoy –a fines del siglo XIX–, existe un verdadero partido, pero su nombre es científicamente inexacto. No importa, «puede pasar»: ¡lo importante es que el partido se desarrolle, lo que importa es que el partido no desconozca la inexactitud científica de su nombre y que éste no le impida desarrollarse en la dirección certera!

Tal vez haya algún bromista que quiera consolarnos también a nosotros, los bolcheviques, a la manera de Engels: nosotros tenemos un verdadero partido, que se desarrolla excelentemente; puede «pasar», por tanto, también una palabra tan sin sentido, tan monstruosa, como la palabra «bolchevique», que no expresa absolutamente nada, fuera de la circunstancia puramente accidental de que en el Congreso de Bruselas-Londres de 1903 tuvimos nosotros la mayoría. Tal vez hoy, en que las persecuciones de julio y de agosto contra nuestro partido por parte de los republicanos y de la filistea democracia «revolucionaria» han rodeado la palabra «bolchevique» de honor ante todo el pueblo, y en que, además, esas persecuciones han marcado un progreso tan enorme, un progreso histórico de nuestro partido en su desarrollo real, tal vez hoy, yo también dudaría, en cuanto a mi propuesta de abril de cambiar el nombre de nuestro partido. Tal vez propondría a mis camaradas una «transacción»: llamarnos Partido Comunista y dejar entre paréntesis la palabra bolchevique.

Pero la cuestión del nombre del partido es incomparablemente menos importante que la cuestión de la posición del proletariado revolucionario con respecto al Estado.

En las consideraciones corrientes acerca del Estado, se comete constantemente el error contra el que precave aquí Engels y que nosotros hemos señalado de paso en nuestra anterior exposición, a saber: se olvida constantemente que la destrucción del Estado es también la destrucción de la democracia, que la extinción del Estado implica la extinción de la democracia.

A primera vista, esta afirmación parece extraordinariamente extraña e incomprensible; tal vez en alguien surja incluso el temor de si esperamos el advenimiento de una organización social en que no se acate el principio de la subordinación de la minoría a la mayoría, ya que la democracia es, precisamente, el reconocimiento de este principio.

No. La democracia no es idéntica a la subordinación de la minoría a la mayoría. Democracia es el Estado que reconoce la subordinación de la minoría a la mayoría, es decir, una organización llamada a ejercer la violencia sistemática de una clase contra otra, de una parte de la población contra otra.

Nosotros nos proponemos como meta final la destrucción del Estado, es decir, de toda violencia organizada y sistemática, de toda violencia contra los hombres en general. No esperamos el advenimiento de un orden social en el que no se acate el principio de la subordinación de la minoría a la mayoría. Pero, aspirando al socialismo, estamos persuadidos de que éste se convertirá gradualmente en comunismo, y en relación con esto desaparecerá toda necesidad de violencia sobre los hombres en general, toda necesidad de subordinación de unos hombres a otros, de una parte de la población a otra, pues los hombres se habituarán a observar las reglas elementales de la convivencia social sin violencia y sin subordinación.

Para subrayar este elemento del hábito es para lo que Engels habla de una nueva generación que, «educada en condiciones sociales nuevas y libres, pueda deshacerse de todo este trasto viejo del Estado», de todo Estado, inclusive el Estado democrático-republicano.

Para explicar esto, es necesario analizar la cuestión de las bases económicas de la extinción del Estado». (Vladimir Ilich Uliánov, Lenin; El Estado y la Revolución, 1917)


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Pluralismo político-ideológico, la «democracia» y «socialismo» en la construcción de Yugoslavia; Enver Hoxha, 1978

«Edvard Kardelj, en su teoría, concede la primacía al «pluralismo de los intereses de los trabajadores», y en este pluralismo él pone el énfasis en particular en el papel del Frente, conocido en Yugoslavia con el nombre de «Alianza Socialista del Pueblo Trabajador de Yugoslavia», que según él, es susceptible de reunir todas las fuerzas sociales, haciendo caso omiso de sus diferencias sobre el plan ideológico. En realidad, la «Alianza Socialista del Pueblo Trabajador de Yugoslavia», pese al particular ruido que hacen con el rol de dicho Frente, es una unión que sólo existe en el papel y no recibe atención en Yugoslavia. Esta realidad se le escapó a veces al propio Kardelj en forma de comentarios, particularmente es visible cuando escribe:

«No creo que exagero si digo que la subestimación del papel social de la Alianza Socialista del Pueblo Trabajador de Yugoslavia es una actitud común en la Liga de los Comunistas de Yugoslavia, y no sólo en las filas de sus miembros». (Edvard Kardelj; Direcciones del desarrollo del sistema político socialista de autogestión, 1977)

Edvard Kardelj a continuación ilustra además las actividades de esta «unión de todas las fuerzas organizadas de la sociedad» como lo llaman en Yugoslavia, y de nuevo se ve obligado a hablar de su carácter formal:

«La Alianza Socialista del Pueblo Trabajador de Yugoslavia a menudo resuelve los problemas sólo en apariencia, es decir, a través de resoluciones y declaraciones, pero no en la realidad». (Edvard Kardelj; Direcciones del desarrollo del sistema político socialista de autogestión, 1977)

Estos hechos que Kardelj admite, para él, por supuesto, sólo se tratan de puntos débiles, pero son suficientes para demostrar sin lugar a dudas la poca utilidad de esta «Alianza Socialista del Pueblo Trabajador de Yugoslavia», o sea del Frente y su rol, en este supuesto Estado socialista.

El pluralismo del «socialismo autogestionado» se expresa según Kardelj dentro de la «Alianza Socialista del Pueblo Trabajador de Yugoslavia», que incluye a todas las tendencias «progresistas democráticas» –inclusive las más regresivas en sus filas–, cuyos representantes estarían capacitados para discutir y decidir acerca de la política yugoslava. En realidad nadie más que la camarilla titoista decide en este Frente que Kardelj califica de «pluralismo de los intereses autogestores». Se intenta mostrar que Yugoslavia no va a la creación de muchos partidos, sino a mantener sólo uno, pero recordemos: siempre a condición de que «no gobierne mediante el monopolio político»:

«La Liga de los Comunistas de Yugoslavia tiene una responsabilidad política especial en la sociedad, una responsabilidad que –por supuesto– comparte con todas las demás fuerzas socialistas en la sociedad». (Edvard Kardelj; Direcciones del desarrollo del sistema político socialista de autogestión, 1977)

Y por eso, porque la responsabilidad es compartida, hay supuestamente «pluralismo democrático» en Yugoslavia. Así que de acuerdo a Kardelj el «pluralismo democrático» no es el conocido multipartidismo, sino el pluralismo dentro de la «Alianza Socialista del Pueblo Trabajador de Yugoslavia» que también suscribe el sistema de partido único, esto en sus palabras es lo más apropiado para Yugoslavia: es decir dicha idea se expresa, para ser más claro, que dentro de la llamada «Alianza Socialista del Pueblo Trabajador de Yugoslavia», la «Liga de los Comunistas de Yugoslavia» y otras organizaciones «sociales y políticas» están trabajando conjuntamente, organizaciones que son:

«Organizaciones independientes, en cual la Liga de Comunistas es un componente que participa y trabaja juntos con ellas en el marco de la Alianza Socialista del Pueblo Trabajador de Yugoslavia». (Edvard Kardelj; Direcciones del desarrollo del sistema político socialista de autogestión, 1977)

Sin dar más detalles, podemos decir que este «pluralismo» o como les gusta llamarlo: el «pluralismo democrático» o «pluralismo de los intereses de las masas trabajadoras» que tanto predican intentando escapar de relaciones de unipartidismo con el Frente «pasadas», en realidad hace que sólo formalmente se diferencie su teoría del pluralismo burgués. Igual que hay muchos partidos en el sistema capitalista que participan en el parlamento y ejercen influencia mediante la expresión de los intereses de las partes más importantes de la burguesía o de cualquier otra clase, en Yugoslavia, la «Liga de los Comunistas de Yugoslavia» y otras alianzas, que no requieren mismos partidos, sino organizaciones socio-políticas, influirán en el ejercicio haciendo su mejor esfuerzo para expresar los intereses de la pequeña burguesía, de la aristocracia obrera, y demás para asegurar los intereses capitalistas del Estado yugoslavo.

La conclusión del revisionismo yugoslavo de que: «en nuestro sistema no sólo no existe un sistema de partido único, sino que incluso excluye tal sistema como también excluye el pluralismo multipartidista de la sociedad burguesa» es un absurdo total, esto es una tesis tomada de los anarquistas y anarcosindicalistas, con los que tuvieron que luchar arduamente Marx, Engels, Lenin y Stalin. Aunque si es reconocible el hecho que aquello no es sino una expresión del libre pensamiento y promoción de cualquier clase social, sea reaccionaria o revolucionaria.

Esta teoría sobre el «pluralismo político» promovida por Kardelj también será del gusto de Hua Kuo-feng y Deng Xiaoping en lo que toca a: igualdad de derechos para los partidos diferentes en el Estado socialista, el control recíproco, etc.

Kardelj se jacta de las orientaciones del desarrollo del sistema político del «socialismo autogestionado» aunque no puede evitar admitir que también hay exageraciones, errores y defectos, porque:

«Las nuevas condiciones todavía aún no son comprendidas satisfactoriamente, y por lo tanto todavía aún no se trabaja en un camino satisfactorio en muchas categorías». (Edvard Kardelj; Direcciones del desarrollo del sistema político socialista de autogestión, 1977)

Pero incluso si no lo admitiría, la realidad demuestra que Yugoslavia en una base diaria de «autogestión» ha acabado en un callejón sin salida, por lo que sus explicaciones consoladoras con las que habla de la «autogestión» como el «sistema socialista más cualificado» no son creídas por los que conocen Yugoslavia y su sistema político de cerca.

El sistema político de «autogestión» en Yugoslavia es un camuflaje desvergonzado de la traición revisionista con respecto al marxismo-leninismo, con respecto al socialismo científico y con respecto al comunismo. Como antimarxistas reconocidos los titoistas yugoslavos nunca han estado ni estarán a favor de la construcción del socialismo, siempre estarán por la inmortalización del capitalismo bajo formas diversas. No se puede detener el proceso de la descomposición del orden social capitalista, pero para ello tratan de inventar muchas diversas «teorías» para al menos reducir la velocidad de este proceso. De acuerdo con los revisionistas yugoslavos cada pueblo, cada estado es capaz de construir el socialismo sin tener que depender de las leyes y principios universales de este, y sin la ideología marxista-leninista que el componente teórico-práctico del socialismo, del único socialismo genuino. No suponen que el socialismo es un sistema único económico y social, sino sostienen la existencia posible de diversos tipos de socialismo. Notificando abusivamente y desnaturalizando la tesis justa marxista-leninista sobre la aplicación creadora de la ideología de la clase obrera en las condiciones particulares de cada país, se obstinan en sostener que no existen leyes generales para la construcción del socialismo en todos los países, sino que cada uno de ellos puede, según sus deseos y a su manera, construir un «socialismo» diferente.

Hay que dejar bien claro una cosa, en la edificación socialista es indispensable tener a la vista las condiciones concretas de cada país, pero el socialismo, en el país que sea, solo puede ser construido teniendo como base el marxismo-leninismo, teniendo como base las leyes generales y teniendo como base los principios comunes para todos los países, esto no puede ser pasado por alto si no se quiere zozobrar, como lo hizo Yugoslavia, en el capitalismo.

Para «justificar» la tesis que cada país tiene que construir su socialismo específico los revisionistas yugoslavos, a los cuales Kardelj representa, dijo que el socialismo autogestionado no se puede forzar a las democracias burguesas de Europa Occidental o a la democracia estadounidense, por ejemplo, ya que supuestamente no han alcanzado las mismas condiciones que Yugoslavia. Según ellos, el socialismo se puede lograr tanto a través de la pluralidad política del sistema parlamentario occidental como sin este. Así que cada país debe ser capaz de construir su socialismo específico, sin ninguna experiencia, sí, incluso sin la teoría del socialismo científico de Marx y Engels. Y de todos modos pese a las peroratas sobre las particularidades, ellos piensan, elogiando a la «autogestión» a cada rato: como el mejor sistema del mundo, como sistema que, independientemente de la vía de acceso específica que cada país elija para la construcción del socialismo, se puede adoptar y realizar a nivel mundial.

Liderados por su subjetivismo y su pasión desenfrenada que tiene como objetivo ir en contra la experiencia de la construcción socialista en la Unión Soviética en la época de Lenin y Stalin, el señor Kardelj tiene delirios tan grandes contra esta experiencia que pierde por completo su capacidad para juzgar, él califica esta experiencia como un proceso reaccionario y lo pone en el mismo nivel que el pluralismo político de tipo europeo. Él lo expresa de esta manera:

«Por lo tanto, los intentos de obligar, por ejemplo, el pluralismo político de tipo europeo a las naciones donde ni las condiciones ni la necesidad de tal sistema existe, de hecho, juegan el mismo papel reaccionario que los procesos sociales actuales en los intentos de obligar a tal o cual «modelo» del socialismo en los países que no tienen ni las condiciones ni la necesidad de un modelo como ese». (Edvard Kardelj; Direcciones del desarrollo del sistema político socialista de autogestión, 1977)

Toda esta diatriba no es más que un juego de palabras sofisticado que tiende a un solo fin: refutar el marxismo-leninismo y las leyes generales de la construcción de la sociedad socialista, engañar las masas y perpetuar el sistema capitalista tiñéndolo de colores diversos y «socialistas». Esta es la razón por la que Kardelj no habla ni una sola vez sobre la destrucción efectiva del poder del capital, en su presente libro titulado «Direcciones del desarrollo del sistema político socialista de autogestión».

Según este «gran ideólogo» yugoslavo el pluralismo político del parlamentarismo burgués es un sistema que transforma al individuo en un «ciudadano políticamente abstracto», lo que los hace pasivo y les impide ser un exponente de determinados intereses concretos humanos o sociales. En Yugoslavia, por el contrario, el ciudadano supuestamente no corre el riesgo de transformarse en un «ciudadano políticamente abstracto», porque el elixir de la «autogestión» al parecer, le enseña a defender sus intereses. Esta tesis también está bastante lejos de la verdad como otras tesis de Kardelj, a diferencia de lo que diga, la «politización» de los ciudadanos en los países capitalistas no les hace aceptar todo agachando la cabeza. En esos países donde se les niega sus derechos y las leyes del capital han cortado el camino para la defensa de los intereses de las masas trabajadoras, los trabajadores intentan y luchan por romper las cadenas de la esclavitud capitalista. Negar esta lucha de la clase obrera en el capitalismo conduce a oponerse a hechos tozudos.

En el orden social capitalista no toda la gente se conforma a la política burguesa y las normas de las moralidades burguesas. Al contrario, la mayoría predominante de los miembros de sociedad capitalista –el proletariado y otras masas trabajadores explotadas y oprimidas– lejos de someterse a la política y a la moral a burguesas, se oponen a eso bajo formas múltiples y por medios múltiples. Esto seguramente no paso de desapercibido para Kardelj pero él deformo los hechos con el fin de obtener la confirmación de su afirmación sobre que el individuo, el humano, el ciudadano, a diferencia de la sociedad burguesa según dice, recoge la parte principal de su «socialismo específico» y no es «politizado» por el partido, que este individuo concreto es capaz de defender sus intereses concretos fácilmente en el sistema político de la «autogestión», y sólo en este sistema. Si uno sigue el tren de pensamiento de Kardelj hasta el final y de acuerdo con su propia lógica, uno tiene que aceptar el absurdo de que más de un millón de personas desempleadas, que existen y pasan hambre en Yugoslavia, no sufren este destino debido al genuino sistema de «autogestión» sino a su propio descuido de no saber aplicar las lindas oportunidades de tan genial sistema, ya que parecería que estos mismos no querrían la defensa de sus intereses concretos. En el «socialismo autogestionado» de Yugoslavia las masas trabajadoras han sido políticamente desarmadas ya que no están en condiciones de defender sus intereses, incluso los más generales. En su gran mayoría se han convertido en personas que sólo se preocupan por mantener su puesto de trabajo o, si no lo tienen, en encontrar un buen trabajo para ganarse la vida dentro o fuera del país. En realidad sólo unos pocos trabajadores están interesados en qué este «sistema de autogestión», este «trabajo asociado», este «pluralismo democrático», etc. Este es uno de los objetivos que destinaron los titoistas desde la invención de la «autogestión socialista», con precisión prepararon que las masas trabajadoras se preocuparán por la defensa de sus derechos lo menos posible, que ellos estuvieran interesados lo menos posible en la política, que ellos no tuvieran más visión que sus propios intereses estrechos –como la agonía de tener empleo o lograr llenar la cesta de la compra con los precios cada día en alza– y desatendieran el interés de clase colectivo. No hay diferencia reseñable con las tácticas de los demás países capitalistas.

En el sistema del parlamentarismo burgués, según Edvard Kardelj, la clase obrera se «politiza» inevitablemente, porque el sindicalismo y la lucha sindical no le aseguran una vía hacia el poder político. Más lejos, afirma que tal «politización» divide la clase obrera en partidos, y que así, siempre según él, surge el peligro de que «la burocracia de partido» sea activada en nombre de la clase obrera.

Es cierto que la lucha dentro de los límites de los sindicatos no aseguran el poder político de la clase obrera en los países capitalistas, por lo que los obreros se organizan en los partidos políticos con el fin de defender los intereses de su clase. Pero la atención principal de Edvard Kardelj no es la exposición del sindicalismo, tampoco sobre los diferentes «partidos obreros» que se crearon en los países occidentales y con los que los revisionistas yugoslavos se aliaron. En su lugar él quiere demostrar que el parlamentarismo burgués y los partidos burgueses como otros partidos, comunistas, revisionistas y los sindicatos, dividen totalmente la clase obrera y que hay que según su opinión, liquidar estos partidos. La burguesía y los revisionistas no toman en serio esta actitud de su amigo. ¡Porque se dan cuenta bien que Kardelj se refiere sólo a la liquidación de los partidos verdaderos marxistas-leninistas, y que otros partidos, los de la burguesía, pueden continuar existiendo, porque, independientemente de su número, no traban la transformación del régimen capitalista en régimen socialista!

No hay que sorprenderse por el hecho de que Kardelj escriba «en teoría» sobre una cuestión, mientras que en la práctica todo se ve luego muy diferente. Detrás de la teorización que realiza ávidamente este charlatán, oculta las numerosas manipulaciones que tuvieron lugar en Yugoslavia con el fin de transformar esta sociedad, que en un principio adoptó supuestamente en algunos aspectos una orientación socialista sólo con el fin de enmascarar en sí, una sociedad capitalista. Aunque Kardelj no es consiguiente con las posiciones que él representa, y por lo tanto no puede ser consecuente, aun así, tiende necesariamente siempre a representar el sistema parlamentario burgués como diferente al sistema «específico» yugoslavo. Su incoherencia se hace evidente cuando no rechazan completamente este sistema, pero lo llama democrático, un sistema en el cual:

«La clase obrera y todas las otras fuerzas democráticas juegan un papel importante progresista en la lucha para la consolidación de la posición del parlamento en la sociedad y para la extensión de sus competencias en comparación con las fuerzas de los poderes no parlamentarios». (Edvard Kardelj; Direcciones del desarrollo del sistema político socialista de autogestión, 1977)

Esta «teorización» hecha por Kardelj no apunta nada sobre la exposición de las tendencias que pueden ser encontradas en el desarrollo corriente del Estado capitalista; es decir, que el ejecutivo –el gobierno– amplía las competencias cada vez más a expensas del legislativo –el Parlamento–, y crea las condiciones para la instalación del fascismo en caso de que la burguesía monopolista considere lo indispensable. Kardelj no está preocupado sobre el peligro del fascismo creciente que amenaza a muchos Estados capitalistas hoy día, porque su Estado, también ha tomado el mismo camino; también pide que la clase obrera no desempeñe su misión histórica derribando mediante la revolución el poder de la burguesía como lo enseñan Marx y Lenin. Cuando escribe a favor del parlamentarismo burgués Kardelj involuntariamente revela que los titoistas están expuestos a una fuerte presión, especialmente de los Estados Unidos y el resto de países imperialistas de la Europa occidental que fueron los que invirtieron en Yugoslavia. Estas presiones ejercidas sobre este país tienen por objetivo claro desarrollar allí la democracia burguesa a gran escala, es decir crear allí varios partidos: socialdemócrata, revisionista, otros con otras nuevas etiquetas de «comunista», etc. No obstante, aunque los revisionistas yugoslavos no estén contra el sistema parlamentario multipartidista, no quieren destruir su sistema de partido único, sistema que su propaganda presenta como «autogestión». Y no sólo porque esto los desenmascararía totalmente a ojos de las masas, sino también y sobre todo por temor de la amenaza que esto podría hacerles perder el monopolio para los propios titoistas en todos los asuntos del Estado, del ejército, de la UDB y de otros organismos de represión, así como organismos relacionados con las tareas de mistificación y manipulación burguesa de la opinión.

En realidad, Edvard Kardelj no rechaza eso que tanto denuncia y llama «monopolio político» en el gobierno de la sociedad, aunque declare que este monopolio ha sido mantenido como un privilegio de los dirigentes de los partidos políticos y de los órganos ejecutivos de la «democracia» burguesa y quiera dejar al sistema político instalado en Yugoslavia. Pero lo importante para entender su teorización, es que en otros términos, no rechaza el sistema parlamentario y el sistema extraparlamentario, sino que se «pronuncia» contra los «vestigios de este sistema» que el socialismo supuestamente hereda en sus fases y sus formas iniciales, haciendo un nuevo alegato a las teorías anarco-sindicalistas.

Es evidente que Edvard Kardelj, sin atacarse abiertamente a la forma del parlamentarismo burgués, procura confrontarlo con los órganos estatales de la sociedad socialista. Estas ideas aparecen todavía más claramente cuando declara que en el caso de la nacionalización de los medios de producción, el parlamento sin la «autogestión» de los obreros equivaldría al sistema político de partido único del socialismo basado en la «forma estatal de la propiedad social», que para los titoistas es un socialismo falso y burocrático. Por sistema político fundado sobre la «forma estatal de la propiedad social», Kardelj tiene a la vista nuestro poder de los consejos populares así como el poder soviético instaurado por Lenin en Unión Soviética para construir la sociedad nueva y socialista; recordemos, bajo la dirección del Partido Bolchevique.

Al rechazar los objetivos de la Revolución de Octubre y el enorme trabajo que se hizo en la Unión Soviética durante muchos años bajo la dirección de Lenin, y de Stalin más tarde, con el fin de construir el socialismo, el revisionista Kardelj quiere demostrar que Yugoslavia, que liquidó «la propiedad social estatal» y la transformó en «propiedad socializada autogestionada», no traicionó el socialismo como se le acusa, sino que supuestamente inventaron un «Estado socialista», un «socialismo autogestionado» que en teoría Kardelj no recomienda a todo el mundo ni que se debe propagar por todas las partes del mundo, pero espera con todo su corazón que todo el mundo lo vaya a seguir en la práctica.

Actualmente «el sistema unipartidista» en Yugoslavia, según nuestro adorable Kardelj, no puede configurarse por más tiempo como hasta ahora habrían procedido normalmente los partidos comunistas, por ello se tiende a avanzar todavía más en el modelo de «socialismo específico». Siguiendo su pensamiento, mientras éste sistema al principio fue introducido al desarrollo de la revolución socialista como un elemento de la estructura inicial de la dictadura del proletariado, una vez descubierto la «autogestión» dicha estructura de antes debe ser calificado como:

«Incompatible con las relaciones socioeconómicas y democráticas de la autogestión socialista y el pluralismo democrático de los intereses de autogestión». (Edvard Kardelj; Direcciones del desarrollo del sistema político socialista de autogestión, 1977)

Los revisionistas yugoslavos actúan como si no estuvieran de acuerdo con la regla de partidos múltiples en la sociedad burguesa, como si tampoco desearan aceptar la dirección del Estado y de la sociedad por un único partido de la clase obrera. Por lo tanto, pretender aparentar como si hubieran descubierto el «término medio» en la forma del llamado «pluralismo democrático». Es cierto que el sistema yugoslavo de «autogobierno» contiene tanto elementos del «sistema de partido único», así como elementos del «sistema multipartidista». Pero este sistema oscuro no es más que un sistema capitalista, un mal engendro de la burguesía yugoslava para gobernar a las masas trabajadoras y que se disfraza detrás de una fachada «marxista».

Con el fin de echar tierra a Lenin y Stalin, el autor titoista intenta contrastar estos grandes líderes del proletariado mundial entre sí para «demostrar» que supuestamente no tenían la misma concepción del sistema político del Estado socialista. Y así es la forma en que los calumnia:

«Entre la concepción de Lenin y de Stalin en el sistema político del Estado socialista hay una incompatibilidad masiva. El fundamento y naturaleza de la concepción de Lenin sobre el poder soviético es la democracia directa». (Edvard Kardelj; Direcciones del desarrollo del sistema político socialista de autogestión, 1977)

Es de conocimiento común que Stalin era un alumno entusiasta, un compañero leal y un ayudante muy cercano de Lenin. A día de hoy nadie excepto los enemigos se han atrevido a oponer Lenin a Stalin. Estas insinuaciones son hechas en intenciones hostiles, pero el movimiento internacional comunista y obrero está ya acostumbrado a las maniobras de los revisionistas; recordemos que antes se enmascaraban declarando que eran marxistas-leninistas pero no «stalinistas», mientras que ahora procuran oponer Lenin a Marx y discuten sobre la cuestión de saber si deben ser solamente «marxistas» o bien también «leninistas». Y pronto, completamente desenmascarados los traidores, dirán seguramente que también se oponen a Marx. Inventarán también para esto «teorías» adecuadas, que serán cualquier cosa, pero seguramente no comunistas, ni proletarias.

Como verdadero marxista Lenin hablaba de la democracia socialista, sobre la participación directa de las masas trabajadoras en los asuntos de Estado del país, y estas ideas revolucionarias las aplicó durante los años durante los que estuvo a la cabeza del Estado soviético. Después de él, Stalin siguió el mismo camino. Pero Lenin no tenía en mente de modo alguno el debilitamiento del Estado de la dictadura del proletariado ni del papel dirigente del Partido Bolchevique cuando hablaba de democracia socialista y la participación directa de las masas trabajadoras en los asuntos del Estado. Jamás opuso a la democracia verdadera la dictadura del proletariado, que definió como una:

«El oportunismo no extiende el reconocimiento de la lucha de clases precisamente a lo más fundamental, al período de transición del capitalismo al comunismo, al período de derrocamiento de la burguesía y de completa destrucción de ésta. En realidad, este período es inevitablemente un período de lucha de clases de un encarnizamiento sin precedentes, en que ésta reviste formas agudas nunca vistas, y, por consiguiente, el Estado de este período debe ser inevitablemente un Estado democrático de una manera nueva –para los proletarios y los desposeídos en general– y dictatorial de una manera nueva –contra la burguesía–». (Vladimir Ilich Uliánov, Lenin; El Estado y la revolución, 1917)

Esto ilustra muy claramente que Lenin nunca se mostró a favor y nunca podría haber estado a favor de la sustitución de la dictadura de la burguesía por tal o cual sistema de «autogestión» inventado por los revisionistas yugoslavos que no escapa al capitalismo y que sustituye la dictadura del proletariado por un vació que sólo puede volver a ocupar la dictadura de la burguesía.

En tiempos de Lenin y Stalin la clase obrera estaba en el poder en la Unión Soviética, y lideraron con éxito la planificación de la tarea de la construcción del socialismo a través del Partido Bolchevique. En Yugoslavia, al gran papel del Estado socialista se ha hecho caso omiso y se ha identificado con el llamado «sistema de delegados», que como Kardelj admite:

«Revelan puntos débiles en todas las direcciones de su funcionamiento». (Edvard Kardelj; Direcciones del desarrollo del sistema político socialista de autogestión, 1977)

Edvard Kardelj entiende que la referencia a Lenin sobre la cuestión de la democracia no puede ayudarle a justificar el «sistema de autogobierno» en lo más mínimo. Por lo tanto, trata de hacer que la gente crea por sofismas que:

«La concepción de Lenin no es calculado a sus consecuencias verdaderas, pero es obvio que su naturaleza es la democracia directa, es decir el sistema de autogobierno». (Edvard Kardelj; Direcciones del desarrollo del sistema político socialista de autogestión, 1977)

Kardelj «filosofa» y debido a la falta de argumentos trata de compensar a través de las interpretaciones arbitrarias y fantásticas. Tiene la intención de hacer creer que Lenin inicialmente representó correctamente la idea del «autogobierno», pero más tarde le faltó la oportunidad de seguir desarrollando dicha idea antes de fallecer. La opinión expresada por Lenin, que el proletariado debe dirigir y organizar el poder soviético y gobernar el país a través de su partido, ha sido y sigue siendo la base de la teoría marxista-leninista. Exactamente esta cuestión crucial de importancia teórica y práctica la evitan los titoistas y tratan de encubrir esta desviación transformando las iniciales tesis correctas de Lenin.

Continuando con su trabajo abiertamente anticomunista, en opinión de los titoistas Stalin tenía:

«Un concepto de democracia indirecta, es decir, en el núcleo adoptó el sistema clásico político del Estado burgués y su pluralismo político, sólo que él quiso el papel del sistema multipartidario en el Estado de parlamentario burgués para un sistema de partido único». (Edvard Kardelj; Direcciones del desarrollo del sistema político socialista de autogestión, 1977)

Los titoistas argumentan que Stalin supuestamente se había desviado de la concepción leninista porque puso en práctica una «democracia indirecta», llevando el Estado a través de un partido muy similar al de los partidos burgueses y de otros elementos del sistema parlamentario. Esta es la «devastadora» crítica pseudomarxista de las actividades y el trabajo de Iósif Stalin. Siendo justos, Stalin veía al igual que Lenin, la democracia desde el punto de vista de clase; como una forma de organización política de la sociedad como condición previa para la participación política de las masas en el gobierno del país para defender y consolidar la dictadura del proletariado y para bloquear el camino de la degeneración revisionista y de la restauración del capitalismo. Como él era marxista-leninista como todos sabemos, Stalin fue vehementemente en contra de cualquier comprensión unilateral liberal y anarquista de la democracia, y tomó en consecuencia una posición firme contra los signos de la desintegración y especulaciones pequeño burguesas con los derechos y las libertades de las garantías de la democracia proletaria, algo que también hizo como hemos visto Lenin. Y hay que añadir que estuvo muy acertado en hacerlo así. Los revisionistas en contraste, quieren convertir la democracia proletaria en una democracia burguesa en la teoría, como ya lo hicieron en la práctica. Y esto es exactamente la razón del porqué se oponen a Stalin.

La excusa de los yugoslavos pseudomarxistas para justificar sus críticas al genuino sistema socialista es que, supuestamente, el significado de los términos «trabajador» y «clase obrera» han cambiado hoy día, que la concepción del término «ciudadano» ha cambiado también. Según ellos, «la clase obrera se ha convertido en un tema político abstracto que no ejerce ningún poder, pero en cuyo nombre el poder puede ser ejercido». Así que esto significa que en un verdadero sistema socialista no es la clase obrera ejerce el poder, sino otras personas o grupos de personas de clases ajenas las que gobierna sobre esta clase y en su nombre. Esta afirmación es un gran fraude, un falseamiento descarado de la realidad y una de las falacias más repetidas de la burguesía y su propaganda. Esto quiere decir que se basa en las posiciones filosóficas de idealismo y de ver la verdad, no en hechos objetivos, sino en lo que ven en su mente a partir de sus concepciones aburguesadas.

El revisionista Edvard Kardelj deriva de esta idea otra, la de que el obrero no merece nada en las relaciones de producción del orden social socialista, en sus relaciones con los demás trabajadores, en su posición social, etc. Y en su opinión, si pasara esto sería supuestamente sería:

«El dogmatismo de la propiedad social como propiedad del Estado y por lo tanto la necesidad de un Estado centralista, así como el papel dirigente del aparato del Estado y del partido que surge, mientras que los intereses de clase y de los esfuerzos del trabajador concreto están desacreditados, es lo que se denominada respectivamente como actos fuera de la legalidad común». (Edvard Kardelj; Direcciones del desarrollo del sistema político socialista de autogestión, 1977)

Así que esta es la forma en Edvard Kardelj tuerce el verdadero sistema socialista y las relaciones socialistas de producción de tiempos de Lenin y Stalin y por lo tanto también toda la construcción actual del socialismo en nuestro país. Militando en contra del centralismo democrático, del papel dirigente del partido, de la forma estatal de la propiedad socialista, etc. Kardelj quiere ilustrar «la superioridad» del «sistema de autogestión», pero en realidad él con esto sólo se desenmascara al colocarse abiertamente por encima de las ideas eternas de los clásicos del marxismo-leninismo, como si su teoría estuviera por encima de estas cuestiones básicas. De hecho sus «acusaciones» contra nosotros se transforman en confesiones que apuntan contra las políticas yugoslavas de «sistema de autogestión». Hoy la realidad yugoslava se demuestra en una base diaria y se demostrará esto aún mejor mañana, donde veremos donde la pandilla de Tito y Kardelj conducen sus pueblos y a su clase obrera.

Los titoistas reclaman que su sistema es de «autogestión». Pero ¿quiénes son aquellos, que rigen en Yugoslavia? ¿Los obreros y los campesinos? Ni los obreros ni los campesinos. Ellos son tan oprimidos como sus homólogos de los países capitalistas. En el «sistema de autogestión» los que mandan están en la cima de la pirámide clasista, la nueva burguesía, que, si bien se han etiquetado mayoritariamente a sí mismos de «comunistas», oprimen al pueblo y que en realidad no son nada más que los tecnócratas burgueses que dirigen el poder burocrático y fascista de su Estado. Las «asambleas de delegados», los órganos ejecutivos del Estado en el sistema de delegados, etc. están formados por estos elementos.

Como se sabe en el sistema de la dictadura del proletariado, las organizaciones de masas ocupan una posición especial, y juegan un papel importante. Ellas son las palancas del partido para unirse con las masas y realizar la regla política de la clase obrera y la democracia socialista. Las organizaciones sociales en el socialismo hacen que la línea del partido proletario sea accesible a las personas, son unas enormes armas para la revolución y para la construcción socialista, ellas luchan en tribunas donde la opinión pública se expresa. Ellas tienen la tarea de educar a las masas, y formarlas más para que sean conscientes y capaces de participar activamente en la construcción del socialismo y la dirección del gobierno.

Las competencias que estas organizaciones tienen como componente del sistema de la dictadura del proletariado, se llevan a cabo bajo la dirección del partido de la clase obrera dentro de los límites de sus propias características y particularidades.

Las organizaciones sociales no pueden ser eficaces si están aisladas del partido proletario, de otras organizaciones y del propio Estado socialista. Si uno asume lo contrario, entonces sería teóricamente sin sentido que ellos sean elementos de un sistema único, ellos se transformarían en organismos muertos en la práctica, sin ninguna función y sin poder cumplir con las tareas en beneficio de la sociedad socialista.

Al igual que el partido y el Estado, las organizaciones de masas en Yugoslavia han sido tratadas y juzgadas desde una posición absolutamente anarquista. En contraste con la idea de Lenin de que las organizaciones de masas:

«Colaboradores más directos e imprescindibles del poder del Estado». (Vladimir Ilich Uliánov, Lenin; Acerca del papel y de las tareas de los sindicatos en las condiciones de la Nueva Política Económica, 1922)

La idea que ha sido promovida en Yugoslavia es la de que la cooperación de estas organizaciones con el Estado socialista era una forma «burocrático estatista». Los revisionistas yugoslavos dicen que es más beneficioso que todas estas organizaciones son capaces de actuar por separado del partido. Kardelj dice:

«Nosotros nos hemos apartado de la visión común según la cual estas organizaciones eran las llamadas las correas de transmisión de nuestro partido, o sea de la Liga de los Comunistas, visión que tuvimos durante mucho tiempo». (Edvard Kardelj; Direcciones del desarrollo del sistema político socialista de autogestión, 1977)

Se ha dicho en la teoría titoista que la Liga de los Comunistas de Yugoslavia y el Estado Yugoslavo, que está en ambos casos en manos de la burguesía gracias a la influencia titoista, no tenían ninguna influencia en estas organizaciones, pero todo esto es mentira. Realmente por el contrario, los titoistas nunca dejan nada tranquilo y sin manipular a favor de su ideología, y las organizaciones de masas como los sindicatos no escapan a esta idea en Yugoslavia, pero Kardelj está planteando todo esto con un ánimo mucho más ambicioso. Él sólo quiere destruir la conexión de los partidos marxistas-leninistas con las organizaciones de masas, ya que la experiencia general de la revolución demuestra que estos partidos tienen a su lado esas organizaciones y que están lideradas por los partidos proletarios con el fin de crear y sostener vínculos reales con las masas organizadas.

Es un hecho bien conocido que el rol dirigente del partido marxista-leninista está estrechamente relacionado con la idea de su ideología revolucionaria. Al separar estos teóricos pseudomarxistas las organizaciones de masas como las organizaciones juveniles, las asociaciones de mujeres, los sindicatos etc. del partido, significa para el mundo, la evidencia clarividente de que la actual dirección yugoslava hace tiempo que se distanció de la ideología marxista-leninista, y que sus ideas sobre estas cuestiones sólo han logrado acrecentar más la brecha así creada desde el inicio del marxismo entre la ideología comunista-proletaria y la ideología revisionista-burguesa. Esta intención se revela claramente cuando Kardelj escribe sobre el ser humano como miembro de la Alianza Socialista del Pueblo Trabajador de Yugoslavia, o sea del Frente:

«No se puede decir que su visión será siempre y en todos los aspectos según la ideología del marxismo». (Edvard Kardelj; Direcciones del desarrollo del sistema político socialista de autogestión, 1977)

Esto significa que al trabajador yugoslavo también se le permite seguir ideas burguesas, feudales, fascistas y otros tipos ideologías y además con el apoyo del régimen titoista en su confusión ideológica.

El hecho de que las organizaciones de masas son una parte inherente del sistema de la dictadura del proletariado no significa que se convertirán en «socios» o «apéndices» del aparato estatal bajo la máscara de la democracia al darles un poco de competencias «estatales», como fue el caso de la Unión Soviética revisionista. El verdadero partido de la clase obrera que mantiene con lealtad al marxismo-leninismo tiene que tener cuidado de que el papel de las organizaciones sociales no desaparezca sino que siempre se fortalezca aún más. En Yugoslavia, Edvard Kardelj escribe que justo ese fenómeno se ha detectado que las organizaciones de base de los sindicatos que:

«Se han convertido en la cola de los órganos que rigen el trabajo». (Edvard Kardelj; Direcciones del desarrollo del sistema político socialista de autogestión, 1977)

Esto sucedió porque el papel de las organizaciones sociales, su lugar en la sociedad y las relaciones que tienen y que mantener hacia el partido y el estado han sido definidos desde posiciones desviadas.

El libro del renegado de Kardelj pone especial énfasis en el Frente, en los sindicatos, en la «la Federación de la Juventud Socialista», etc. de los que se podría escribir un buen número de cosas y polemizar durante mucho tiempo. Pero no entramos en detalles completos aquí porque creemos que es mejor delinear sólo las desviaciones principales de los revisionistas yugoslavos en lo que se refiere a la organización, los objetivos y las acciones de las organizaciones de masas.

Los revisionistas yugoslavos también adoptan una postura reaccionaria sobre el papel de la religión y su ideología. Es un hecho bien conocido que la ideología religiosa siempre sirve y ayuda a las clases explotadoras para robar y oprimir a las masas trabajadoras. Esta es una herramienta para criar el sentimiento de impotencia en la gente ante el sufrimiento, la desgracia y la miseria. La ideología religiosa nubla la mente humana y paraliza su voluntad para la transformación de la naturaleza y la sociedad. Esta es la razón por la que Marx, como es bien conocido, comparó la religión con el opio. Él escribió:

«La religión es el suspiro de la criatura agobiada, el estado de ánimo de un mundo sin corazón, porque es el espíritu de los estados de cosas carentes de espíritu. La religión es el opio del pueblo». (Karl Marx; Crítica de la Filosofía del Derecho de Hegel, 1844)

Precisamente a causa de la religión que desempeña un papel reaccionario es la razón por la que ha gustado y cuenta con el apoyo de las clases dominantes. El lenguaje del capitalista, el revisionista, y el clérigo reaccionario es esencialmente la misma. El partido marxista-leninista no puede conciliar con la ideología religiosa y su influencia. La base teórica de la política y del programa del verdadero partido de la clase obrera es la filosofía marxista-leninista y no el idealismo y la religión. La lucha de clases para la construcción del socialismo no puede separarse de la lucha contra la religión.

En Yugoslavia la religión fue juzgada y tratado exactamente de la misma manera que en los otros Estados capitalistas, no hay absolutamente ninguna diferencia. La intoxicación de las masas por la ideología de la religión es vista como nada más que un asunto personal y el partido y el Estado plácidamente ven como esto sucede, porque para ellos:

«La religión nunca es un obstáculo para que los ciudadanos religiosos se integren en igualdad en la vida de la sociedad socialista». (Edvard Kardelj; Direcciones del desarrollo del sistema político socialista de autogestión, 1977)

Uno ve lo que esta clase de socialismo tiene: la idea religiosa de ninguna manera se opone a este socialismo, ni tampoco sus instituciones –las de la iglesia– rechazan el socialismo, y como Edvard Kardelj escribe:

«Para la gran mayoría de los trabajadores religiosos el socialismo se ha convertido en un tema de su más profunda convicción». (Edvard Kardelj; Direcciones del desarrollo del sistema político socialista de autogestión, 1977)

Ahora nos dice este «gran filósofo» que los clérigos con sus profundas creencias idealistas y religiosas de repente han caído en el amor al socialismo, con el orden social que se basa en la filosofía marxista-leninista, en el materialismo dialéctico e histórico. No sólo los trabajadores, los comunistas y todas las personas honestas en este planeta cuestionaran esto al leer estas frases del renegado titoista, sino que también los mismos clérigos se estarán riendo, porque hasta el día de hoy ni siquiera han soñado afirmar eso del socialismo; de este socialismo que maldecían y aún maldicen de todo corazón. Por su reconciliación con la ideología religiosa los revisionistas yugoslavos demuestran aún más lo «marxista» que son, lo «materialista» de su ideología socialista y como esto, en que está basado su sistema político de la «autogestión» en cuanto a tocar el tema religioso, es decir, en lo que se basa su ideología.

El Partido del Trabajo de Albania en consecuencia, ha aplicado la doctrina marxista-leninista sobre el Estado de la dictadura del proletariado y la democracia socialista, en el papel principal y no dividido del partido de la clase obrera, y en la necesidad imperiosa de desplegar la lucha de clases. Nuestra realidad histórica confirma de manera impresionante que, si las leyes universales del marxismo-leninismo se aplican teniendo las condiciones específicas del país en consideración, la revolución triunfa y el proceso de la construcción de la sociedad socialista no puede ser detenido. El ejemplo de Albania rechaza y deja en evidencia toda las «teorías» de los filósofos capitalistas y revisionistas en contra de la dictadura del proletariado, contra el papel dirigente del partido y contra el desarrollo de la lucha de clases.

Principalmente debemos nuestras grandes victorias en el frente de la construcción socialista a la fidelidad al marxismo-leninismo. Si siempre triunfamos sobre nuestros enemigos es porque nos hemos mantenido fieles a nuestros principios, porque hemos sido revolucionarios honestos y valientes.

Esto se debe a que la teoría marxista-leninista se realiza en la práctica en la construcción socialista en Albania, por lo que esta práctica se ha convertido en un objetivo para los ataques de los que se oponen férreamente a esta teoría.

Cuando esto es una materia de defender principios marxista-leninistas, valientemente trataremos con los enemigos de nuestra ideología, porque no podemos pararnos a mitad de camino o hacer asquerosos compromisos que pongan en peligro los más fundamentales principios, precisamente son estos pactos que los capitalistas y revisionistas quieren forzar sobre nosotros para aminorar nuestra esencia revolucionaria y crear discordias internas acerca de nuestra línea.

La lucha entre los marxistas-leninistas y los traidores contra la ideología del proletariado debe de ser ejercida en el presente y se ejercerá por tanto hasta que el revisionismo –que surge y se desarrolla como una agencia de la burguesía y del imperialismo– haya sido eliminado. Es nuestro deber como marxistas-leninistas defender la ideología revolucionaria de la clase obrera. En las actuales circunstancias este deber se ha vuelto aún más obligatorio, sobre todo ahora que el revisionismo chino se ha destapado más claramente mostrando su esencia y él solo se ha añadido a la lista de revisionismos modernos. El logro de esta tarea nos exige reconocer, analizar y desvelar las teorías y prácticas contrarrevolucionarias y antimarxistas de los enemigos que han estado atacando especialmente la enseñanza marxista sobre la dictadura del proletariado y el partido de nuevo tipo leninista, en el marco de consignas como las de lograr en estos puntos un «desarrollo creativo del marxismo» y la «lucha contra el dogmatismo».

La sociedad socialista se ve reforzada por la lucha contra sus enemigos, es por eso que nosotros, los comunistas tenemos que dirigir esta lucha frontal hasta que hayamos ganado la victoria. Somos revolucionarios y defendemos el orden económico y social socialista que es el orden nuevo y más progresista del mundo entero, mientras que los revisionistas son reaccionarios, ya que se arrodillan al viejo orden burgués y se rinden ante este. El futuro se turbia oscuro por nuestros enemigos y esperanzador para nosotros. Pero ese futuro no llega por sí solo, hay que preparar el camino y continuarlo diligentemente, luchando en los campos de la política, la ideología, la economía, en el campo de la defensa, etc.

Al igual que muchos otros libros publicados por la burguesía internacional y por las organizaciones internacionales revisionistas con el fin de propagar sus ideas reaccionarias, antimarxistas y antileninistas, el libro de Kardelj tiene que ser expuesto como lo que es, para que los comunistas, los trabajadores y las personas progresistas que no conocen la realidad revisionista o que la conocen sólo desde lejos no se dejen engañar por los slogans izquierdistas. Con el fin de agudizar nuestra vigilancia, hasta situarse en la cima de nuestra misión como comunistas, debemos recordar la importante declaración de Lenin:

«Los hombres han sido siempre en política víctimas necias del engaño de los demás y del propio, y lo seguirán siendo mientras no aprendan a descubrir detrás de todas las frases, declaraciones y promesas morales, religiosas, políticas y sociales, los intereses de una u otra clase». (Vladimir Ilich Uliánov, Lenin; Tres fuentes y tres partes integrantes del marxismo, 1919)» (Enver Hoxha; La «autogestión» yugoslava: teoría y práctica capitalista, 1978)

A él también se lo llevó la Marea

Imagen tomada del periódico «El Ideal Gallego»

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Claro que podemos arrodillarnos más todavía

Pregunta. El dirigente del SAT y concejal en Jaén, Andrés Bódalo Pastrana, ha sido condenado por un “delito de atentado” contra un edil del PSOE. ¿Seguirá en el cargo e irá en la lista?

R. Este asunto está en la comisión de garantías estatal, que será la que emita el dictamen. Haremos lo que diga nuestro código ético y las leyes.

P. ¿Habría clases de religión?

R. Es una cuestión que habrá que debatir. La religión es una parte de nuestra historia. Habrá que consultar a los maestros y pedagogos. Si me pregunta a mí, creo que la religión es parte de nuestra historia y tiene que estar enmarcada en ese contexto. No creo que requiera una atención especial diferenciada. Sería aventurado por mi parte decir si tiene que ser materia curricular.

P. Andalucía alberga dos de las bases militares que utiliza Estados Unidos en Europa. ¿Respaldan los acuerdos bilaterales?

R. Somos una organización con un claro y nítido compromiso con la paz. Pero somos absolutamente respetuosos con los compromisos adquiridos por nuestro país y los vamos a respetar hasta la última coma. Otra cosa es que podamos pensar en qué hacemos con estas bases cuando se puedan renegociar condiciones o se extingan los convenios. En estos momentos, si hay convenios vigentes, se van a respetar.

elpaíscom

Mercado electoral: guía práctica para comprar bien el 20D

Mercado de votos

Sabemos que el envoltorio es fundamental para que nos decidamos por un artículo u otro antes de realizar una nueva adquisición en el centro comercial. Nos llama la atención la superficie antes que el contenido mismo de una mercancía cualquiera. Lo mismo sucede en el mercado político: las ideologías casi han desaparecido del debate público y nadie plantea ya ni, por supuesto, la revolución ni tampoco una transformación radical de los cimientos sociales o un modelo alternativo al sistema capitalista. El régimen capitalista lo es todo, una totalidad de la que no se puede salir bajo ningún concepto aunque sea la fuente real de todas las injusticias y responsable directo de la precariedad vital y estructural que rige nuestra vida cotidiana.

Si bien, aunque todavía pueden advertirse diferencias más o menos sustanciales entre las izquierdas y las derechas que se presentan a los comicios del 20 de diciembre, a nadie se le escapa que la inmensa mayoría de electores no se plantean preguntas esenciales para ir a votar, decantándose por una u otra candidatura más por factores emocionales de última hora y por decisiones que tienen que ver con causas publicitarias y de mercadotecnia aplicada a la política como la forma del envoltorio y la imagen del candidato principal.

Veamos que dan de sí esos rostros mediáticos que encabezan los partidos de cobertura estatal con mayor posibilidad de arrastrar sufragios a su propia mochila. Por cierto, ninguna mujer lidera las listas de estas formaciones, un dato elocuente acerca del feminismo en retirada de las últimas décadas y del conservadurismo de corte tradicional que permea la cultura posmoderna de la actualidad sociopolítica.

Vayamos de izquierda a derecha…

Garzón: un buen chico

Alberto Garzón huye de la estridencia gratuita y del ruido banal sin nueces políticas. Su discurso mantiene una coherencia socialdemócrata genuina, tranquila en la forma y con pretensiones de rigor en los contenidos, no saliéndose del orden establecido por la normativa en vigor y la cultura occidental parlamentaria.

Conoce a la perfección que existe una parte nada desdeñable de sus hipotéticos votantes que pide más a IU de lo que esta formación está dispuesto a ofrecer: radicalidad democrática que ponga en cuestión el entramado capitalista que habitamos desde la transición posfranquista. Por esa razón, Garzón deja caer muy sutilmente palabras ya en desuso como comunista y clase trabajadora para propiciar nueva adhesiones de las izquierdas más ideologizadas de su potencial caladero electoral.

Son puntos de inflexión breves, como de pasada, que utiliza como guiño para cazar votos desencantados del panorama político español. Ese espacio heterogéneo tiene otras dos estaciones de destino predilectas: o Podemos o la abstención, por ello Garzón intenta sumarlos a su proyecto sin descomponer su figura de buen chico saludable y moderado en sus planteamientos ideológicos. Un viraje demasiado izquierdista a posiciones históricas, marxistas si se quiere, podría provocar una desbandada de su electorado más blando de tinte neoizquiedista, ecologista o sin adscripción ideológica fuerte.

Su negativa personal a Pablo Iglesias y Podemos ha ensanchado su perfil ético. Ese es su máximo valor electoral: ética pura de un buen chico de sur y de la clase trabajadora, estudioso y aplicado, que ha sabido hacer un uso excelente de las oportunidades que han salido a su encuentro. Resulta fiable, un utilitario para ir al trabajo, formar pareja con responsabilidad e iniciar un proyecto moral intachable con aroma a izquierda clásica venida a menos que no sabe cómo plantear un más allá de ruptura con el sistema capitalista.

Garzón es previsible, representando la conciencia dañada de las mejores ideas de la izquierda transformadora histórica que no halla hueco propio en las disputas posideológicas del mundo de la globalidad neoliberal.

IU, de la mano de Alberto Garzón, seguirá siendo un voto de prestigio indudable en el mercado electoral del 20D.

Iglesias: la rebeldía estética e ilustrada

Pablo Iglesias viene a ser la respuesta compleja de la joven rebeldía de los hijos de la izquierda tradicional que han visto como sus sueños zozobraban en la ensenada del posibilismo.

Son hijos bien preparados, políglotas, viajados, consumistas, sin horizontes de crecer profesional ni personalmente en el mundo neoliberal de hoy.

Su inquietud ilustrada ha elevado su autoestima hasta cotas muy apreciables. Se saben con capacidad para discutir de tú a tú con cualquiera: sus títulos avalan sus premisas de partida.

Además de una rebeldía formal, rechazan el derrotismo de sus mayores. Cabalgan en una flexibilidad ideológica estratégica porque desconocen adonde quieren ir: el mundo hay que construirlo a golpe de espontaneidad, igual que sucede en la virtualidad de las redes sociales.

Para ellos, la ideología es un lastre, una especie de religión trasnochada que impide la toma del poder político. Lo importante es tocar poder, luego ya veremos, todo está por decidir.

Para no asustar a nadie ni a ellos mismos se instalan en una socialdemocracia referencial, un trampolín indefinido desde el que ganar adeptos difusos entre la gente de hoy, adoptando en simultáneo poses de izquierda moderada en los programas con iconos discursivos underground: indumentaria informal de bajo impacto visual, interclasista, juvenil, alegre, abierta a momentos y experiencias muy dispares.

La coyuntura álgida de contestación social y política que les aupó al escenario mediático ya está en retroceso tras haber cumplido su función ideológica: conducir las reivindicaciones en la calle hacia un discurso presuntamente rupturista que calmara el prurito de izquierdas de la mayoría social de España.

Templado el ambiente de cabreo generalizado, Podemos ha pretendido ocupar el espacio del PSOE en caída libre y segar de cuajo la presencia de IU. No ha conseguido por completo sus objetivos y ahora aparece como una versión actualizada del PSOE que no irá más allá de convertirse en una pata subalterna de la izquierda parlamentaria.

El éxito inicial de Podemos tuvo su anclaje primerizo en las mareas y los movimientos sociales, sin embargo traducir todo ese oleaje en apoyo electoral resultaba harto difícil solo con discurso radical y sin resortes ideológicos precisos.

Podemos ha eludido por convencimiento el conflicto laboral y de clase inherente al régimen capitalista. Su voluntad ilustrada de superar el síndrome de perdedor de la izquierda transformadora sin más fundamentos ideológicos que el gesto unilateral y soberbio del chico que más sabe de la clase ha demostrado ser insuficiente para componer una mayoría sólida que quiera algo más que ganar al PSOE y plantear reformas estructurales de calado en el régimen capitalista.

Podemos es más un impulso lúdico que un proyecto enraizado en la compleja realidad social. El discurso es importante pero solo es una parte de la política real.

Con todo, Podemos puede alcanzar unos notables resultados electorales. Lo más seguro es que servirán para poco y lo más probable es que durante algún tiempo metan ruido mediático aunque no es descartable que su escasa cohesión ideológica haga de su pluralidad una jaula de grillos en desbandada a medio plazo hacia territorios del PSOE, de hastío o independencia o de vuelta, en algunos casos, a la pequeña, modesta y cálida casa de IU.

No es seguro que Podemos haya nacido para quedarse. Ese es quizá su gran valor electoral: solo se es joven una vez en la vida, por tanto, ahora o nunca. En el mercado político esa disyuntiva radical a todo o nada puede ser un punto fuerte de su candidatura. A eso juegan sibilinamente.

Sánchez: sexo a tope una noche loca

Votar por el PSOE no añadirá nada al currículo vital de nadie. Nadie sacará pecho por preferir a Pedro Sánchez. Todo quedará en la memoria personal como una noche loca de sexo a tope con un cuarentón de buen ver. Incluso para personas casadas puede ser una opción menor de salir de la atonía matrimonial o de pareja sin afectar a las rutinas cotidianas.

El PSOE se mueve en la insustancialidad ideológica desde hace tiempo. Vive de inercias, de desganas existenciales, de ilusiones con sordina. Nadie espera nada especial de él. Es un valor predecible, una mercancía de marca blanca, ni cara ni barata, light, que tomamos mientras vemos la televisión sin apenas apercibir su sabor y textura.

Sánchez quiere sacar petróleo de un yacimiento baldío, cuando solo puede movilizar a sus fieles más irredentos al tiempo que sufre hemorragias leves por todos los lados de su cuerpo político. El PSOE huele a cadáver desde hace tiempo, prisionero de sus apegos latentes al poder y sin capacidad para revertir una imagen de entreguismo al sistema que le incapacita para liderar un proyecto alternativo a la derecha nacional.

Estamos, tal vez, ante el producto político menos atractivo de todos, anodino hasta límites insospechados. Sin embargo, tiene a su favor el empuje del subconsciente que desea salir a flote y sincerarse de una vez por todas, de decirse a si mismo, ahora sí, ahora voy a ser capaz de superar mis propias traiciones y mis propias mentiras particulares.

El PSOE ofrece una noche de sexo sin tapujos ni restricciones a todas aquellas personas que tuvieron que aparcar sus ideales en el bipartidismo monárquico y patriota de miras estrechas. Una noche desenfrenada, un orgasmo de lujuria sin trabas ni prejuicios, un estallido de culpabilidad controlada. Y luego, el olvido, volver al maridaje españolista con el PP.

El PSOE no da más de sí: es pura infidelidad. Con una noche de libertad, sobra y basta.

Rivera: el latin lover de elegancia vacía

Y de la escapada de Sánchez al escapismo de Rivera. Albert Rivera es genuina mercancía de diseño, un producto de laboratorio fabricado como un prototipo inocuo de belleza. Nada por aquí y nada por allí: verborrea, canción playera de verano, artículo multiuso, entremés bajo en calorías.

Su apuesta y dulce imagen de hombre de éxito y cosmopolita, al igual que la de Pedro Sánchez, compite con éste en gallardía y percha ideal, pero Rivera le gana en juventud, palabrería y jactancia.

El sexy del líder de Ciudadanos reside en su capacidad para llegar a un espectro de hipotéticos amantes de ocasión más amplio e interclasista. Rivera representa el polvo rápido, el aquí te pillo y aquí te mato, el sexo sin historia alguna ni cortejo ni seducción. Ni prosa ni poesía sino todo lo contrario, un objeto de deseo y consumo compulsivo, una brisa suave que jamás dejará huella en la memoria de nadie.

Todos sabemos que Rivera es de derechas, pero una mirada suya subyuga y confunde nuestra mente. Se compran sus no-ideas al momento de pagar en el centro comercial, en los aledaños de las cajas registradores, allí donde se colocan los chicles y fruslerías varias que no necesitamos para nada pero que añadimos al carro para llenar el tiempo muerto de espera antes de abonar la cuenta y volver a casa.

Ciudadanos viene para salvar los muebles de la pérdida de votos del PP. La derecha ha creado una virgen de blanca y sana sonrisa para tapar la cara del monstruo Rajoy. Alguien sin historia aparente, alguien sin personalidad propia más allá del personaje que interpreta. Rivera asume a la perfección este rol neutro de belleza pasiva.

El artículo que personifica Albert Rivera se comprará como un complemento de moda: no importa tanto su funcionalidad intrínseca y su necesidad imperiosa como su valor añadido al todo, el detalle de lujo, aunque sea una baratija del montón, que da lustre y brillo al vestido, blusa, pantalón o traje de moda.

La marca que seguirá vistiendo a la derecha será el PP, pero Ciudadanos se convertirá en el complemento que tonifique el músculo ahora fofo de las derechas nacionales. Incluso, Rivera, según la coyuntura política, pudiera ser un excelente recambio de liderazgo a corto o medio plazo.

La publicidad sabe muy bien que vender depende de múltiples detalles. Rivera es ese detalle último, la sorpresa que puede marcar una diferencia sustancial desde la nada absoluta. El vacío también vende y no plantea problemas ideológicos o de conciencia a nadie. Ahí radica su fuerza irresistible de arrastre consumista.

Eso es Albert Rivera: un polvo sin desnudarse del todo dentro de un cuarto oscuro. Nadie sabrá, si le vota, con quien se ha acostado de verdad. Solo lo sabrá, tiempo después, cuando Ciudadanos dé su verdadera faz política. Pero entonces, ya será demasiado tarde para pedir daños y perjuicios. Así son todos los fraudes políticos: sin posibilidad de enmienda inmediata.

Rajoy: todos los políticos son iguales

Mariano Rajoy no es más que la mala réplica de la triste figura de un señor maduro de derechas venido a menos.

Si no fuera él mismo, no hubiera sido nada en la vida. Comprenderlo es caer en el absurdo. Es una tautología que pasaba por allí, listo pero sin brillantez intelectual, y con una capacidad innata para esconderse en su propia sombra.

La gris personalidad que ostenta hace que sus tropiezos dialécticos y sus desafueros cognitivos trasladen una imagen neutral de su prolífica trayectoria política: entre la irritación que causa y la perplejidad que motiva, su peculiar perfil de sentido común inefable contrarresta cualquier opción de crítica o recambio. Nadie hará de Rajoy mejor que Mariano. Y a los poderes fácticos les va de mil maravillas.

Después del 20D su estrella política se irá apagando poco a poco para dejar paso a la caja de los truenos sucesorios. Entonces, las familias políticas del PP, desde el poder compartido con sus hijastros de Ciudadanos, derramarán sangre a raudales hasta entronizar a un nuevo líder.

Rajoy habrá cumplido, por fin, con el neoliberalismo patrio e internacional. Con él, el consumidor político adquiere artículos que no precisan ninguna campaña de propaganda extraordinaria ni una creatividad especial: siempre se encuentran en el mismo pasillo, no cambian nunca de logotipo, a simple vista son reconocibles.

Esa es la derecha de siempre, la que permanece callada y quieta mientras el mundo se mueve alrededor de ella: ese contraste y vorágine ruidosa hacen que su inmovilismo resulte curioso, atractivo y seductor en su nimiedad total.

Cuando todos los políticos dan la sensación de ser iguales, prometer hasta meter y después el silencio del olvido, la derecha gana enteros solo con estar donde toda la vida y dejarse querer sin espasmos ni órdagos a la tremenda: Rajoy es la esencia de España, España es el PP y el PP somos todas las personas de bien que quieren vivir tranquilos y sin meterse en follones ni aventuras innecesarias.

La derecha no precisa de muchas algarabías para llamar la atención del votante: su presencia machacona en los medios de comunicación atrae adeptos sin mayores dispendios de imagen. Hasta la corrupción le viene bien. Lo que no mata engorda. Todos podemos caer en la tentación. Amén.

Por favor, antes de comprar el 20D, léase con atención los efectos secundarios de las mercancías políticas aquí analizadas. En ningún caso se devolverá ningún producto adquirido a conciencia o compulsivamente.

Consejo gratuito: no compre por encima de sus posibilidades ni por debajo de su razón crítica.

Los «acuerdos» de Minks

«Necesitan verificar los datos de los medios sobre la presencia en la zona de seguridad del tristemente conocido batallón (ucraniano) Aidar y la concentración de armamento pesado y artillería de militares ucranianos cerca de Donetsk», dijo en una reunión del Consejo Permanente de la OSCE.

Lukashévich recalcó la importancia de respetar los plazos de los puntos sobre la retirada de tanques, artillería y morteros, previstos por los acuerdos de Minsk, al señalar que de momento no se han registrado violaciones graves.

En abril de 2014, Kiev lanzó una operación militar en las provincias de Donetsk y Lugansk para ahogar los focos de indignación por el cambio de poder violento en el país en febrero de ese mismo año.

Según datos de la ONU, el conflicto en el este de Ucrania ha causado más de 8.000 víctimas, cientos de miles han perdido sus viviendas y han tenido que abandonar sus hogares.
Desde el 1 de septiembre en el este de Ucrania reina una calma relativa, tras más de siete meses de violaciones del armisticio pactado el 12 de febrero en Minsk.

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