Tour de Francia: el negocio que no se quiere ver

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El ciclismo profesional mueve pasiones. Sobre todo el Tour de Francia y, en menor medida, el Giro de Italia y la Vuelta a España. Ahora bien, sin las retransmisiones televisivas al detalle ninguna casa comercial dedicaría ni un euro a este sufrido deporte que concentra su calendario entre mayo y septiembre, medio año donde los patrocinadores deben rentabilizar al máximo sus inversiones publicitarias.

Pese a la épica cantada por cientos de comentaristas, detrás del ciclismo de alta competición hay, antes que nada, negocio, pura mercadotecnia que solo busca que los equipos copen minutos en las pantallas de televisión y en los principales medios de comunicación a través de las gestas heroicas de sus corredores.

Y el ciclismo es por antonomasia el deporte con mayor incidencia de sospechas y casos de fraude por uso de sustancias dopantes prohibidas reglamentariamente. A los ciclistas punteros se les exige rendir, muchas veces, por encima de sus posibilidades orgánicas. Es la ley capitalista del beneficio a ultranza: las casas comerciales no dan sus dineros de forma altruista. Y los corredores, trabajadores sujetos a un contrato y a unas expectativas y resultados concretos, han de conseguir sus objetivos sea como fuere.

Seguramente, la mayoría de las más señeras estrellas del ciclismo no suelen ser responsables directos de ingerir con pleno conocimiento de causa medicamentos o complejos biológicos o químicos no permitidos que mejoren su rendimiento en la carretera. Sin embargo, su entorno técnico y los propios profesionales de la bicicleta viven sometidos a una presión ambiental que puede incidir en su voluntad, quizá de modo subliminal o de manera subconsciente. La renovación de sus contratos depende de los resultados que obtengan en la competición deportiva.

Los múltiples casos de dopaje descubiertos a escala internacional, que tal vez sean solo la punta del iceberg ilegal, apuntan a la tesis que aquí se defiende: el ciclismo profesional es un negocio y una inversión en publicidad de las casas comerciales. Manda la rentabilidad. El deporte como tal les importa un carajo, siendo una simple excusa o plataforma para llevar a cabo sus estrategias de marketing.

El ciclismo, además, ofrece una imagen de autenticidad y esfuerzo individual encomiable mediante la epopeya de cada ciclista luchando contra el tiempo, la montaña y las inclemencias meteorológicas, un formato o relato idealizado por la literatura que ensalza como héroes de limpieza e ingenuidad total a todos los miembros del pelotón profesional. Esa leyenda forjada históricamente por exegetas del deporte puro hace que bastantes marcas se fijen en el ciclismo como un soporte de ventas muy apropiado para penetrar simultáneamente con éxito en los mercados generales de varios países, gracias a las conexiones de televisión y radio en directo y a los reportajes posteriores en diversos mass media.

Una larga escapada, la victoria en una etapa, el liderato durante varias jornadas, el premio a la combatividad, coronar el primero un puerto mítico de montaña y los esprines intermedios en las metas volantes son algunos momentos especiales en el que el nombre de una casa comercial es pronunciado tras el apellido de un ciclista de una manera machacona y repetida, sirviendo de impacto publicitario valorado en millones de euros. Esos inventos de las organizaciones de las carreras ciclistas obedecen a criterios estrictamente comerciales. Los corredores lo saben y son utilizados en las denominadas estrategias deportivas como instrumentos o lanzaderas publicitarias para dar a conocer y rentabilizar el gasto realizado por la marca que les abona sus salarios.

El anverso positivo del ciclismo nos muestra el rostro exhausto del héroe de turno pugnando contra sus propios límites físicos, mientras que el reverso que no se atisba a simple vista esconde los intereses capitalistas de empresa punteras o de entidad no tan grande que mueven los hilos del ciclismo profesional a su antojo. Incluso los trazados previos de las más famosas rondas ciclistas (Tour, Giro y Vuelta) tienen su razón de ser en igualar o primar, según indiquen o sugieran subrepticiamente los patrocinadores más fuertes, a los ciclistas de mayor relieve que vayan a disputar las competiciones citadas. No se trata de dar mejor espectáculo sino de ofrecer al negocio entre bambalinas un soporte adecuado a sus expectativas e intereses empresariales.

Los ciclistas son meros asalariados. También las figuras más rutilantes. Muchos de ellos se convierten en mitos que se pueden venir debajo de la noche a la mañana por una sustancia prohibida hallada en su sangre. Tal circunstancia no importa demasiado a las marcas patrocinadores. Lo que queda destrozado es el historial del héroe caído en desgracia, pero antes sus gestas deportivas han permitido un impacto publicitario de primera magnitud. Por tanto, ya se ha exprimido a tope su resonancia pública. Y siempre se pueden crear nuevos héroes de postín para el negocio ciclista. Talentos y jóvenes promesas nunca faltan.

Lo importante es que la estructura competitiva salga indemne y que los intereses ocultos de los patrocinadores no se conozcan en su plena dimensión capitalista. Sucede de forma muy parecida en otros sectores laborales. Sin un avión cae en picado, la culpa suele ser del piloto. Si un tren descarrila, el maquinista será el culpable. Si un edificio se viene abajo se busca al albañil que puso el ladrillo causante de la catástrofe. El eslabón del simple trabajador siempre es el más débil de la cadena estructura, salvando así las deficiencias del armazón del sistema capitalista.

Por supuesto que la mayoría de los deportes de masa cuentan con suciedades estructurales de enorme calado que jamás se investigan o que salen con cuentagotas en los medios de comunicación. El fútbol se lleva la palma, con casos de corrupción y compra de partidos en Italia y España principalmente. Además, siempre ganan los mismos: Real Madrid, Barcelona, Bayern Múnich, Manchester United, Chelsea, Milan, Juventus y pocos equipos más. Los grandes clubes son poderosas multinacionales que copan el mercado futbolístico y se llevan los contratos televisivos más astronómicos, dejando las migajas a los comparsas secundarios.

Casi todo está trucado en el deporte de elite. El dinero mueve montañas. Y mete goles desde los despachos sin alma de los directivos profesionales que representan los intereses y las metas particulares de marcas y multinacionales con mucho poder financiero. La gesta deportiva no es más que un señuelo o subproducto para enardecer a las masas mientras se cuelan los mensajes ideológicos y comerciales de las empresas patrocinadoras con la mayor sutileza y el menor riesgo posible.

Además de la vertiente comercial, los deportes de masas juegan un papel esencial de control político. Ver una emocionante etapa de montaña o una eliminatoria de la Champions League consume demasiadas energías mentales para pensar en exceso en cuestiones sociales y políticas candentes. No existe el deporte puro ni inocente. En la sociedad actual del espectáculo, menos aún.

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