En la reducida estancia había un hombre y una mujer colgados por las piernas, sin ropa, bañados en sangre, mientras un tipo gordo les golpeaba con una vara de acebuche, la mujer ya no gritaba, tenía los ojos abiertos, parecía mirar a un punto indeterminado, el hombre gemía de dolor, los dos fascistas comenzaron a darles puñetazos como si fueran sacos de boxeo, el cuerpo inerte de Felisa Mayor rebotaba contra la pared.
–Está muerta esta hija de puta, -dijo Barber, mientras apuraba la botella de ron-
Tadeo no se podía aguantar, sus carcajadas traspasaban los muros, llegaban a la calle por donde pasaban varios niños con sus madres, venían de misa, las dos mujeres apuraron el paso, no contestaron a las preguntas de los menores, aquellos inocentes que no entendían aquella mezcla de alaridos de dolor y risas desaforadas.
Entraron cuatro uniformados con una carrucha, desataron a la joven republicana y la cubrieron con unos sacos de guano, sacándola para arrojarla sobre el resto de cadáveres que estaban en la habitación contigua. El lugar desde donde los sacarían esa noche en alguna camioneta para desaparecer sus cuerpos. Estaba todo premeditado, organizado hasta el último detalle desde meses antes del golpe de estado de julio del 36.
Pedro Manuel Quesada estaba a punto de morir, ya no resistía los golpes, la vara de aquella madera dura y noble se le incrustaba en la carne, casi no quedaba lugar donde azotar. El jornalero y sindicalista de La Isleta notaba como la nuca se le estremecía, percibía una sensación de paz entre tanto sufrimiento, el paso previo al nuevo viaje, los ojos se le cerraban y solo escuchaba las voces borrachas de los dos fascistas, una especie de charla incoherente, basada en insultos y humillaciones mientras acababan con su joven vida.
Cuando llegó el capitán madrileño de artillería, Oscar Samper, los dos jefes falangistas estaban dormidos en el suelo abrazados al cadáver de Pedro, olía fuertemente a vísceras, las tripas del muchacho enredadas en el cuello y los correajes de Tadeo. El oficial se tapó la boca con un pañuelo para evitar vomitar, les dio varias patadas a los falanges que se levantaron tambaleándose.
–¿Este es el ejemplo que dais panda de cabrones? Podéis matarlos pero al menos no os emborrachéis hijos de perra, ni os revolquéis en la sangre-
Al momento como reclamo a los gritos del militar aparecieron varios requetés que fueron recogiendo todos los cuerpos, metiéndolos en un vehículo uno por uno, como treinta hombres y dos mujeres, gente joven en su mayoría, solo una persona mayor, Esteban Sosa, maestro de escuela anarquista del barrio de San José.
Prestos arrancaron, mientras Tadeo y Barber vomitaban la borrachera, avanzaron por la calle del dolor hacia el sur de la isla, dejando un reguero de sangre, una marca roja, una especie de rastro indefinible hacia un lugar remoto, allá donde reside la dignidad jamás vencida.
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