La fuerza de «los de abajo»

Los movimientos sociales ofrecieron una respuesta a los males que durante mucho tiempo habían sufrido los pueblos de América Latina. Foto: Prensa Latina

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Era el tiempo de la democracia de baja intensidad, como la designó el intelectual argentino Guillermo O’Donnell: las formas electorales se imponían al contenido político emancipador, en una región que se perfilaba ya como la más desigual del planeta

Andrés Mora Ramírez*
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El ciclo posneoliberal latinoamericano, que inauguró nuestro siglo XXI con sus particulares expresiones nacional-populares y progresistas, no podría explicarse sin la presencia activa de un amplio y vigoroso arco de movimientos sociales, que supieron resistir, primero, a las dictaduras militares de la década de 1980, y después a la tecnocracia neoliberal de los años 1990 -devota de la globalización hegemónica- que vino a ocupar el lugar dejado por los mandos castrenses, sólo para alcanzar idénticos objetivos por otros medios.

Era el tiempo de la democracia de baja intensidad, como la designó el intelectual argentino Guillermo O’Donnell: las formas electorales se imponían al contenido político emancipador, en una región que se perfilaba ya como la más desigual del planeta.

Con aguda ironía, el mexicano Carlos Monsiváis observaba que el neoliberalismo finisecular hacía del libre mercado «el tótem que preside la eternidad del capitalismo, en la inevitable versión salvaje’, y agregaba: ‘el mercado libre aspira al rango de culto de índole religiosa, en el lugar exacto donde estuvo la revolución. Y los convertidos al credo financiero ejercen el odio a la discrepancia antes asociado con el estalinismo. De los vencedores es la ira que a sí misma se sacraliza».

Los vencedores, en efecto, desataron una ofensiva política, económica y cultural que inoculó la desesperanza en amplios sectores de las sociedades latinoamericanas, proclamó la derrota de la revolución, proscribió las alternativas y ofreció un eterno presente de consumo y cultura de masas como consuelo para las utopías rotas. Fue una guerra de tierra arrasada en el campo de la ideología y la batalla de ideas.

En esas condiciones, ¿qué futuro les esperaba a nuestros pueblos? Los movimientos sociales ofrecieron una respuesta: era preciso reconstruir los tejidos desgarrados a fuerza de bayonetas y desapariciones, y optar por la auténtica intensidad democrática desde la acción colectiva. Frente al dictum del fin de la historia, con el que Fukuyama saludó el triunfo del capitalismo y la imposición de la democracia de mercado como modelo único, en América Latina se empezó a escribir una contrahistoria.

Desde finales de los años 1980, y hasta mediados de la primera década del siglo xxi, las sublevaciones populares e indígenas se sucedieron en Venezuela, Ecuador, Bolivia, Argentina y Brasil, y crearon las condiciones que permitieron el ascenso al poder de liderazgos políticos que fracturaron la hegemonía neoliberal, en una región que, hasta entonces, parecía irremediablemente condenada a permanecer bajo la égida del imperialismo estadounidense y del capitalismo salvaje.

Hoy, en una coyuntura en la que las derrotas electorales de algunos de esos gobiernos plantean incertidumbres sobre el futuro del ciclo nacional-popular y progresista, las manifestaciones masivas que por estos días sacuden a Argentina y Brasil, en rechazo de las políticas de ajuste de los presidentes Mauricio Macri y Michel Temer, envían un mensaje esperanzador.

Una vez más, como en tantas otras ocasiones en nuestra historia, son las organizaciones políticas y sociales, los trabajadores y estudiantes, los ciudadanos indignados, los luchadores y luchadoras de nuestra América los que, con la energía soterrada de los de abajo, nos muestran que sí es posible confrontar la restauración neoliberal porque todavía existe la fuerza social suficiente para rebelarse y disputar el campo político a unas derechas que no tienen más proyecto que la destrucción de las conquistas y avances de estos años. (PL)

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