Juan Manuel Olarieta

En un Estado fascista lo más típico es que los derechos se reconviertan en delitos. Por eso España nunca ha reconocido la existencia de presos políticos, ni detenidos políticos, ni juicios políticos. El franquismo tampoco lo reconoció. En esto el régimen del 78 es igual al régimen del 39.

Vivimos en un país tradicionalmente lleno de delincuentes comunes, de huelguistas, de terroristas, de manifestantes, de raperos, de soberanistas, de humoristas…

La reconversión de los derechos en delitos requiere de una auténtica ingeniería jurídica que, aquí y ahora, es doble y concierne a todos los tribunales de este país, marcados por el mismo sesgo político, o sea, el fascista (no me cansaré de remarcarlo).

Primero, los jueces nunca condenan el terrorismo, ni la violencia, ni la violencia política así, en general, sino sólo la que se dirige contra el Estado. Segundo, ni siquiera condenan por el ejercicio de la violencia ya que cualquier clase de protesta se considera como violencia, sobre todo cuando quiere ser pacífica expresamente.

Los ejemplos abundan y algunos se han convertido en verdaderos tópicos, como el de “todo es ETA”, pero también hay que poner encima de la mesa otro tipo de represión política, como la criminalización de los escraches o los piquetes de huelga.

Hace un par de meses se celebró en Santander un juicio contra siete acusados de un escrache ejercido en febrero de 2014 contra el entonces presidente de Cantabria y dirigente del PP, Ignacio Diego, durante un paripé en la Universidad titulado “Tengo una pregunta para usted”.

Los estudiantes portaban una pancarta en defensa de la educación pública y esperaron pacíficamente la llegada del coche oficial. Al verle salir por la puerta comenzaron a corear consignas a favor de una universidad pública y de calidad, pero ocurrió lo de siempre: los escoltas se abalanzaron sobre ellos y les golpearon.

Luego los policías, fiscales y jueces fabrican un artificio, que siempre es el mismo. Le dan una vuelta de 180 grados a la realidad, es decir, la falsifican para que los manifestantes que ejercen sus derechos aparezcan como los violentos, mientras los políticos y sus escoltas son sus víctimas.

Los que se sientan en el banquilllo no son los políticos ni los escoltas sino los manifestantes por un “horroroso crimen” que sólo existe en los países fascistas: manifestarse y protestar, exactamentente igual que los raperos se sientan en el banquillo por cantar y los humoristas por contar chistes.

Cuando la realidad se falsifica, cualquier cosa es posible porque la represión fascista no se confirma con eso, con un único delito. Al llevar a la policía a los lugares donde se ejercen los derechos, se provoca una catarata en la que aparecen más delitos, como los desórdenes, la desobediencia, la resistencia a la autoridad, las injurias, los daños… El Código Penal al completo.

Todo en un tribunal fascista es ingeniería, artificio y reconversión de la realidad en su contrario. La intervención de la policía en el ejercicio de cualquier derecho fundamental, como una concentración, convierte a la protesta más pacífica imaginable, simbólica, en terrorismo callejero.

Ya lo dijo el Tribunal Supremo en una sentencia de los tiempos franquistas: no existen protestas pacíficas; todo es “terrorismo menor”.

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