Marx exponiendo la ideología pequeño burguesa de Proudhon en 1846

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«Querido señor Annenkov:

Hace ya mucho que hubiera recibido usted la respuesta a la suya del 1 de noviembre si mi librero me hubiese mandado antes de la semana pasada la obra del señor Proudhon «La Filosofía de la Miseria». La he leído por encima, en dos días, a fin de comunicarle a usted, sin pérdida de tiempo, mi opinión. Por haberla leído sin gran detenimiento, no puedo entrar en detalles, y me limito a hablarle de la impresión general que me ha producido. Si usted lo desea, podré extenderme al particular en otra carta.

Le confieso francamente que el libro me ha parecido, en general, malo, muy malo. Usted mismo ironiza en su carta refiriéndose al «jirón de la filosofía alemana» de que alardea el señor Proudhon en esta obra informe y presuntuosa, pero usted supone que el veneno de la filosofía no ha afectado a sus investigaciones económicas. Yo también estoy muy lejos de imputar a la filosofía del señor Proudhon los errores de sus investigaciones económicas. El señor Proudhon no nos ofrece una crítica falsa de la Economía Política porque sea la suya una filosofía ridícula; nos ofrece una filosofía ridícula porque no ha comprendido la situación social de nuestros días en su engranaje [engrènement], si usamos esta palabra, que, como otras muchas cosas, el señor Proudhon ha tomado de Fourier.

¿Por qué el señor Proudhon habla de Dios, de la razón universal, de la razón impersonal de la humanidad, razón que nunca se equivoca, que siempre es igual a sí misma y de la que basta tener una idea acertada para ser dueño de la verdad? ¿Por qué el senor Proudhon recurre a un hegelianismo superficial para fingirse un pensador profundo?

El mismo señor Proudhon nos da la clave del enigma. Para el señor Proudhon la historia es una determinada serie de desarrollos sociales. El ve en la historia la realización del progreso. El estima, finalmente, que los hombres, tomados como individuos, no sabían lo que hacían, que se imaginaban de modo erróneo su propio movimiento, es decir, que su desarrollo social parece, a primera vista, una cosa distinta, separada, independiente de su desarrollo individual. El señor Proudhon no puede explicar estos hechos y recurre entonces a su hipótesis –verdadero hallazgo– de la razón universal que se manifiesta. Nada más fácil que inventar causas místicas, es decir, frases cuando se carece de sentido común.


Pero cuando el señor Proudhon reconoce que no comprende en absoluto el desarrollo histórico de la humanidad –como lo hace al recurrir a las palabras altisonantes de razón universal, Dios, etc.– ¿no reconoce también implícitamente que es incapaz de comprender el desarrollo económico?

¿Qué es la sociedad, cualquiera que sea su forma? El producto de la acción recíproca de los hombres. ¿Pueden los hombres elegir libremente esta o aquella forma social? Nada de eso. A un determinado nivel de desarrollo de las facultades productivas de los hombres, corresponde una determinada forma de comercio y de consumo. A determinadas fases de desarrollo de la producción, del comercio, del consumo, corresponden determinadas formas de constitución social, una determinada organización de la familia, de los estamentos o de las clases; en una palabra, una determinada sociedad civil. A una determinada sociedad civil, corresponde un determinado orden político [etat politique], que no es más que la expresión oficial de la sociedad civil. Esto es lo que el señor Proudhon jamás llegará a comprender, pues él cree que ha hecho una gran cosa apelando del Estado a la sociedad civil, es decir, del resumen oficial de la sociedad a la sociedad oficial.

Huelga añadir que los hombres no son libres árbitros de sus fuerzas productivas –base de toda su historia–, pues toda fuerza productiva es una fuerza adquirida, producto de una actividad anterior. Por tanto, las fuerzas productivas son el resultado de la energía práctica de los hombres, pero esta misma energía se halla determinada por las condiciones en que los hombres se encuentran colocados, por las fuerzas productivas ya adquiridas, por la forma social anterior a ellos, que ellos no crean y que es producto de la generación anterior. El simple hecho de que cada generación posterior se encuentre con fuerzas productivas adquiridas por la generación precedente, que le sirven de materia prima para la nueva producción, crea en la historia de los hombres una conexión, crea una historia de la humanidad, que es tanto más la historia de la humanidad por cuanto las fuerzas productivas de los hombres, y, por consiguiente, sus relaciones sociales, han adquirido mayor desarrollo. Consecuencia obligada: la historia social de los hombres no es nunca más que la historia de su desarrollo individual, tengan o no ellos mismos conciencia de esto. Sus relaciones materiales forman la base de todas sus relaciones. Estas relaciones materiales no son más que las formas necesarias bajo las cuales se realiza su actividad material e individual.

El señor Proudhon confunde las ideas y las cosas. Los hombres no renuncian nunca a lo que han conquistado, pero esto no quiere decir que no renuncien nunca a las formas sociales bajo las cuales han adquirido determinadas fuerzas productivas. Todo lo contrario. Para no verse privados del resultado adquirido, para no perder los frutos de la civilización, los hombres se ven constreñidos, desde el momento en que el tipo de su comercio no corresponde ya a las fuerzas de producción adquiridas, a modificar todas sus formas sociales tradicionales. Empleo aquí la palabra «comercio» en su sentido más amplio, para designar lo que en alemán decimos «Verkehr». Por ejemplo: el privilegio, la institución de gremios y corporaciones, el régimen reglamentado de la Edad Media, eran relaciones sociales que sólo se correspondían con las fuerzas productivas adquiridas y con el estado social anterior, del que aquellas instituciones habían brotado. Bajo la tutela del régimen de las corporaciones y las ordenanzas, se acumularon capitales, se desarrolló el comercio marítimo, se fundaron colonias; y los hombres habrían perdido estos frutos de su actividad, si se hubiesen empeñado en conservar las formas a la sombra de las cuales habían madurado aquellos frutos. Por eso estallaron dos truenos: la revolución de 1640 y la de 1688. En Inglaterra fueron destruidas todas las viejas formas económicas, las relaciones sociales con ellas congruentes y el Estado político que era la expresión oficial de la vieja sociedad civil. Por tanto, las formas económicas bajo las que los hombres producen, consumen y cambian, son transitorias e históricas. Al adquirir nuevas fuerzas productivas, los hombres cambian su modo de producción, y con el modo de producción cambian todas las relaciones económicas, que no eran más que las relaciones necesarias de aquel modo concreto de producción.

Esto es lo que el señor Proudhon no ha sabido comprender y, menos aún, demostrar. Incapaz de seguir el movimiento real de la historia, el señor Proudhon nos ofrece una fantasmagoría con pretensiones de dialéctica. No siente la necesidad de hablar de los siglos XVII, XVIII y XIX, porque su historia discurre en los medios nebulosos de la imaginación y se eleva, muy alto, por encima del tiempo y del espacio. En una palabra, eso no es historia, sino viejos trapos hegelianos, no es una historia profana –la historia de los hombres–, sino una historia sagrada, la historia de las ideas. A su modo de ver, el hombre no es más que un instrumento del que se vale la idea o la razón eterna para desarrollarse. Las evoluciones de que habla el señor Proudhon son concebidas como evoluciones que se operan en el seno de la mística idea absoluta. Si arranca uno el velo de este lenguaje místico, verá que el señor Proudhon le ofrece el orden en que las categorías económicas se hallan alineadas en su cabeza. No hará falta que me esfuerce mucho para probarle que éste es el orden de una mente muy desordenada.

El señor Proudhon inicia su libro con una disertación acerca del valor, que es su tema predilecto. En ésta no entraré en el análisis de dicha disertación.

La serie de evoluciones económicas de la razón eterna comienza con la división del trabajo. Para el señor Proudhon la división del trabajo es una cosa bien simple. Pero, ¿no fue el régimen de las castas una determinada división del trabajo? ¿No fue el régimen de las corporaciones otra división del trabajo? Y la división del trabajo del régimen de la manufactura, que comenzó a mediados del siglo XVII y terminó a fines del XVIII en Inglaterra, ¿no fue también totalmente distinta de la división del trabajo de la gran industria, de la industria moderna?

El señor Proudhon se halla tan lejos de la verdad que omite incluso lo que los economistas profanos toman en consideración. Cuando habla de la división del trabajo, no siente la necesidad de hablar del mercado mundial. Pues bien, ¿acaso la división del trabajo en los siglos XIV y XV, cuando no había aún colonias, cuando América no existía aún para Europa y al Asia Oriental sólo se podía llegar a través de Constantinopla, acaso esa división del trabajo no debía distinguirse esencialmente de la división del trabajo en el siglo XVII, cuando las colonias se hallaban ya desarrolladas?

Pero esto no es todo. Toda la organización interior de los pueblos, todas sus relaciones internacionales, ¿son acaso otra cosa que la expresión de cierta división del trabajo?, ¿no deben cambiar con los cambios de la división del trabajo?

El señor Proudhon ha comprendido tan poco en el problema de la división del trabajo, que ni siquiera habla de la separación de la ciudad y del campo, que en Alemania, par ejemplo, se operó del siglo IX al XII. Así, pues, esta separación debe ser ley eterna para el señor Proudhon, ya que no conoce ni su origen ni su desarrollo. En todo su libro habla como si esta creación de un modo de producción determinado debiera existir hasta el fin del mundo. Todo lo que el señor Proudhon dice de la división del trabajo es sólo un resumen, por cierta muy superficial, muy incompleto, de lo dicho antes por Adam Smith y otros mil autores.

La segunda evolución son las máquinas. En el señor Proudhon la conexión entre la división del trabajo y las máquinas es enteramente mística. Cada una de las formas de división del trabajo tiene sus instrumentos de producción específicos. De mediados del siglo XVII a mediados del siglo XVIII, por ejemplo, los hombres no lo hacían todo a mano. Poseían instrumentos, e instrumentos muy complicados, como telares, buques, palancas, etc., etc.

Así, pues, nada más ridículo que derivar las máquinas de la división del trabajo en general.

Señalaré también, de pasada, que si el señor Proudhon no ha alcanzado a comprender el origen histórico de las máquinas, peor aún ha comprendido su desarrollo. Puede decirse que hasta 1825 –período de la primera crisis universal– las necesidades del consumo, en general, crecían más rápidamente que la producción, y el desarrollo de las máquinas fue una consecuencia forzada de las necesidades del mercado. A partir de 1825, la invención y la aplicación de las máquinas no ha sido más que un resultado de la guerra entre patronos y obreros. Pero esto sólo puede decirse de Inglaterra. En cuanto a las naciones europeas, se han visto obligadas a emplear las máquinas por la concurrencia que les hacen los ingleses, tanto en sus propios mercados como en el mercado mundial. Finalmente, en Norteamérica la introducción de la maquinaria se ha debido tanto a la concurrencia con otros pueblos, como a la escasez de mano de obra, es decir, a la desproporción entre la población del país y sus necesidades industriales. Por estos hechos puede usted ver qué sagacidad pone de manifiesto el señor Proudhon cuando conjura el fantasma de la concurrencia como la tercera evolución, ¡como la antítesis de las máquinas!

Finalmente, es en general un verdadero absurdo hacer de las máquinas una categoría económica al lado de la división del trabajo, de la concurrencia, del crédito, etc.

La máquina tiene tanto de categoría económica como el buey que tira del arado. La aplicación actual de las máquinas es una de las relaciones de nuestro régimen económico presente, pero el modo de explotar las máquinas es totalmente distinto de las propias máquinas. La pólvora continúa siendo pólvora, indistintamente de que se la emplee para herir a un hombre o para restañar sus heridas.

El señor Proudhon se supera a sí mismo cuando permite que la concurrencia, el monopolio, los impuestos o la policía, la balanza de comercio, el crédito y la propiedad se desarrollen en el interior de su cabeza precisamente en el orden de mi enumeración. Casi todas las instituciones de crédito se habían desarrollado ya en Inglaterra a comienzos del siglo XVIII, antes de la invención de las máquinas. El crédito público no era más que una nueva manera de elevar los impuestos y de satisfacer las nuevas demandas originadas por la llegada de la burguesía al poder.

Finalmente, la propiedad constituye la última categoría en el sistema del señor Proudhon. En el mundo real, por el contrario, la división del trabajo y todas las demás categorías del señor Proudhon son relaciones sociales, cuyo conjunto forma lo que actualmente se llama propiedad; fuera de esos relaciones, la propiedad burguesa no es sino una ilusión metafísica o jurídica. La propiedad de otra época, la propiedad feudal, se desarrolla en una serie de relaciones sociales completamente distintas. Cuando establece la propiedad como una relación independiente, el señor Proudhon comete algo más que un error de método: prueba claramente que no ha aprehendido el vínculo que liga todas las formas de la producción burguesa, que no ha comprendido el carácter histórico y transitorio de las formas de la producción en una época determinada. El señor Proudhon sólo puede hacer una crítica dogmática, pues no estima nuestras instituciones sociales como productos históricos y no comprende ni su origen ni su desarrollo.

Así, el señor Proudhon se ve también constreñido a recurrir a una ficción para explicar el desarrollo. Se imagina que la división del trabajo, el crédito, las máquinas, etc. han sido inventados para servir a su idea fija, a la idea de la igualdad. Su explicación es de una ingenuidad sublime. Esas cosas han sido inventadas para la igualdad, pero desgraciadamente, se han vuelto contra ella. Este es todo su argumento. Con otras palabras: hace una suposición gratuita, y como el desarrollo real y su ficción se contradicen a cada paso, concluye que hay una contradicción. Oculta que la contradicción únicamente existe entre sus obsesiones y el movimiento real.

Así, pues, el señor Proudhon, debido principalmente a su falta de conocimientos históricos, no ha visto que los hombres, al desarrollar sus facultades productivas, es decir, al vivir, desarrollan ciertas relaciones entre ellos y que el carácter de estas relaciones cambia necesariamente con la modificación y el desarrollo de estas facultades productivas. No ha visto que las categorías económicas no son más que abstracciones de estas relaciones reales y que únicamente son verdades mientras esas relaciones subsisten. Por consiguiente, incurre en el error de los economistas burgueses, que ven en esas categorías económicas leyes eternas y no leyes históricas, que lo son únicamente para cierto desarrollo histórico, para un desarrollo determinado de las fuerzas productivas. Así, pues, en vez de considerar las categorías político-económicas como abstracciones de relaciones sociales reales, transitorias, históricas, el señor Proudhon, debido a una inversión mística, sólo ve en las relaciones reales encarnaciones de esas abstracciones. Esas abstracciones son ellas mismas fórmulas que han estado dormitando en el seno de Dios padre desde el nacimiento del mundo.

Pero aquí nuestro buen señor Proudhon sufre graves convulsiones intelectuales. Si todas esas categorías económicas son emanaciones del corazón de Dios, si son la vida oculta y eterna de los hombres, ¿cómo puede haber ocurrido, primero, que se hayan desarrollado y, segundo, que el señor Proudhon no sea conservador? El señor Proudhon explica estas contradicciones evidentes valiéndose de todo un sistema de antagonismos.

Para esclarecer este sistema de antagonismos, tomemos un ejemplo.

El monopolio es bueno porque es una categoría económica y, por tanto, una emanación de Dios. La concurrencia es buena, porque también es una categoría económica. Pero lo que no es bueno es la realidad del monopolio y la realidad de la concurrencia. Y aún es peor que el monopolio y la concurrencia se devoren mutuamente. ¿Qué se debe hacer? Como estos pensamientos eternos de Dios se contradicen, al señor Proudhon le parece evidente que también en el seno de Dios hay una síntesis de estos dos pensamientos, en la que los males del monopolio se ven equilibrados por la concurrencia y viceversa. Como resultado de la lucha entre las dos ideas, sólo puede exteriorizarse su lado bueno. Hay que arrancar a Dios esta idea secreta, aplicarla seguidamente y todo saldrá a las mil maravillas; hay que revelar la fórmula sintética oculta en la noche de la razón impersonal de la humanidad. El senor Proudhon se ofrece como revelador sin titubeo alguno.

Pero mire usted por un segundo la vida real. En la vida económica de nuestros días no sólo usted verá la concurrencia y el monopolio, sino también su síntesis, que no es una fórmula, sino un movimiento. El monopolio produce la concurrencia y la concurrencia produce el monopolio. Por lo tanto, esta ecuación, lejos de eliminar las dificultades de la situación presente, como se lo imaginan los economistas burgueses, tiene por resultado una situación aún más difícil y más embrollada. Así, al cambiar la base sobre la que descansan las relaciones económicas actuales, al aniquilar el modo actual de producción, se aniquila no sólo la concurrencia, el monopolio y su antagonismo, sino también su unidad, su síntesis, el movimiento, que es el equilibrio real de la concurrencia y del monopolio.

Ahora le daré un ejemplo de la dialéctica del señor Proudhon.

La libertad y la esclavitud forman un antagonismo. No hay necesidad de referirse a los lados buenos y malos de la libertad. En cuanto a la esclavitud, huelga hablar de sus lados malos. Lo único que debe ser explicado es el lado bueno de la esclavitud. No se trata de la esclavitud indirecta, de la esclavitud del proletariado; se trata de la esclavitud directa, de la esclavitud de los negros en Surinam, en el Brasil y en los Estados meridionales de Norteamérica.

La esclavitud directa es un pivote de nuestro industrialismo actual, lo mismo que las máquinas, el crédito, etc. Sin la esclavitud, no habría algodón, y sin algodón, no habría industria moderna. Es la esclavitud lo que ha dado valor a las colonias, son las colonias lo que ha creado el comercio mundial, y el comercio mundial es la condición necesaria de la gran industria mecanizada. Así, antes de la trata de negros, las colonias no daban al mundo viejo más que unos pocos productos y no cambiaron visiblemente la faz de la tierra. La esclavitud, es, por tanto, una categoría económica de la más alta importancia. Sin la esclavitud, Norteamérica, el país más desarrollado, se transformaría en país patriarcal. Si se borra a Norteamérica del mapa del mundo, tendremos la anarquía, la decadencia absoluta del comercio y de la civilización modernas. Pero hacer desaparecer la esclavitud equivaldría a borrar a Norteamérica del mapa del mundo. La esclavitud es una categoría económica y por eso se observa en cada nación desde que el mundo es mundo. Los pueblos modernos sólo han sabido disfrazar la esclavitud en sus propios países e importarla al nuevo mundo. ¿Qué hará nuestro buen señor Proudhon después de estas consideraciones acerca de la esclavitud? Buscará la síntesis de la libertad y de la esclavitud, el verdadero término medio o equilibrio entre la esclavitud y la libertad.

El señor Proudhon ha sabido ver muy bien que los hombres hacen el paño, el lienzo, la seda; y no es un gran mérito, en él, haber sabido ver estas cosas tan sencillas. Lo que el señor Proudhon no ha sabido ver es que los hombres producen también, con arreglo a sus facultades productivas, las relaciones sociales en que producen el paño y el lienzo. Y menos aún ha sabido ver que los hombres que producen las relaciones sociales con arreglo a su productividad material [productivité matérielle], crean también las ideas y las categorías, es decir, las expresiones ideales abstractas de esas mismas relaciones sociales. Por tanto, estas categorías son tan poco eternas como las relaciones a que sirven de expresión. Son productos históricos y transitorios. Para el señor Proudhon las abstracciones, las categorías son, por el contrario, la causa primaria. A su juicio, son ellas y no los hombres quienes hacen la historia. La abstracción, la categoría, considerada como tal, es decir, separada de los hombres y de su acción material, es, naturalmente, inmortal, inalterable, impasible; no es más que una modalidad de la razón pura, lo cual quiere decir, simplemente, que la abstracción, considerada como tal, es abstracta: ¡tautología maravillosa!

Por eso las relaciones económicas, vistas en forma de categorías, son para el señor Proudhon fórmulas eternas, que no conocen principio ni progreso.

En otros términos: el señor Proudhon no afirma directamente que la vida burguesa sea para él una verdad eterna. Lo dice indirectamente, al divinizar las categorías que expresan en forma de ideas las relaciones burguesas. Toma los productos de la sociedad burguesa por seres eternos surgidos espontáneamente, y dotados de vida propia, tan pronto como se los presenta en forma de categorías, en forma de ideas. No ve, por tanto, más allá del horizonte borgués. Como opera con ideas burguesas, suponiéndolas eternamente verdaderas, pugna por encontrar la síntesis de estas ideas, su equilibrio, y no ve que su modo actual de equilibrarse es el único posible.

En realidad, hace lo que hacen todos los buenos burgueses. Todos ellos nos dicen que la libre concurrencia, el monopolio, etc., en principio, es decir, considerados como ideas abstractas, son los únicos fundamentos de la vida, aunque en la práctica dejen mucho que desear. Todos ellos quieren la concurrencia, sin las funestas consecuencias de la concurrencia. Todos ellos quieren lo imposible, a saber: las condiciones burguesas de vida, sin las consecuencias necesarios de estas condicionas. Ninguno de ellos comprende que la forma burguesa de producción es una forma histórica y transitoria, como lo era la forma feudal. Este error proviene de que, para ellos, el hombre burgués es la única base posible de toda sociedad, proviene de que no pueden representarse ningún estado social en que el hombre hubiese dejado de ser burgués.

El señor Proudhon es, pues, necesariamente, un doctrinario. El movimiento histórico que está revolucionando el mundo actual, se reduce, para él, al problema de encontrar el verdadero equilibrio, la síntesis de dos ideas burguesas. Así, el hábil mozo descubre, a fuerza de sutileza, la idea oculta de Dios, la unidad de las dos ideas aisladas, que sólo lo están porque el señor Proudhon las ha aislado de la vida práctica, de la producción actual, que es la combinación de las realidades que ellas expresan. En vez del gran movimiento histórico que brota del conflicto entre las fuerzas productivas ya alcanzadas por los hombres y sus relaciones sociales, que ya no corresponden a estas fuerzas productivas; en vez de las guerras espantosas que se preparan entre las distintas clases de una nación y entre las diferentes naciones; en vez de la acción práctica y violenta de las masas, la única que puede resolver estos conflictos; en vez de este movimiento vasto, duradero y complicado, el señor Proudhon, pone el detestable movimiento de su cabeza [la mouvement cacadouphin]. Así, son los sabios, los hombres capaces de sorprender los pensamientos recónditos de Dios, los que hacen la historia. A la gente menuda sólo le toca poner en práctica sus revelaciones.

Ahora comprenderá usted por qué el señor Proudhon es enemigo declarado de todo movimiento político. Para él, la solución de los problemas actuales no consiste en la acción pública, sino en las rotaciones dialécticas dentro de su cabeza. Como las categorías son, para él, las fuerzas motrices, para cambiar las categorías no hace falta cambiar la vida práctica. Muy por el contrario: hay que cambiar las categorías, y en consecuencia cambiará la sociedad real.

En su deseo de conciliar las contradicciones, lo único que no se le ocurre al señor Proudhon es preguntar si no deberá ser derrocada la base misma de estas contradicciones. Se parece en todo al político doctrinario, para quien el rey, la Cámara de los diputados y el Senado son, como partes integrantes de la vida social, categorías eternas. Sólo que él busca una nueva fórmula para equilibrar estas potencias, cuyo equilibrio está precisamente en el movimiento actual, en que una de estas potencias tan pronto es vencedora como esclava de la otra. Así, en e] siglo XVIII una multitud de cabezas mediocres se dedicaban a buscar la verdadera fórmula para equilibrar los estamentos sociales, la nobleza, el rey, el parlamento, etc., y al día siguiente ya no había ni rey, ni parlamento, ni nobleza. El verdadero equilibrio en este antagonismo era el derrocamiento de todas las relaciones sociales que servían de base a estas instituciones feudales y al antagonismo entre ellas.

Como el señor Proudhon pone de un lado las ideas eternas, las categorías de la razón pura, y del otro lado a los hombres y su vida práctica, que es, según él, la aplicación de estas categorías, encuentra usted en él desde el primer momento un dualismo entre la vida y las ideas, entre el alma y el cuerpo; dualismo que se repite bajo muchas formas. Ahora se dará usted cuenta de que este antagonismo no es más que la incapacidad del señor Proudhon para comprender el origen terrenal y la historia profana de las categorías que él diviniza.

Me he extendido ya demasiado y no puedo detenerme en las absurdas acusaciones que el señor Proudhon lanza contra el comunismo. Por el momento, convendrá usted conmigo en que un hombre que no ha comprendido el actual estado de la sociedad menos aún comprenderá el movimiento que tiende a derrocarla y las expresiones literarias de ese movimiento revolucionario.

El único punto en que estoy completamente de acuerdo con el señor Proudhon es en su repulsión hacia la sensiblería socialista. Antes que él me he ganado ya muchos enemigos por mis ataques contra el socialismo borreguil, sentimental, utopista. ¿Pero no se hace el señor Proudhon ilusiones extrañas cuando opone su sentimentalismo de pequeño burgués –me refiero a sus declamaciones acerca del hogar, el amor conyugal y todas esas banalidades– al sentimentalismo socialista, que en Fourier, por ejemplo, es mucho más profundo que las presuntuosas banalidades de nuestro buen Proudhon? El mismo comprende tan bien la vaciedad de sus argumentos, su completa incapacidad para hablar de estas cosas, que se lía de pronto la manta a la cabeza y pronuncia furiosas tiradas y exclamaciones –irae hominis probi–, vocifera, despidiendo espumarajos por la boca, jura, denuncia, maldice, se da golpes de pecho y se jacta ante Dios y ante los hombres de hallarse puro de infamias socialistas. Se desvela por criticar el sentimentalismo socialista o lo que él toma por sentimentaIismo. Como un santo, como el Papa, excomulga a los pobres pecadores y canta las glorias de la pequeña burguesía y las miserables, amorosas y patriarcales ilusiones del hogar. Esto no es casual. El señor Proudhon es de pies a cabeza un filósofo y un economista de la pequeña burguesía. En una sociedad avanzada el pequeño burgués se hace necesariamente, en virtud de su posición, socialista de una parte y economista de la otra, es decir, se siente deslumbrado por la magnificencia de la gran burguesía y siente compasión por los dolores del pueblo. Es al mismo tiempo burgués y pueblo. En su fuero interno se jacta de ser imparcial, de haber encontrado el justo equilibrio, que proclama diferente del término medio. Ese pequeño burgués diviniza la contradicción, porque la contradicción es el fondo de su ser. No es más que la contradicción social en acción. Debe justificar teóricamente lo que él mismo es en la práctica, y al señor Proudhon corresponde el mérito de ser el intérprete científico de la pequeña burguesía francesa, lo que constituye un verdadero mérito, pues la pequeña burguesía será parte integrante de todas las revoluciones sociales que han de suceder.

Hubiera querido enviarle con esta carta mi libro de Economía política [1], pero hasta ahora no he conseguido imprimir esta obra ni mi crítica de los filósofos y socialistas alemanes [2], de la que le hablé en Bruselas. Le parecerán a usted inverosímiles las dificultades que una publicación de este tipo encuentra en Alemania, tanto por parte de la policía como por parte de los libreros, que son representantes interesados de todas las tendencias que yo ataco. En cuanto a nuestro propio partido, además de ser pobre, una gran parte del Partido Comunista Alemán está enfadada conmigo porque me opongo a sus utopías y a sus declamaciones». (Karl Marx; Carta a P. V. Annenkov, 28 de diciembre de 1846)

Anotaciones de la edición:

[1] Se trata de la obra concebida por Marx «Crítica de la política y de la Economía política».

[2] Karl Marx y Fiedrich Engels; La Ideología Alemana, 1846.

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