Luis Jairo Ramírez.— Se ha dicho que el esclarecimiento de los patrones y causas explicativas de la violencia debe satisfacer el derecho de las víctimas y de la sociedad a la verdad, identificar a los promotores y beneficiarios de la violencia; también se reconoce que “la verdad favorece la convivencia en los territorios y contribuye a sentar las bases para la no repetición, mediante un proceso de participación amplio y plural para la construcción de una paz estable y duradera”.
En estos días algunos medios de prensa han filtrado elementos del informe reservado enviado por la FIscalía a la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP) sobre “Victimización a líderes sociales y defensores de derechos humanos por parte de agentes del Estado”. A pesar que en el documento, el organismo resalta la violencia contra defensores y líderes en Medellín en los años 80 y 90, se deja entrever la responsabilidad directa del Estado en el régimen de terror y la violencia generalizada en el país.
La violencia ejercida por el poder desde hace más de medio siglo, tendiente a acallar cualquier signo de oposición al sistema o siquiera de inconformidad popular, ha dejado miles de víctimas de crímenes de Estado. El régimen político en Colombia ha sido esencialmente antidemocrático, de composición elitista y excluyente, basado en el más atroz autoritarismo, donde la figura del presidente concentra los espacios fundamentales de las decisiones y pisotea continuamente el Estado de derecho.
Desde principios de los 80, comenzó un nuevo ciclo de violencia en el Magdalena Medio; es conocido que el general Faruk Yanine Díaz, entonces comandante de la Segunda División del Ejército, construyó la diabólica alianza con los grupos paramilitares y el narcotráfico; trajeron al mercenario israelí, Yair Klein para entrenar militar y tácticamente a los paramilitares, en lo cual contribuyeron también políticos, ganaderos y hacendados. Fue tan eficiente el entrenamiento de Klein, que alias “negro Vladimir”, terminó dando cursos de instrucción militar a oficiales y suboficiales del Ejército en la base militar de Tolemaida. Este fue el preámbulo que disparó el exterminio contra los comunistas, la Unión Patriótica, el movimiento sindical y la organización campesina.
Develar el hilo conductor entre la violencia liberal-conservadora de los años 40-50, la agresión militar a las zonas de colonización campesina a comienzos de los 60, el régimen de las torturas y la desaparición forzada en el gobierno de Turbay Ayala; el vínculo bipartidista en los 80 con el narcotráfico y el horror de la llamada “seguridad democrática” de Uribe Vélez, nos llevará a encontrar que en todo este periodo los protagonistas y usufructuarios de la violencia son los mismos partidos y el mismo grupo de familias adineradas que ahora se niegan a dejar la guerra y desatan la más feroz ofensiva contra los acuerdos de paz y la JEP.
La alianza del Establecimiento con el narcotráfico que llevó a Pablo Escobar al Congreso, terminó mal. El país fue sometido a una oleada de atentados; los asesinatos de Lara Bonilla, Luis Carlos Galán, Bernardo Jaramillo y del director del diario El Espectador, Guillermo Cano Isaza, conmovieron el país; entonces en inicios de los años 90, el Presidente César Gaviria creó el Bloque de Búsqueda para la captura de Pablo Escobar y para ello avaló la tenebrosa alianza con narcotraficantes del cartel de Cali, la DEA, la Agencia Central de Inteligencia (CIA) y con paramilitares como los hermanos Castaño y Diego Murillo, alias “Don Berna”, alianza que se conoció como los “pepes”. Una vez cayó Escobar “Los Pepes” derivarían luego en las AUC, que sembraron de asesinatos y masacres en todo el territorio nacional.
Es claro que el paramilitarismo en Colombia, lejos de ser una espontánea reacción de las élites nacionales contra la insurgencia armada, como se afirmó en su momento, fue en realidad y sigue siendo una estrategia implementada por el Estado para mantener el sistema semi-feudal de acumulación de tierras y la defensa de sus intereses.
A mediados de julio de 1997 unos noventa paramilitares, uniformados y armados por el general Rito Alejo del Río en la Brigada XVII, atravesaron sin obstáculo medio país en dos aviones militares, entre Urabá y San José del Guaviare, irrumpieron en coordinación con miembros del Ejército en la población de Mapiripán, torturaron, asesinaron y desaparecieron a decenas de campesinos. Luego bajo el auspicio del gobierno Pastrana este grupo paramilitar de los hermanos Castaño extiende su accionar por el resto del Meta, Casanare, Guaviare y Caquetá y es responsable de miles de crímenes.
Los crímenes de Estado se convirtieron en pan de cada día. En marzo de 2003, Edualdo Díaz, alcalde del municipio de El Roble por el Polo Democrático, le advirtió públicamente en un consejo comunitario al entonces presidente Uribe del riesgo que corría de ser asesinado y responsabilizó al exgobernador de Sucre Salvador Arana; en menos de un mes, el cuerpo del alcalde apareció sin vida a tres kilómetros de Sincelejo. Pese al asesinato del alcalde de El Roble, Uribe Vélez nombró a Salvador Arana embajador de Colombia en Chile.
La Fiscalía comprobó que Jorge Noguera, director del DAS, hombre de confianza del presidente Uribe, le suministraba a los paramilitares planillas con nombres de defensores de derechos humanos, académicos, activistas sociales y sindicales, periodistas y líderes de la oposición de la Costa Atlántica y lo condenó como coautor del homicidio del sociólogo Alfredo Correa de Andreis.
Igualmente el Presidente Uribe había designado como subdirector del DAS a José Miguel Narváez, experto en inteligencia y profesor de la Escuela Superior de Guerra; Mancuso confesó tiempo después, que entre 1998 y 2002 Narváez dictó una cátedra llamada “¿Por qué es lícito matar comunistas en Colombia?” a grupos de paramilitares entre los que se encontraban él y Carlos Castaño. En agosto de 2018 Miguel Narváez fue condenado a 30 años por el homicidio de Jaime Garzón.
Se intentó descargar sobre la insurgencia el peso de la crisis humanitaria y exculpar la enorme criminalidad del Estado, que no ha tenido límites: el despojo de tierras para su proyecto extractivista que dejó seis millones de desplazados, las desapariciones forzadas que duplican las que hubo durante las dictaduras de Chile y Argentina sumadas, las sistemáticas ejecuciones extrajudiciales realizadas por brigadas militares y el masivo exilio de perseguidos políticos del que nadie habla.
Durante este gigantesco drama humano hubo una impresionante inacción judicial, reinó la impunidad, la indiferencia del parlamento y la complicidad de los principales medios de comunicación que no solo silenciaron esta terrible matanza de colombianos, sino que en muchos casos justificaron los crímenes de la alianza militar-paramilitar.
La criminalidad Estatal y empresarial tiene nombres y apellidos y deben salir a la superficie.
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