Tradicionalmente, se presenta a la Universidad como un recinto donde la cultura y el saber se dan la mano, donde la ciencia prima sobre las supersticiones religiosas, el lugar del cual brotarán soluciones y alternativas a los grandes problemas actuales. Nada más lejano de la realidad: cuando los imperativos de rentabilidad económica no han decrecido, sino que se han acentuado, los grandes intereses económicos dictan la política y el curso de las investigaciones.
Las Universidades tienen importantes intereses monetarios, claros objetivos de sumisión social y actúan según las exigencias dictadas por el mundo laboral creado por el capitalismo. Fomentan la formulación de la ideología dominante burguesa de que es más importante conseguir un título que desarrollarse a nivel personal, estudiar para convertirse en un trabajador-máquina, sin cerebro, no estudiar para formarse como ser humano.
La obsesión por ser profesional pervierte la naturaleza originaria de la universidad, el profesional está programado para funcionar en el mundo laboral, pero siendo incapaz de desarrollar una crítica constructiva sobre su profesión, en tanto que la especialización le convierte en un mero técnico sin imaginación para poder realizar comparaciones o analogías fuera del campo en el que esté especializado.
Pero la obsesión por la titulitis es quizás lo más negativo, y la relación inversamente proporcional entre la cantidad de personas que quieren ser profesionales y la calidad de sus estudios lo demuestra: quienes desean tener estudios superiores poco tiene que ver con un interés intelectual, sino más bien con un desagradable afán de protagonismo y una vanidad insaciable, siendo la categoría profesional un signo de alto status social, y un inacabable afán de lucro, viendo la categoría profesional como un medio para trepar en la pirámide social. Esta obsesión no surge espontáneamente, sino que es creada y alimentada por el sistema capitalista, convirtiéndose en un dogma para la clase obrera, alimentando el mito de ser profesional y endeudándose y esforzándose más para lograrlo o para que lo logren sus hijxs, para que sean «mejores»; que sus padres proletarios, aunque en realidad sea un terreno prácticamente vetado a quien no pertenezca a la oligarquía burguesa. Esto se traduce en que miles de arquitectxs, abogadxs, ingenierxs, médicxs y demás profesionales cualificadxs acaben colgando sus títulos en el salón de sus casas y buscando un empleo precario y mal pagado para sobrevivir, o emigren a países europeos buscando una salida laboral más digna, acabando con los mismos subempleos o peores que en su país de origen.
Para acabar con este círculo vicioso, debemos superar estos mitos de profesionalidad y especialización que lleva a miles de universitarixs a la frustración y al fracaso académico y laboral. Y esto sólo se puede hacer desde el pensamiento crítico y la autoorganización estudiantil.
En las universidades actuales no hay nada más temido que unxs estudiantes pensadorxs, porque el hecho de pensar implica una conciencia formada y crítica, y ya sabemos en qué deriva eso: en el pensamiento político, y el pensamiento político es peligroso para el sistema.
Las Universidades deberían de ser lugares autónomos, donde estudiantes y profesorxs estén interesadxs en superar las rigideces y pobrezas académicas, donde el conocimiento deje de ser impartido para ser descubierto en común, sólo entonces dejarán de ser un engranaje del sistema para convertirse en verdaderos centros de saber.
Es necesario, por tanto, que seamos lxs estudiantes quienes nos rebelemos contra la ideología dominante y empecemos a luchar para construir una Universidad por y para nuestra clase, donde se valore más el saber y el desarrollo personal que los criterios económicos o los prejuicios clasistas.