Álvaro Luque.— La plaga de la heroína en los 80 suena a cinta, a casete. En esa imagen ochentera había hormigón, un banco en el parque, litros, chutar un adidas tango y unas jeringuillas en el suelo. El miedo a casi rozarla con las J’Haiber. La heroína es el pasado, algo que hoy en día es difícil de imaginar en nuestros barrios. Es una droga mal vista, socialmente repudiada y es casi anecdótico ver en la calle a un yonki picarse la vena a plena luz del día. Pero eso en los 80 y 90 era el paisaje urbano, el presente y el futuro. La infancia se recuerda con cariño, pero ésta es una infancia donde nos robaron una generación. Cada pico costaba dinero, familias y jóvenes. Nuestro país se perdía en las esquinas durante varios lustros. El coraje era el de las madres que luchaban contra lo imposible, vencer a las mafias y a los intereses creados para que los picos fueran algo de barrio. Parece casi imposible repetir la foto 40 años después.
Imagínese el lector que la heroína se anunciase en la camiseta del Madrid, en la puerta de un instituto y que niños de 14 años comprasen al camello a plena luz del día. Pues está pasando algo parecido. No hay jeringas pero sí sufrimiento, juventud, adicción y vidas truncadas. Las casas de apuestas se extienden a un ritmo vertiginoso y empiezan a destrozar vidas a un nivel que sólo es comparable con lo que fue la heroína décadas atrás.
Es la segunda gran ola adictiva que sufrimos en 50 años. Existe un ritmo vertiginoso y desmesurado de crecimiento, da igual cuándo se lea esto porque habrá un nuevo local abierto en tu barrio. Cientos de millones de euros anuales son el motivo, el 1’5% del PIB. Tres grandes empresas controlan el juego en España: Codere, Sportium y Luckia; y sólo entre ellas suman más de 10.000 puntos de apuestas. A eso hay que sumar las “pequeñas”. En Madrid han aumentado un trescientos por ciento y es junto a Extremadura y Asturias donde más crecen. Los madrileños jugaron 422.470.677 en el 2017 y el jugador tipo no vive en un barrio bien, puede ser vecino tuyo. Esta plaga está pensada y creada para tu hijo y pareja, para tu hermano. Según la Dirección General de la Ordenación del Juego el prototipo de nuevo ludópata es un varón de entre 18 y 43 años con nivel adquisitivo bajo y pocos estudios. El detonante más frecuente para empezar a jugar es una situación difícil, muerte de un familiar o amigo, cambio de domicilio o dificultades económicas.
Las cifras sirven para analizar la dimensión del problema y tirar de la cuerda de los intereses que hay detrás. Pero la realidad es mucho más sorprendente. Sales de un centro escolar y a pocas calles te encontrarás una casa de apuestas. El barrio será el tuyo. Las ofertas son sorprendentes, cerveza a precios irrisorios, un gran local con desayunos y aperitivos a precios fuera de mercado. Casi sale más barato comer ahí que en tu propia casa. Publicidad vistosa y sugerente. Cuando entras el tiempo se detiene, no hay relojes, espejos, ventanas, nada que te ponga en contacto con tu realidad. Estás en un espacio confortable y listo para la evasión. Por espacio de horas el mundo queda fuera y estás protegido por cristales opacos que te aíslan. Eres tú y tu adicción. Puedes apostar por deportes impensables, los que nunca ocupan páginas de periódicos deportivos. Ahora el pico también es online, encender el móvil y apostar “cuesta” muy poco.
Ya hay 400.000 ludópatas en España y sigue creciendo. La ley del juego de Zapatero en 2011 fue el pistoletazo de salida para la nueva heroína. Hoy, el gobierno de coalición de PSOE y UP se hace eco del problema social y de las movilizaciones en barrios obreros. El Ministerio de Consumo ya ha hecho públicas sus intenciones, regular la presencia de puntos de apuestas cerca de centros educativos. Quieren poner puertas al mar, regular la adicción. Controlar que los ludópatas lo sean a partir de unas horas concretas y en determinadas zonas. Nos jugamos una generación entera que ve en el juego la única forma de evasión ante un mundo cada vez más lleno de dificultades.
¿Hubiera servido poner horario a la heroína? El paralelismo es inevitable.