Los 3. 500 sin techo que deambulan por París en estas semanas son más visibles que en ningún otro momento. Muchos fueron víctimas de los traficantes de seres humanos
Desde París.Este año no hubo homenajes. En el Square Villemin, en el distrito 10 de París, se organiza cada 31 de marzo una ceremonia en honor a las personas sin domicilio fijo que murieron en la calle el año precedente. Rara vez hay fotos o apellidos, siempre unas flores que simbolizan el cuerpo ausente y un nombre. 136 murieron en París en 2019 y 578 en Francia. En 2020 les hicieron un homenaje virtual, a través de videos subidos a las redes sociales. ”En una de esas me toca a mi este año. Ni yo ni mis compañeros de suerte tenemos donde confinarnos”, dice Jean sentado en uno de los bancos de madera que sobrevivieron a lo largo del Boulevard Saint-Martin. Se ríe, pero advierte: “No te acerques, estoy enfermo. El mundo está en quiebra”. Tiene suerte. Es uno de los pocos bancos que se preservaron de los diseños anti vagabundos que unos retorcidos diseñadores inventaron en los años 90 para impedir que la gente sin domicilio durmiera en ellos. Este es verde, amplio, casi un oasis para seres humanos que no tienen donde confinarse. Jean es un sin techo “residente y nómada de París”, según se define él mismo. Es uno de los 3. 500 sin techo que deambulan por París, de los cuales 12% son mujeres. En Francia, el total acumula cerca de 200.000 personas. En estas semanas son más visibles que en ningún otro momento. ”Me siento el dueño de la ciudad”, comenta Jean con una alegría adolescente. Ciudad mundo, Paris acoge en sus calles gente oriunda del planeta, a menudo víctima de los traficantes de seres humanos que se aprovecharon de la crisis migratoria del Mediterráneo y los trajeron a Francia para explotarlos, incluso ante las narices de las mismas autoridades.
Antonenko es uno de ellos. El sol cae detrás de la carpa que instaló en la esquina del Pont d’Austerlitz y el Quai de la Rapée. En el fondo se adivina la silueta ennegrecida de la Catedral de Notre Dame. Muy lejos de su ucrania natal. ”Vine a París como otros, en busca de una vida mejor. Me trajeron en noviembre del 2019 y hora me quedé bloqueado acá, en esta tumba a cielo abierto”. Por “trajeron” hay que entender las mafias de Europa del Este que hacen entrar ilegalmente a Francia migrantes clandestinos para que trabajen en puestos muy oficiales. A Antonenko lo subieron a un tren, lo bajaron en París y lo llevaron a una casa rodante instalada en los alrededores de la Porte de Versailles donde se encuentra el parque de exposición más grande de Francia. ”Eran 15, 18 horas de trabajo dirías. Armábamos y desmontábamos stands para las exposiciones con otros migrantes de Rumania o Polonia. Antes del confinamiento me lastimé la mano y después todo se vino abajo. Ni al hospital puedo ir por miedo a que me pongan preso”. Su amigo, con quien comparte la carpa, es otro ucranio. Tiene ojos azules, profundos y desolados. Ambos son hombres fuertes a quienes la vida en la calle ha debilitado mucho.
Nunca hubo tantos runners en París. Pasan corriendo coquetos e indolentes ante la miseria humana recostada en las veredas. Los sin techo los observan como a través de un vidrio ahumado. ”Se ha puesto de moda salir a correr. Llevo mas de diez años en la calle y jamás vi a tanta gente correr. ¡Puaj, no me gustan !. Ellos nos miran con asco”. Pierre también se ríe, pide un cigarrillo, agua, comida. ”Lo que tenga en el corazón”, dice con picardía. Soledad, higiene, comida, persecución policial, el confinamiento ha agravado las dificultades de una comunidad sin techo expuesta al recelo de la población. ”Esto se ha vuelto más duro que antes. Cuando paso con mi carrito la gente se aparta de mi como si el virus fuera yo”, cuenta Jacques, un conocido SDF de París que suele recorrer los barrios de la capital con un carrito de supermercado repleto de sus pertenencias y una radio encendida a todo volumen. Los sin techo fueron, además, las primeras víctimas de los controles policiales apenas se decretó el confinamiento el pasado 17 de marzo. La policía los detenía y les ponía multa por lo respetar las instrucciones. ”He visto cosas delirantes en la calle, pero como esa ninguna”, dice Jacqueline, una mujer sin techo militante de la asociación Morts de la rue (Muertos en la calle) que avisa a sus miembros cuando sabe que algún sin techo falleció. Desde esa polémica de las multas, la Municipalidad de París requisó hoteles y habilitó dos gimnasios para recibir a las personas que viven en la calle. El Estado también puso lo suyo. Organizó lugares para dormir y distribuyó 15 millones de euros en cheques destinados a comprar comida y alimentos. La solidaridad de la sociedad civil tampoco no ha cesado. Un montón de asociaciones recorren París aportando medicamentos, ropa, comida y agua. Para la Fédération des Acteurs de la Solidarité (Asociación de los actores de la solidaridad) los sin techo son una población prioritaria por su vulnerabilidad.
“A mi, por decir a mi, lo que más me duele es ver el miedo que nos tienen los burgueses”, relata Jean, en el Boulevard Saint-Martin. Tiene un humor desopilante. En la vereda del Boulevard montó una instalación con juguetes, cartones, cajas de queso, figurines de Star Wars y una bandera de Attac. Cuando pasa una pareja corriendo se pone a cantar una famosa canción de Jacques Brel: “los burgueses son como los chanchitos / Cuando más grandes son / Más boluditos”. Ya hace mucho que Joël es una celebridad en París. A sus 57 años y con un par de décadas en la calle todos conocen a este jovial sin techo que suele disfrazarse de payaso para hacer reír a los niños cunado salen de la escuela. ”Ahora no hay ni niños, ni escuela, ni una sombra a quien mendigarle un par de euros. Estamos rejodidos. Son las tres de la tarde y apenas junté 80 céntimos de euros. Y encima, sin la risa de los chicos me muero de tristeza cuando me voy a dormir”. Es generoso. Recomienda dar una vuelta por el Métro Ménilmontant para encontrar a Jibril y que nos cuente su historia. Al segundo día apareció, joven, alto y famélico. Vino acompoñado por otro sin domicilio fijo a quien llaman El Profesor. El hombre tiene modales elegantes y habla un francés muy elaborado. “No soy más el que he sido, pero sigo siendo el que soy”, enuncia El Profesor a modo de presentación. Jibril es otra victima de las mafias que especulan con la desesperanza humana. Casos como el suyo fueron famosos hace un par de meses. Jibril es un renacido, varias veces. En 2017 se escapó de Libia, atravesó el Mediterráneo en un barco que se hundió. La mitad de los pasajeros murió y a él lo salvó un barco humanitario. Anduvo por Italia hasta que le prometieron trabajo en París. ”Era una cosa de prostitución y no acepté”, cuenta. Durmió bajo los puentes hasta que un conocido de otro conocido le propuso un trabajo: ”me ofrecieron trabajar para Uber Eats y Deliveroo repartiendo comida. ¡El paraíso !. Pero, a decir verdad, fue la cuarta parte de un trabajo”. Tal vez menos que eso. La estafa humana funcionaba así: unos avivados con cuenta abierta en ambas compañías y permiso de reparto les subalquilaban las entregas. En vez de los cerca de cuatro euros que se gana con “una carrera, me pagaba 90 céntimos. Al menos, podía comer. Ahora ni eso”. No tiene papeles, ni domicilio, ni trabajo: “las entregas mermaron mucho porque todos los restaurantes están cerrados”. Duerme y pasa la mayor parte del día en la Place de la Republique, junto al profesor que lo quiere convencer de que estudie.
Sobre la plaza, cuando cae la noche, la miseria es una larga hilera de siluetas. Jibril, el Profesor y unos 300 hombres y mujeres sin techo hacen cola para recibir el único plato de comida del día. Lo reparte la Asociación Les Restos du Coeur (Los Restaurantes del Corazón, fundada por el fallecido cómico Coluche). Para evitar que la gente se junte y no respete la distancia social Los Restos reparten la comida en bolsas. Jibril, Jean y el Profesor se llevan las suyas. Caminan distanciados hasta el banco del Boulevard Saint-Martin para que la policía no los interpele. ”Así es la vida nuestra. Indecente antes, indecente ahora. Mañana ya no sabemos”, dice el Profesor. Jean propone una cita para el día siguiente. Quiere ensenar algo en una calle cercana. A la mañana, se para ante un grafiti que dice “El Fin de un Mundo: El capitalismo”. Jean agrega: ”ya le dije amigo: el mundo está en quiebra. Y para todos”.