El cierre de Nissan: un aprendizaje para el conjunto de la clase obrera

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El cierre definitivo de Nissan, consumado en diciembre, fue escenificado trágicamente por la salida de los trabajadores de las fábricas, aquel último día, con las cartas de despido bajo el brazo y un saco lleno de ilusiones frustradas a sus espaldas. Era el último acto de una lucha que ha durado tanto como ha existido la empresa en España, con distintos nombres y propietarios.

Los herederos de históricas huelgas como la de Motor Ibérica en 1976 han vivido una vida de lucha. Una vida de lucha que sigue ahora en otras empresas, contra otros patronos, y con un montón de experiencias de las que conviene sacar conclusiones.

La última de las luchas de Nissan, que tomó forma de huelga decidida y potente entre mayo y agosto de 2020, vio la consigna “Nissan no se cierra”, coreada por los trabajadores, trocarse en “Nissan sí se cierra, pero en un año”, cuando los amos de las fábricas invocaron la reforma del artículo 51 ET, en virtud de la cual pueden despedir trabajadores a placer al finalizar el período de consultas con los representantes de la plantilla. Los dirigentes sindicales, muchos de ellos valientes y de intenciones sinceras, estaban desarmados políticamente y se movían dentro de los parámetros legales del sistema. Invocando la ayuda del Gobierno, exigiendo la intervención de los tribunales y utilizando el lenguaje técnico de las empresas —productividad, competitividad, racionalización— intentaron combatir a pedradas al gigante.

El acuerdo final tomado en agosto de 2020 y refrendado por amplia mayoría por los obreros ponía fecha definitiva al cierre, diciembre de 2021, y acordaba jugosas indemnizaciones para muchos de los despedidos. Claramente por encima de los baremos legales establecidos. Así, los trabajadores nacidos antes de 1966 se van con el 90% del sueldo hasta los 63 años; los de 1967, con el 85%; los de 1968, con el 80%; los de 1969, con el 75%; y para el resto, indemnización de 50 o 60 días por año trabajado sin límite de anualidades.

Pero, ¿acaso se puede poner precio a la indignidad de perder el trabajo al que le has dedicado tu vida? Y si insistimos en ponérselo, ¿bastan 100 o 150.000 euros para vivir honradamente hasta los 84 u 85 años en los que se sitúa la esperanza media de vida de los españoles? ¿Dónde encontrarán trabajo los obreros de 40, 50 o 60 años en un mundo hiperespecializado, en el que cada día surgen nuevas máquinas y técnicas productivas y en el que las empresas financian sus propios másteres, hechos a su media, en las universidades?

Diariamente se plantea ante la clase obrera en distintas empresas la siguiente disyuntiva: aceptar los rigores de lo que el “mercado” exige o ser arrojados a las filas del paro. Los empresarios claman que el mundo es cada vez más competitivo para justificar las más variadas tropelías contra nuestros derechos y tienen parte de razón: en el juego de la competencia capitalista, el pez grande se come al pez chico. Y así, la empresa que tiene menores salarios, más productividad y que, en definitiva, extrae más plusvalía y es capaz también de vender sus productos a menor precio gana la partida.

Pero, ¿qué nos importa a nosotros la lucha entre los capitalistas por el control del mercado cuando nosotros sólo podemos y sabemos pensar en una vida digna, justa para nosotros y para el pueblo? Conceptos como productividad, competitividad o racionalización nos son ajenos, no nos importan.

Nos son conceptos ajenos y no nos importan, pero los han introducido de contrabando en la lucha sindical, que también está impregnada de concepciones políticas. A menudo, los representantes de los trabajadores no se sientan a hablar de nuestra dignidad, de nuestra vida, ¡no hay golpe de puño sobre la mesa por nosotros y por nuestra supervivencia! Se negocia en su lenguaje y sólo se invocan sus leyes. En la mesa de negociación se argumenta que la empresa es viable, es productiva, que todo se puede hacer mejor con unos pocos ajustes. ¡Hay que negociar!

Pero la sed de los capitalistas es insaciable y las conquistas no se les arrancan por medio de la razón, sino por la fuerza. Los trabajadores de Nissan, hoy atrapados en la esperanza de una futura “reindustrialización”, sólo pueden ver su situación ir a peor. Algunos se prejubilarán, ya lo han hecho; otros engrosarán las filas del paro; y algunos, quizá, verán los frutos de esa “reindustrialización” que no es más que nuevo capital invertido en las antiguas capacidades productivas de Nissan. Ahora bien, al capital sólo lo atrae la miseria de los trabajadores y un nuevo capitalista llegará a costa de menores condiciones laborales entre los que se queden, pues no hay más forma de convencerlo. Y así, ya entre la plantilla se habla de posibles salarios de 1.400 o 1.500 euros, ¡una reducción de más de 400-500 euros en comparación con la media de la antigua Nissan!

La lucha sindical —de resistencia, efímera, temporal— tiene delante el muro de hormigón del capitalismo. Toda lucha que ganamos es una lucha que deberemos repetir en el futuro para mantener la conquista o perderla; a toda lucha que perdamos le seguirá otra en la que perdamos más o ganemos algo.

Por eso, cuando los capitalistas plantean un empeoramiento de nuestras condiciones laborales, es importante ser conscientes de que la última batalla de la guerra contra nuestro empresario particular es la revolución socialista, en la que tomemos el poder de su Estado y el control de su empresa.

Entre medias, no obstante, nos encontrarnos ante luchas parciales y de resistencia y debemos ser capaces de dibujar ese horizonte final, de decir claro qué es lo que queremos y cómo lo conseguiremos algún día. Porque la diferencia entre la consigna, abstracta y etérea, de “Nissan no se cierra” y “¡Nacionalización inmediata!” marca el límite al que están dispuestos a llegar los trabajadores. Con la primera consigna se responde al ERE con negociación por las indemnizaciones, acogiéndonos a la legalidad vigente; con la segunda consigna se responde ocupando la fábrica y exigiendo la intervención estatal.

No nos engañemos. La nacionalización en la España capitalista es terreno pantanoso. La Comisión Europea aprobó en 2020 la posibilidad de que el Estado intervenga empresas pero con múltiples condiciones: tiene que avisar a Bruselas, esperar su autorización, reestructurar la empresa para que sea viable y retirar el capital público tan pronto como sea posible, amén de otras limitaciones. Aún y así existen experiencias, como Suzuki-Santana en Linares, que demuestran dos cosas: que la nacionalización se puede dar y que también puede fracasar a posteriori cuando la empresa pública actúa dentro del mercado y sin voluntad política de continuidad.

Pero también tenemos otras experiencias, como la de Arcelor Mittal en Francia, que nos enseñan que mantener la consigna de la nacionalización, ¡aún en las luchas parciales!, cambia el resultado de la lucha inmediata contra el cierre. También es una enseñanza política para toda nuestra clase: nos muestra los límites de la gestión capitalista pero, aún más importante, también el potencial de nuestras fuerzas cuando no nos dejamos limitar por el marco de actuación político e ideológico que nos han impuesto.

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