Reflexiones entorno al papel del Estado en la recomposición del mantenimiento del capitalismo

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Kike Parra.— El capitalismo desde sus orígenes se ha visto inmerso en multitud procesos recesivos y alcistas, los llamados ciclos (en su más variada formulación y tipología) más o menos pronunciados, endógenos al propio sistema productivo.

Sin embargo, son especialmente destacables y han merecido un estudio más exhaustivo por sus implicaciones económicas, pero también políticas, las tres grandes depresiones cuya existencia es consensuada.

Depresión económica es esa fase que se da a posteriori de una gran recesión que se mantiene prolongada en el tiempo con escasos o nulos síntomas de mejora, dejando de ello registro, en los principales aspectos de la actividad económica: estado de los precios, producción, rentabilidad, empleo…

La primera de estas grandes depresiones se sitúa a raíz del llamado Pánico de 1873 y la consiguiente “Gran Depresión” (denominada así hasta la de 1929), que a la postre desencadenó en la Primera Guerra Mundial de 1914, tras el inicio de lo que se llamó la Segunda Revolución industrial y la expansión económica y militar de Europa con el imperialismo.

La segunda tiene su arranque en el crack del 29, la recesión económica y la consiguiente “nueva” Gran Depresión que se prolongó durante la totalidad de la década de los años 30 o hasta el comienzo de la Segunda Guerra Mundial, dependiendo de las zonas.

El tercer gran momento depresivo nace con la crisis de 2008 y el largo periodo del que todavía no nos hubimos levantado en el 2019. Según algunas opiniones, porque la destrucción de fuerzas productivas y la desvalorización que la propia recesión trajo, se mostró insuficiente para generar un nuevo ciclo de acumulación bajo los parámetros de la rentabilidad empresarial.

En los dos primeros casos, la salida de esta situación resultó traumática, al menos para la clase trabajadora que acabó pagando aun con su vida la recuperación del capitalismo. Parece que la tercera no va por derroteros distintos.

Estos tres momentos históricos sirven para pincelar el creciente papel del Estado en el sostenimiento del sistema que vivimos. Desde el paradigma de los empréstitos estadounidenses de la Libertad o de la Victoria, pasando por el New Deal, hasta las recientes políticas de estímulo Biden, o los fondos “New Generations” europeos; en tiempos de guerra o paz, los estados han ido afilando sus políticas fiscales y/o monetarias e interviniendo de forma creciente en el ámbito de la economía capitalista mundial, apuntalando con pilares más contundentes un sistema que abandonó o arrinconó hace mucho su inconveniente creencia en el darwinismo empresarial.

Prueba tangible de ello es la evolución e imparable incremento la deuda pública global que ya supera el 100% del PIB mundial.

Ante esta realidad, partiendo de los indicios que apuntaban a una recaída económica a finales de 2019, pasando por un 2020 paralizado económicamente por la Covid-19, y por ende la producción y el consumo en mínimos y un 2021, homologable por las “expectativas” que hicieron pensar en vientos de cola tras la vacunación masiva (al menos en las grandes economías) y la esperanza de que una nueva revolución tecnológica de manos del Big Data, la IA, el 5G y toda la parafernalia de la robotización pusiera las cosas derechas, embarcamos la nueva normalidad.

Sin embargo, la vuelta a esta senda ha supuesto un despertar del sueño de una acumulación infinita en este mundo finito. La baja productividad extractiva de la energía y materias primas, entre otros problemas sobrevenidos, ha puesto de manifiesto, no sólo la anarquía de la producción capitalista y el desajuste entre sectores de la economía, sino el eludido tema de la escasez de los recursos mismos. Al menos en condiciones de garantizar un capital constante a un precio asequible que garantice la rentabilidad.

El incremento desorbitado de precios amenaza una subida de tipos, en un momento en que la deuda corporativa, se sitúa en el máximo histórico para EEUU con un 142 % del PIB, mientras que para España es de un 128,6 %.

La deuda global está en los 300 billones de dólares, más de 3,5 veces del PIB mundial.

Nuestro país, siguiendo la tendencia mundial, en los últimos tiempos ha sumado a los 101.500 millones del rescate bancario o los 140.000 millones de los fondos de recuperación que nos corresponden de los 750.000 millones de los europeos “New Generations”, 450 millones de ayudas al transporte o 16.000 millones del “Plan de respuesta a la guerra”.

Suma y sigue, porque los mencionados son sólo ejemplos de las últimas medidas para sujetar un sistema en decadencia que se hunde a mayor ritmo que Venecia.

Los Fondos de Recuperación Europeos llegaron como la garantía (tardía) de que la energía que la nueva geopolítica de los recursos reclama; se genera, se usa y se financia democráticamente; es decir, entre todas y todos, permitiendo así, que los ciclos de producción se mantengan en esa bola de nieve que supone el incremento constante de la valorización capitalista y por consiguiente, de un consumo aumentado en recursos hasta decir basta por agotamiento, o físico (del planeta) o mental (de las masas obreras cada vez más explotadas).

Estamos en una nueva fase del capitalismo. El capitalismo de la socialización radical de las pérdidas, de la “democratización” de la inversión para mantener la producción, de la subvención permanente. Desde el empujón keynesiano de la economía insuflada al espíritu pervertido de la Teoría Monetaria Moderna.

La imposibilidad de mantener la producción con los costes actuales (el año 2019 fue especialmente destacado por su baja rentabilidad), se pone de manifiesto de forma acelerada. Tan rápido que no es posible sin sonrojarse, culpar a las “consecuencias de la guerra” de todos nuestros males.

El inviable sector del trasporte fue en España la más visible e inmediata pieza del puzzle que se desmorona. A éste le seguirán otros sectores (pesca, agricultura…). Y la salida, otra vez, la subvención pública, la bajada de impuestos, las ayudas a los costes.

Vivimos en un mundo en el que la mayoría de lo recaudado por los Estados proviene de las rentas del trabajo: el 50,4% de los ingresos totales de los Estados proceden de los Impuesto a la Renta y de las cotizaciones a la seguridad social (en España el 61,3%); donde los impuestos al consumo, como el IVA, suponen la mayor parte de los ingresos tributarios en la OCDE, un 32,1% del total y las grandes rentas hacen ejercicios de ingeniería financiera para tributar por debajo de lo que la mínima justicia social exigiría.

La progresividad del sistema impositivo se ha reducido desde 1980, coincidiendo con la etapa neoliberal. En EEUU, en 2018 las 400 personas con mayor renta pagaron un tipo efectivo menor al de cualquier otro percentil de la distribución. Es decir, el sistema fiscal estadounidense es prácticamente proporcional en lugar de serlo progresivo. La intuición ya nos ponía en alerta de este dato y también que su ámbito geográfico no se circunscribe al gigante americano venido a menos.

En cualquier caso, descartado ya por vía de los hechos, el argumento del “riesgo” consustancial a la actividad empresarial monopolística, ahora garantizada y avalada por el Estado ante posibles quiebras o dificultades, pareciera lógico que nuestros reformistas de turno comenzaran a reivindicar que una parte del propio plusvalor que producimos sea devuelto en forma de interés por la inyección económica que se mete en el ciclo de acumulación y que a la postre sale de nuestros bolsillos.

Cada vez parece más inexplicable que ante la socialización ampliada, no solo de los procesos productivos en sentido estricto, sino del capital inicial del ciclo a cargo de la deuda pública, se genere una exclusiva apropiación privada del resultado.

Pero nuestros reformistas socialdemócratas ha tiempo que traspasaron la bancada de lo mínimamente “progresista” y juegan al pacto de estado implícito por la salvación del capitalismo. No aquel de rostro humano que predicaron, sino el único que existe, el de la explotación sin cuartel, el de la autodestrucción antes que la derrota, el de la barbarie.

¿Y cuando el tiempo nos muestre la ineficacia de la estrategia y seamos conscientes que aun el esfuerzo colectivo, la rentabilidad empresarial sigue postrada como un impotente sin viagra? ¿Se arrogarán el triunfo del decrecimiento venido de la constatación de los hechos?

Ese será el momento de la percepción de nuestra soledad. Ese será el momento del cambio de la clase “en sí”, a la clase “para sí” y de la agudización de la imaginación colectiva para la puesta en marcha de todo el bagaje acumulado por la humanidad para recomponer el mundo que nos está dejando la actual clase dominante, esta vez, bajo el paraguas de la lógica y la razón.

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