«No es normal dejarse la juventud en la guerra”

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Temprano la mañana del 16 de mayo, comenzó el movimiento en las posiciones bajo las paredes de Azovstal. Una bandera blanca asomó del túnel bajo las vías del tren seguida por personas vestidas con oscuros y polvorientos uniformes y una cinta azul en sus brazos y munición. Junto a los ocupas de la fábrica, salió también un chico, Kolya, que aparentaba tener 15 o 16 años y que el último mes ha vivido prácticamente en la superficie de Azovstal, en uno de los talleres. Como pueden imaginar, la presencia del adolescente indicaba la voluntad y disposición al diálogo. Este diálogo llevaba mucho tiempo esperándose. Tanto por nuestro grupo negociador como por los propios azovtsi, o, como los llama la milicia, los mercenarios de Azovstal.

 

Pasé horas sentado en una de las posiciones en algún edificio administrativo de la fábrica. Había silencio y, por primera vez, escuché la corriente del río Kalmius, con la crecida de primavera. Esperamos. Había una sensación de que esta épica historia iba a terminar y que finalmente algunos podrían irse a casa, al menos unos días de permiso, para poder después, si es necesario, continuar la lucha.

A la una del mediodía, en la radio se escuchó una orden clara y estricta: prohibido abrir fuego, los zapadores empezarán a trabajar a las 13:00 para abrir un pasaje para la rendición y retirada de escombros. Todos a posición, triplicad la vigilancia y evitad provocaciones. La salida del primer grupo de heridos será a las 15:00.

Era la hora de la comida, así que los soldados de mala gana apartaron los platos o rápidamente terminaron las latas de carne y las verduras. Un soldado de nombre de guerra Borziy se echó un Shmela a la mochila y gruñó: “Se puede esperar cualquier cosa de estos. Desvelaremos nuestras posiciones, reconocerán nuestras posiciones de tiro e intentarán escapar”. El lugar para la salida de los soldados entregados y la evacuación de los heridos fue elegido cuidadosamente: un pasaje estrecho bajo las vías, a lo largo del río y entre dos edificios. Bajo la completa supervisión de Borziy.

El pasaje resultó ser de fabricación humana: una proyectil impactó entre las vías y lanzó varias toneladas de tierra por los aires. De este agujero, los militantes ucranianos han lanzado proyectiles oxidados y minado prácticamente tres capas. Ahora, personas como ellos, pero con uniformes diferentes, desmantelan rápidamente el obstáculo con palas y, tras hacerlo, avanzan entre el río y nuestro edificio. Nuestro soldado, agachado junto al agujero apuntaba al enemigo. Se encontraban a diez metros de distancia. Los azovtsi hablaban, a veces se paraban y se agachaban sobre una de las cajas verde oscuro llenas de polvo. Son minas improvisadas con cartuchos de zinc y llenas de plástico. El cálculo es que los tanquistas no prestan atención a la basura militar. Pero a veces estas minas están conectadas con cables. Los zapadores de Azov los cortaban sin dudarlo. Todo ocurrió en completo silencio.

Uno de los nuestros gritó: “¿Qué, halcones, habéis luchado? Vamos, contadme qué tal estáis ahora”. Nadie apoyó la llamada y el ferviente grito se ahogó en el silencio. Todos estaban armados, aunque llevaban las ametralladoras al hombro y las pistolas enfundadas. Los azovtsi se acercaron a la salida del patio y se detuvieron entre la confusión. El flujo del río y el verde de su orilla estaba ante ellos. Al otro de la Avenida estaba en restaurante Sarmat. Quienes salieron de la fábrica, sin exagerar, se sorprendieron de la vista. Unos de ellos exhaló: “Ahora haremos una barbacoa”. Y yo, al mirar al café, cerrado a causa de la guerra desde hace tanto tiempo, pensé algo parecido.

El rasgo de la piedad

No miraban al asfalto, pero tampoco nos miraban a los ojos. Todos eran jóvenes, sobre unos veinte años más o menos. Todos iban de uniforme, aunque distinto. Las armas son las mismas, el mítico Kalashnikov. No iban sucios, no tenían miedo. Pero había tensión. Tenían todas las marcas: desde las banderas azules y amarillas a las insignias de Azov. Y mi amigo, el miliciano Vlad, y yo no sabíamos cómo actuar. Él llevaba el arma prácticamente apuntando. Siendo sinceros, estaba preparado para tener que saltarle a los hombros. Ha perdido todo en esta guerra: su casa en Poltava, a su familia, amigos, camaradas y su salud. Se ha dejado los mejores años de la vida en las trincheras.

Hace tres meses que no me separao de Vlad y sé que, en ocasiones, le embarga una terrible ira. Pero estaba tranquilo. Puede que sea lo que nos pasa a todos los rusos a la vista de un enemigo que se rinde. No importa la crueldad de lo que haya hecho, no importan las sangrientas batallas que se hayan librado hasta el día anterior, hay una línea invisible que marca la piedad. Por supuesto, los prisioneros pueden ser juzgados más adelante, pero no es nuestra tradición cortar cabezas ahí mismo en el frente.

Vlad habló primero, con calma: “¿Cómo estáis tan limpios?” ¿Hay agua entonces?”

“Hay agua. No es potable. Ahí”, señaló un miembro de Azov señalando una tubería. “Hay un montón de ellas. Hasta se puede hacer té con normalidad. Pero hace una semana que la comida es un problema. Encontramos manzanas ahí, en una caja, fue una fiesta”.

No pude resistirme: “¿Cuántos sois?”

Un soldado con una pistola Stechkin respondió con una evasiva, pero también con el ingenio de un soldado: “Te sorprendería cuántos somos”.

Saqué la cámara: “Probablemente sea la última oportunidad que tengáis para decir a vuestras familias que estáis vivos. Puedo grabar vídeos, los publicaré por la noche”. Pero ninguno quiso ser grabado, ni uno solo.

El chico de la Stechkin resultó ser mi tocayo. Casi. Se llama Dmitro. Hablamos de los bombardeos. Según Dmitro, el bombardeo fue aterrador y único: “Para destruir un búnker hacen falta tres FAB-500 en un mismo sitio. El primero tira el edificio; el segundo crea un embudo y el tercero atraviesa el búnker”.

“¿Qué hicisteis durante el bombardeo?”

“En el contraataque destruimos la red”.

Vlad examinó a la audiencia y dio su diagnóstico: “Si estuvieramos vestidos de chándal y nos pusieran a todos en el banco de un parque, nadie sabría quién es de qué bando”. Hubo un silencio y para romperló dije: “Habría que saber por qué derramamos tanta sangre”.

El soldado de Azov Nazar, de 18 años y de Lviv, se alejó de una mina y por primera vez en meses escuché la lengua ucraniana: “Han empujado a un pueblo contra otro”. Dmitro añadió que todo el mundo “se llevaba bien” y dijo ser de Mariupol. Pero Vlad no estuvo de acuerdo en algo: “Soy de Poltava, me marché a la guerra en el 14 porque comprendí que no podía llevarme bien allí. Aquí todos hablamos ruso. Y el ruso se ha prohibido, see han adoptado un montón de leyes”.

Dmitro dudo: “Bueno, sí”.

Rápidamente salió la cuestió de que era una cuestión interna ucraniana, ¿por qué tenía que meterse Rusia? No esperaba que Vlad dijera: “¿Y queríais seguir matándonos y que nadie se levantara? Europa y Estados Unidos están ahora con vosotros y Rusia con nosotros. ¿Estáis bien? Nosotros estamos bien. No es normal dejarse la juventud en la guerra”.

Dmitro comentó: “Yo también llevo luchando desde el 14. También era joven. Y ya no”.

Vlad reaccionó: “¿Dónde has luchado?”. Les dejé ahí hablando y lo hicieron durante una hora.

Apareció nuestro oficial: “Vamos a limpiar minas”. Una hora después, el primer grupo “enemigo” salió de la fábrica. Antes de pasar bajo las vías, se quitaron los chalecos antibalas, tiraron los cascos y las armas y se entregaron. No parecían derrotados, pero sí habían perdido. Habían perdido una batalla. Pero aun así, confiaban en nuestra piedad y esataban seguros de que los nuestros no les dispararán a las piernas ni les sacarán los ojos. Como los azovtsi han hecho a nuestros prisioneros.

El primer grupo salió y regresó de forma prácticamente inmediata, esta vez con una camilla. Sacaban a un herido de la fábrica. Los soldados de Azov nos dijeron: “Por nosotros habríamos aguantado en la fábrica hasta año nuevo”. Puede ser, pero a juzgar por su estado, los heridos no habrían aguantado hasta el próximo domingo. Uno de nuestros negociadores me explicó extraoficialmente: “Hemos iniciado el proceso de entrega por piedad”. Es difícil discutirlo. En realidad, no quería discutir nada, ahí parados en una tierra inestable bajo unas vías amenazantemente frágiles. Apareció un oficial de Azov. Según dijo, la columna vertebral del regimiento seguía en posición, a la espera de que pasara el primer día de rendición. Tienen internet y pueden leer cada mensaje en la red. Pero hay algo que está claro para todos: “el malvado Volodya no quiere a ningún Azov vivo”. Finalmente todos lo han entendido.

En resumen, parece que la guerra en Mariupol ha terminado. Definitivamente.

Al final, Vlad volvió a sorprenderme: “Me tomaría una cerveza con Dmitro después de la guerra”.

“¿Le has perdonado?”

“No, pero me ha caído bien, tendríamos cosas de qué hablar”.

“¿Qué te ha gustado de él?”

“Es el único que no ha pretendido ser cocinero y no ha hecho trampas. Es un enemigo digno”.

“Pero les hemos ganado”.

“Sí, pero ha sido muy duro”.

Hay que decir que antes de ese momento se había dicho que los soldados heridos de Azovstal iban a ser trasladados a la RPD para recibir tratamiento. Nuestro columnista Nikolay Versagoy comentó: “Para ser sinceros, inicialmente no comprendí esta decisión. Al aceptar a enemigos heridos, entre ellos nazis de Azov, facilitamos la vida a quienes están sentados bajo la fábriac. Ahora no tendrán que compartir las escasas raciones y los restos de agua con sus camaradas. No hay que hacer gestos innecesarios para mejorar su moral”.

Pero dudo que muchos rusos que estén preocupados por nuestros soldados y quieran una victoria lo vean así. Hay otra cara de la moneda: el humanismo. Creo que la mayoría de los soldados ucranianos rescatados, así como sus familias, cambiarán de opinión sobre lo que está ocurriendo. Lo harán como otros muchos cientos que están ahora presos. De vez en cuando, se ve en las pantallas de la televisión personas dignas que se han rendido al ejército ruso y que declaran de forma sincera que no quieren luchar por los bandidos que han tomado el poder en Ucrania. “Llegó la notificación y me llevaron al frente. ¿Dónde podía ir? La otra opción era la prisión”. Hay que asumir que bajo Azovstal hay muchos en esa situación. Y de forma humana, no para la galería, lo siento por ellos.

La propaganda ucraniana hace lo que puede para mostrar a las tropas rusas como bárbaras. Las llaman la horda que ha irrumpido en su democracia. Pero todo el mudno ha visto cómo los demócratas de uniforme vejaban a nuestros soldados disfrutando sádicamente. Nada de eso ocurre en nuestro lado. Al contario, les alimentamos, los tratamos de forma normal, no humillamos su dignidad humana. Mi opinión personal es que vejar a prisioneros de guerra es un signo de falta de humanidad. Estoy satisfecho de que en mi país no haya ira contra los prisioneros como ocurre en Ucrania. Y este acto de humanidad de recibir a los soldados ucranianos heridos y darles atención médica también es importante para nosotros para sentirnos como personas decentes. No me importa lo que los propagandistas europeos y occidentales digan sobre nosotros. Como muestran los hechos, tenemos más moral.

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